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Azar y necesidad
Este relato se contó en los mercados de Irak durante siglos, y verdaderamente es muy triste. Por consiguiente, no me río.
Abdul Hassan era un famoso tejedor de alfombras durante el reinado del Gran Califa, quien mucho admiraba su artesanía. Pero un día, mientras estaba presentando sus artículos en la corte, acaeció una pavorosa catástrofe:
Cuando Abdul hizo una profunda reverencia ante Harunal-Raschid, se le escapo un viento.
Esa noche, el tejedor de alfombras cerro su tienda, amontono sus bienes mas preciados sobre un solo camello, y abandono Bagdad. Durante años anduvo errante, cambiando su nombre pero no su profesión, por las tierras de Siria, Persia e Irak. Prosperó, pero siempre suspiraba por la amada ciudad en la que había nacido.
Ya era anciano cuando, por fin, se convenció de que todos habían olvidado su ignominia y de que le era seguro volver a su hogar otra vez. La noche estaba bajando su manto cuando los minaretes de Bagdad aparecieron en el horizonte, así que Abdul decidió reposar en una posada conveniente antes de ingresar en la ciudad por la mañana.
El posadero era hablador y amigable, así que Abdul se sintió encantado de acosarlo con preguntas sobre todas las novedades que se habían producido durante su prolongada ausencia de la ciudad. Los dos estaban riéndose de uno de los escándalos que habían ocurrido en la corte, cuando Abdul preguntó como al pasar:
—¿Cuando sucedió eso?
El posadero se detuvo para pensar; después, se rascó la coronilla y respondió:
— No estoy seguro de la fecha, pero fue unos cinco años después que a Abdul Hassan se le escapara el pedo.
Así que el tejedor de alfombras nunca hubo de regresar a Bagdad.
Los sucesos más triviales pueden, en un simple instante, alterar por completo el curso de la vida de un hombre. Y, a menudo, no resulta posible decidir, ni siquiera al final, si el cambio fue para mejor o para peor. ¿Quién sabe? La involuntaria actuación de Abdul pudo haberle salvado la vida: de haber permanecido en Bagdad pudo haberse convertido en la víctima de un asesino o, lo que pudo haber sido mucho peor, haber incurrido en el disgusto del Califa y, en consecuencia, haber sido objeto de los diestros servicios de sus verdugos.
Cuando el cadete, a la sazón de veinticinco años de edad, Robert Singh había comenzado su semestre final en el Instituto Aristarco de Tecnología Espacial — conocido, en general, como AriTec—, se habría reído si alguien le hubiera sugerido que pronto se iba a convertir en competidor en las Olimpíadas. Al igual que todos los residentes de la Luna que deseaban conservar la opción de regresar a la Tierra. Singh había practicado religiosamente sus ejercicios de alta gravedad en la centrífuga del AriTec; aunque eran aburridores, el tiempo no se desperdició del todo, ya que Singh transcurrió la mayor parte conectado con sus programas de estudio.
Entonces, un día, el decano de Ingeniería lo hizo llamar de su despacho, lo que constituía un suceso suficientemente fuera de lo común como para alarmar a cualquier estudiante que estuviera dando los exámenes finales, pero el decano parecía estar de buen talante, por lo que Singh se relajó:
— Señor Singh, su legajo académico es satisfactorio, aunque no brillante. Pero no deseo hablar con usted sobre eso.
«Es factible que usted no esté al tanto del hecho que le voy a informar pero, de acuerdo con los datos suministrados por nuestras computadoras, posee usted una desacostumbradamente buena relación masa/energía, por lo que nos agradaría que empezara a entrenarse para las próximas Olimpíadas.
Singh quedó asombrado, y no demasiado complacido. Su primera reacción fue: «¿De dónde voy a sacar tiempo?», pero casi en seguida un segundo pensamiento destelló en su mente: cualesquiera deficiencias que hubiera en su legajo académico se podrían pasar por alto si existiesen logros deportivos que las compensaran. En ese sentido había una larga y honorable tradición.
