—Te doy mi palabra. Soy un hippie.
El bar se estaba llenando. El tocadiscos automático dejó de funcionar y Mark se levantó.
—Voy a tocar algo para ti —dijo a su amigo—. Sacó una guitarra de doce cuerdas que estaba detrás de la barra y se sentó en el extremo de la sala. También esto formaba parte de su modo de vida: Czescu cantaba a cambio de bebida y comida en los bares. Mientras viajaban costa arriba, Mark había logrado alimentar gratis a los dos en la mitad de los lugares entre Los Angeles y Carmel. Era buen músico, tanto que parecía profesional, pero le faltaba disciplina. Cada vez que lograba un trabajo regular, no duraba en él más de una semana. Para Mark, los que ganaban grandes sumas eran magos poseedores de un secreto que él jamás llegaría a aprender del todo.
Mark tañó un acorde de prueba y luego inició una estrofa. La melodía era una vieja canción vaquera, Frías y limpias aguas.
Me paso el día ante la sucia tele, sin gota de cultura, Pura cultura.
Cháchara política a todo pasto y concursos con premios que duran demasiado y te hacen hablar de cultura. Pura... dulce... cultura.
Harvey mostró riendo su aprobación. Un hombre gordo que estaba ante la barra le envió una jarra de cerveza, y Mark dio las gracias con un movimiento de cabeza.
Hubo una breve pausa mientras Mark tañía la guitarra. Los acordes sonaban de manera discordante. Era evidente que estaban mal, pero no menos evidente que eran adecuados, como si Mark buscara algo que nunca podría encontrar.
Sigue sintonizando, amigo, eso te instalará en una tendencia.
La guitarra se detuvo y con voz seca, punteando las palabras, Mark añadió:
—Es casi tanto como lo que consigues de una vieja película de Bogart. ¡Pura, dulce, cultura! Leonard Bernstein dirige la orquesta sinfónica de Londres y los Rolling Stones en una deslumbrante exhibición de ¡cultura! Pura, dulce, cultura. Amigos, esta noche tenemos un debate entre los Trabajadores Agrícolas Unidos y veintidós amas de casa enloquecidas por el hambre armadas con cuchillos de carnicero. Es cultura. P-u-r-a, d-u-l-c-e, c-u-l-t-u-r-a.
«Dios mío, pensó Harvey, me gustaría grabar eso y reproducirlo durante una de las malditas reuniones del consejo ejecutivo en la emisora.» Harvey se recostó, disfrutando de aquel instante. Dentro de poco tendría que regresar a casa para cenar, volvería a Loretta, Andy y Kipling, y al hogar que amaba pero cuyo precio era tan condenadamente elevado.
El viento Santa Ana, cálido y seco, soplaba todavía de uno a otro lado de la depresión de Los Angeles. Harvey conducía con las ventanillas abiertas, la chaqueta amontonada en el asiento contiguo y la corbata encima del montón. Los faros revelaban a veces las laderas verdes de las colinas entre árboles desnudos y palmeras. Sumido en la total oscuridad veraniega del febrero californiano, Harvey estaba abstraído mientras conducía. Tarareaba la canción de Mark. «Un día, pensó, un día me las ingeniaré para introducir una cinta en el sistema de hilo musical, de modo que el setenta y cinco por ciento de los empleados y directivos de Los Angeles y Beverly Hills tendrán que escucharla.» Sólo se concentraba a medias en la carretera, entregado a pensamientos aislados que se desvanecían cuando algún coche delante de él reducía la velocidad y surgía como una ola el brillo de las luces de frenado.
Al llegar a lo alto de la colina giró a la derecha en dirección a Mulholland, después realizó otro giro a la derecha, hacia Benedict Canyon, y descendió ligeramente para dirigirse en línea recta a Fox. Fox Lañe formaba parte del conjunto de calles curvas y cortas entre casas construidas quince años atrás. Una de ellas pertenecía a Harvey, y era una cortesía de la Caja de Ahorros y Préstamos de Pasadena. Más abajo, siguiendo Benedict Canyon, se encontraba el desvío que conducía a Cielo Drive, donde Charlie Manson había demostrado al mundo que la civilización no es ni eterna ni segura. Después de aquella horrible mañana de domingo en 1969, se habían agotado las existencias de armas y perros guardianes en Beverly Hills. Los pedidos de pistolas tardaban semanas en servirse. Y desde entonces, a pesar de la pistola, la escopeta y el perro de Harvey, Loretta quería mudarse, deseosa de seguridad.
El hogar de Harvey era una gran casa blanca con tejado verde, precedida de una franja de césped bien cuidado, un árbol corpulento y un pequeño porche. Su valor de reventa era considerable, pues aunque se trataba de la casa menos cara, Harvey sabía bien que este último extremo es relativo.
Su casa tenía un camino de acceso convencional, no una gran senda circular como la casa de enfrente. Harvey dobló la esquina con rapidez, aminoró la marcha en el camino de acceso y abrió la puerta del garaje desde el interior del coche mediante un aparato electrónico. La puerta se abrió un instante antes de que llegara a ella, con una sincronización perfecta, y Harvey se anotó mentalmente un tanto. La puerta del garaje se cerró tras él, y permaneció un momento sentado en medio de la oscuridad. A Harvey no le gustaba conducir en horas punta, y lo hacía dos veces al día casi todos los días de su vida. Pensó que era un buen momento para darse una ducha. Bajó del vehículo, salió del garaje y desando el camino hacia la puerta de la cocina.
—Eh, Harv —gritó alguien con voz de barítono.
—¿Sí? —respondió Harvey. Era Gordie Vanee, el vecino de la izquierda, y se acercaba cruzando su césped y arrastrando su rastrillo. Se apoyó en la valla y Harvey le imitó, pensando mientras lo hacía en las caricaturas de amas de casa que cuchichean de esa manera. Pero a Loretta no le gustaba Marie Vanee, y de todos modos nunca se le ocurriría apoyarse en una valla—. ¿Qué hay, Gordie? ¿Cómo van las cosas en el banco?
La sonrisa de Gordie fluctuó.
—Van tirando. En cualquier caso, no creo que tengas ganas de una charla sobre la inflación. Oye, ¿tienes libre el fin de semana? Pensé que podríamos llevar a los chicos de excursión a la nieve.
—Chico, eso es estupendo. —Nieve limpia, pensó Harvey. Era difícil de creer que a menos de una hora de distancia, en las montañas cercanas a Los Angeles, había nieve espesa y un viento silvestre que soplaba entre la vegetación siempre verde, mientras ellos estaban allí, en mangas de camisa y en la oscuridad—. Pero no creo que pueda, Gordie. Voy a tener trabajo. —«O así lo espero, por Cristo», dijo para sus adentros—. Será mejor que no cuentes conmigo.
—¿Y qué me dices de Andy? Pensé que podría venir como jefe de patrulla.
—Es un poco joven para eso...
—No creas, tiene experiencia. Algunos chicos vienen de excursión por primera vez. Andy nos sería útil.
—Claro, está arriba, haciendo los deberes. ¿Adonde iréis?
—A la cumbre Cloudburst.
Harvey se echó a reír. El observatorio de Tim Hamner no estaba lejos de allí, aunque Harvey nunca lo había visto. Durante sus excursiones había pasado cerca, por lo menos una docena de veces.
Los dos vecinos comentaron los detalles. Con el viento Santa Ana la nieve se fundiría excepto en las cumbres más altas, pero sin duda habría nieve en las laderas septentrionales. Una docena de muchachos exploradores y Gordie. Parecía divertido, y lo era. Harvey meneó la cabeza con pesar.