Un ente que podría haber escapado de una antigua revista se estaba acercando lentamente hacia ella. Era, evidentemente, un ser humano, y estaba embutido en un traje plateado brillante, tan ceñido como la malla de un bailarín de ballet. La cabeza del portador estaba oculta dentro de una burbuja que parecía desproporcionadamente grande; en la bruñida superficie, Freyda únicamente pudo ver su propia imagen distorsionada.
Esperó una explicación o una disculpa (pero, pensándolo bien, quizá fue ella la que debió haber tenido un poco más de cuidado…). Cuando la figura se le acercó, extendiendo los brazos en gesto suplicante, oyó que una voz de hombre, amortiguada y apenas inteligible, decía:
— Lo lamento mucho. Espero que no esté herida. Creí que jamás venía alguien acá.
Freyda trataba de ver en el interior del casco, pero éste ocultaba por entero la cara del portador.
— Estoy bien… creo.
La voz proveniente del traje espacial (porque, ¿qué otra cosa podía ser, si bien ella nunca había visto uno ni remotamente parecido a ése?) era bastante atractiva, así como pesarosa, y su enfado prontamente se evaporó.
— Espero no haberlo lastimado a usted, o dañado su equipo.
Para ahora, el Señor X estaba tan próximo que su traje casi la tocaba, y Freyda pudo darse cuenta de que la estaba estudiando con toda atención. Parecía injusto que pudiera verla, mientras que ella no tenía la más remota idea de qué aspecto tenía él. De pronto, Freyda se dio cuenta de que sentía muchos deseos de saber…
En el refectorio del AriTec, algunas horas después, no quedó decepcionada. Bob Singh seguía dando la impresión de sentirse avergonzado por el incidente, aunque el motivo por el que lo estaba no era, del todo, aquel que podría haberse supuesto. No bien Freyda le hubo asegurado que probablemente iba a sobrevivir, Singh se desvió hacia un tema que, de modo evidente, tenía importancia más inmediata:
— Al traje todavía lo estamos sometiendo a experimentación — explicó—, y llevando a cabo pruebas con el sistema que permite la supervivencia… ¡y lo hacemos en sitios interiores, donde hay seguridad! La semana que viene, si todo marcha bien, lo someteremos a prueba en el exterior. Pero tenemos un problema con.. eh… la seguridad: no cabe la menor duda de que Clavius va a inscribir un equipo, y Tsiolkovski, en el Lado Oculto, está considerando la idea. También lo van a hacer MIT y CalTec y Gagarin, pero nadie los toma en serio; carecen de los conocimientos necesarios… y, además, ¿cómo podrían hacer un adiestramiento adecuado en la Tierra?
El interés de Freyda por los deportes era prácticamente nulo, pero estaba empezando a interesarse por el tema con rapidez… o, por lo menos, por Robert Singh.
—¿Ustedes temen que alguien les copie el diseño?
— Exactamente. Y si el traje es tan eficaz como esperamos, puede llegar a producir una revolución en la vestimenta para AEV… cuando menos, en las misiones de corta duración. Nos gustaría que el AriTec recibiera el reconocimiento. Después de más de un centenar de años, los trajes espaciales siguen siendo embarazosos e incómodos. Ya conoces el viejo chiste: «no me verán usando uno ni aunque me muera.
El chiste verdaderamente era viejo, pero Freyda rió por compromiso. Después se puso seria y miró con fijeza a los ojos de su nuevo amigo:
— Espero — dijo— que no vayas a correr riesgo alguno.
Fue en ese momento que Freyda supo que tan sólo por segunda, o tercera, vez en su vida, se había enamorado.
El decano de Ingeniería, ya bastante abatido porque a su espía en el MIT se lo acababa de arrojar ceremonialmente al río Charles, no se sentía demasiado feliz por la nueva compañera de cuarto de Robert Singh:
— Me aseguraré de que, por lo menos tres días antes de la carrera, se la envíe a una salida de campo — amenazó.