— Se lo agradezco, señor. Me siento muy halagado. Imagino que tendré que mudarme al Astrodomo.
El techo de tres kilómetros de ancho que cubría un cráter próximo a la pared oriental de Platón, encerraba el más grande espacio aéreo individual de la Luna, y se había convertido en una tribuna favorita de mucha gente para ver las competencias de vuelo por propulsión humana. Durante algunos años hubo conversaciones para convertir esa actividad en deporte olímpico, pero la Comisión Olímpica Interplanetaria no había podido decidir si los competidores debían usar alas o soportes. Singh se sentiría feliz con cualquiera de esos dispositivos: ya había probado brevemente con ambos durante una visita al complejo del Astrodomo.
Lo aguardaba una sorpresa más:
— Usted no va a volar, señor Singh: usted va a correr por terreno lunar abierto. Probablemente, de un lado al otro del Sinus Iridium.
Freyda Carroll había estado en la Luna durante nada más que unas semanas y, ahora que la novedad había dejado de serlo, deseaba poder estar de vuelta en la Tierra.
En primer lugar, no se podía acostumbrar a un sexto de la gravedad de la Tierra. Algunos visitantes realmente no se habituaban; o bien iban a los saltos, como canguros, golpeándose de vez en cuando contra el techo y haciendo muy pocos progresos, o bien arrastraban los pies con mucha cautela, deteniéndose en cada paso antes de dar el siguiente: ¡no era de sorprender que los lugareños los llamaran «gusanos de Tierra»!
En su calidad de estudiante de geología, Freyda también encontró que la Luna era una decepción. Ah sí, tenía suficiente geología — bueno, en todo caso, selenología— como para mantener a cualquiera ocupado durante cien vidas, pero resultaba difícil llegar a las partes interesantes del satélite: no se podía ir errando de un lado para otro con un martillo y un espectrómetro de masa de bolsillo, como se hacía en la Tierra, sino que había que ponerse trajes espaciales (a los que Freyda detestaba) o sentarse en un vehículo todocamino lunar y controlar Equipos Geológicos Remotos, lo que era igualmente malo.
Freyda había albergado la esperanza de que los interminables túneles e instalaciones subterráneas de AriTec brindaran perfiles transversales de los cien metros superiores de la Luna, pero no tuvo suerte: los láseres de alta potencia que habían llevado a cabo las excavaciones fundieron roca y regolito — la capa superior del suelo lunar, ahuecado por eternidades de bombardeo meteorítico—, hasta darles un acabado carente de rasgos distintivos y liso como un espejo. No era de sorprender, pues, la facilidad con la que alguien se podía perder en la monótona uniformidad de túneles y corredores. Innumerables carteles que rezaban cosas tales como
¡PROHIBIDO EL PASO BAJO CUALQUIER CIRCUNSTANCIA!
¡UNICAMENTE ROBOTS CLASE 2!
CERRADO POR REPARACIONES
CUIDADO — AIRE TOXICO — USAR RESPIRADOR
no alentaban la clase de exploración que Freyda había disfrutado en la Tierra.
Se hallaba perdida — como siempre— cuando empujó una puerta que prometía el acceso al SUBSOTANO PRINCIPAL Nro. 3, y se lanzó con cuidado a través de ella… pero no con el cuidado suficiente:
Casi de inmediato, un objeto grande, que se desplazaba con rapidez, la golpeó y lanzó, girando sobre sí misma, contra una de las paredes del amplio pasillo en el que acababa de ingresar. Durante un instante quedó completamente desorientada, y transcurrieron varios segundos antes de que se levantara del piso y se revisara para ver si estaba herida.
Nada parecía estar roto, pero sospechaba que pronto tendría un doloroso moretón en el costado izquierdo. Después, más enojada que alarmada, miró en torno para ver si encontraba el proyectil que había producido el daño.