Pero, al meditarlo más, se aplacó: al determinar el rendimiento de un atleta, los factores psicológicos eran tan importantes como los fisiológicos.
A Freyda no se le iba a prohibir el acceso antes de la maratón.
9
Bahía de los Arcos Iris
El garboso arco de la Bahía de los Arcos Iris es una de las más encantadoras de todas las formaciones del suelo lunar. De trescientos kilómetros de ancho, es la mitad que sobrevive de una típica llanura de cráter, cuya pared norte fue arrastrada por entero, hace trescientos mil millones de años, por una inundación de lava que descendió con potencia devastadora desde el Mar de las Lluvias. Del semicírculo restante que la lava no pudo fracturar, el extremo occidental confina con el Promontorio Heraclides, de un kilómetro de altura, que es un grupo de colinas que, en ciertas horas, produce una breve y hermosa ilusión óptica: cuando la Luna tiene diez días y está creciendo para convertirse en Luna llena, el Promontorio Heraclides saluda el amanecer y, aun ante el más pequeño de los telescopios ubicados en la Tierra, durante unas pocas horas parece el perfil de una joven, con el cabello ondeando hacia el oeste. Después, cuando el Sol se eleva más, el diseño de sombras cambia y la Doncella de la Luna desaparece.
Pero no había Sol ahora, cuando los participantes en la primera maratón lunar estaban reunidos al pie del promontorio. En verdad, era casi la medianoche local. La Tierra llena colgaba a medio camino en el cielo austral, bañando todo ese suelo con una radiación azul eléctrico cincuenta veces más brillante que lo que la Luna llena pudiera arrojar jamás sobre la Tierra; también eclipsaba las estrellas del cielo y únicamente Júpiter resultaba tenuemente visible abajo, en el oeste, si se lo buscaba con cuidado.
Robert Singh nunca antes había estado en el centro de la atención pública, pero aun el saber que tres mundos y una docena de satélites estaban observando no lo hacían sentirse especialmente nervioso. Tal como le había dicho a Freyda veinticuatro horas antes, tenía completa confianza en su equipo.
— Bueno, eso va lo demostraste — dijo ella, soñolienta.
— Gracias, pero le prometí al decano que es la última vez hasta después de la carrera.
—¡No lo dirás en serio!
— No exactamente. Digamos que fue… bueno, un acuerdo tácito entre caballeros.
Freyda se puso súbitamente seria.
— Espero que ganes, claro, pero me preocupa más que algo pueda salir mal. No pudiste haber tenido suficiente tiempo para probar adecuadamente ese traje.
Eso era absolutamente cierto, pero Singh no iba a alarmar a Freyda admitiéndolo. Sin embargo, aun si se producía una talla en los sistemas — lo que siempre era posible, no importaba cuántas pruebas se hicieran de antemano—, no existiría un verdadero peligro: una pequeña armada de todoterreno lunares los acompañaba: vehículos de observación que llevaban gente de los medios de prensa, rodados lunares con los jefes de los grupos de partidarios, así como los entrenadores de los distintos competidores. Lo más importante de todo, una ambulancia con dotación completa y cámara de recompresión, que nunca se habría de hallar a más de unos cientos de metros.
Mientras se le colocaba el equipo en el camión del AriTec, Singh se preguntaba qué competidor iba a ser el primero que necesitara que lo rescataran. La mayoría se había conocido nada más que unas horas antes y se había intercambiado los clásicos deseos mentirosos de buena suerte. Originariamente se habían inscrito once concursantes, pero cuatro habían abandonado, dejando a AriTec, Gagarin, Clavius, Tsiolkovski, Goddard, CalTec y MIT. El corredor de MIT — un concursante desconocido llamado Robert Steel— todavía no había llegado, y se lo descalificaría si no apareciera dentro de los diez minutos venideros. Esa podría ser una jugarreta deliberada, pensada para confundir a la competencia o para evitar un examen muy minucioso de su traje espacial… si bien eso ya no tendría mayor importancia en esa etapa tan avanzada de la competencia.