Owen se quedó pensativo.
—Tal vez no sea necesario. Mira, no creo que haya más de cincuenta o sesenta personas en esa central. No presentarán batalla. Puede que haya bastantes más entre mujeres y niños, pero no estarán preparados para luchar. Y están aislados, no pueden tener mucha comida, ni munición, ni verdaderas defensas...
—¿Quieres decir que será fácil vencerlos? —preguntó Alim Nassor.
—¿Hasta qué punto será fácil? —quiso saber Hooker—. ¿Cuántos hombres serían necesarios?
Jerry se encogió de hombros.
—Dame doscientos hombres. Y algunas piezas de artillería. Morteros. Bastará alcanzar las turbinas con morteros para terminar con la electricidad. Y sin electricidad no podrán utilizar el reactor nuclear, que necesitan para las bombas. Si destruyes las turbinas, todo se viene abajo.
—¿Y estallará? —preguntó Alim Nassor. La idea le excitaba y asustaba a la vez—. ¿Habrá una gran nube en forma de hongo? ¿Y la contaminación? Tendremos que alejarnos rápido, ¿verdad?
Jerry Owen le miró con expresión divertida.
—No, no habrá una gran luz blanca ni una enorme nube en forma de hongo. Lo siento.
—Yo no lo siento —dijo Hooker—. Una vez nos hagamos con ese sitio, ¿puedes construirme algunas bombas atómicas?
—No.
—¿No sabes hacerlo?
Hooker mostró su decepción. Owen había hablado como si lo supiera todo. Y Owen se ofendió.
—Nadie puede hacerlo. Mira, no se pueden construir bombas atómicas con combustible nuclear. No es un material adecuado, no ha sido diseñado para eso, ni tampoco para estallar. Diablos, probablemente no conseguiremos una destrucción completa. Duplican o triplican las medidas de seguridad.
—Vosotros siempre decíais que no eran seguras —dijo Alim.
—No, claro que no lo son, pero hay que saber qué entendemos por seguridad. —Jerry Owen señaló con la mano hacia el norte, en dirección a la presa derruida y la anegada ciudad de Bakersfield, una serie de islas cubistas en un mar de suciedad—. Aquella era una central hidroeléctrica, ¿y era segura? La gente que no se atrevería a acercarse a una central nuclear vivía al lado de las presas.
—¿Entonces por qué la detestas? —preguntó Hooker—. Tal vez... Tal vez deberíamos salvarla.
—No, maldita sea —dijo Jerry Owen.
Alim miró a Hooker. Era una mirada que decía: «Ya has vuelto a darle cuerda.»
—Es demasiado, ¿no os dais cuenta? —preguntó Owen—. La energía atómica hace que la gente crea que los problemas pueden resolverse con la tecnología. Allenta el despilfarro. Tienes la energía, la usas y pronto necesitas más, de modo que sacas de la tierra diez mil millones de toneladas de carbón al año, con la consiguiente contaminación. Las ciudades llegan a ser tan grandes que se pudren en el centro. Surgen los guetos. ¿No lo veis? La energía atómica hace que sea fácil vivir fuera de equilibrio con la naturaleza, por algún tiempo, hasta que finalmente no es posible recuperar el equilibrio. El cometa nos ha dado una oportunidad de regresar al modo de vida para el que estamos hechos, a ser amables con la Tierra...
—De acuerdo, maldita sea —dijo Hooker—. Coge doscientos hombres y un par de morteros y vete a destruir esa central. Asegúrate de que el profeta sabe lo que haces. Tal vez se callará durante el tiempo suficiente para que me organice. —Hooker miró el mapa—. Vete a jugar, Owen. Nosotros iremos tras el verdadero enemigo.
Hooker pensó que Owen pediría voluntarios, y sonrió. Los más locos irían con Owen y dejarían en paz a Hooker por algún tiempo.
Adolf Weigley introdujo a Tim en una agradable habitación. Cierto que estaba atestada: una serie de gruesos cables pasaban por orificios practicados en una pared, se dividían, subdividían y extendían por conductos metálicos suspendidos debajo del techo. ¡Pero había luz eléctrica! Dos de las paredes estaban cubiertas por paneles verdes llenos de botones, lucecitas e interruptores, y todo estaba limpio como un quirófano.
—¿Qué es esto? —preguntó Tim—. ¿La sala de control?
Weigley se rió. Era un muchacho alegre, libre del síndrome del desastre, y hablaba con familiaridad de toda la tecnología. Su rostro lampiño le hacía parecer más joven de lo que era; casi todos los hombres de la fortaleza llevaban barba.
—No, es la sala de extensión de cables. Pero es el único sitio disponible para que pueda usted dormir. Ah... —Sonrió con malicia—. No se le ocurra tocar ningún botón.
—No se preocupe.
Tim miró los extintores de incendio, las luces parpadeantes y los gruesos cables, todo exactamente en su sitio, envuelto en una luz indirecta. Podía oír el rumor apagado de la energía.
—Deje su mochila ahí —le dijo Adolf—. Otras personas dormirán también en esta sala. Procure no quedarse en el medio, pues los operadores de turno tienen que trabajar aquí. A veces han de hacerlo con rapidez. —Su sonrisa se desvaneció—. Y algunas de estas líneas tienen un voltaje muy alto. Permanezca apartado.
—Desde luego. Dígame, Adolf, ¿cuál es su trabajo aquí?
Weigley parecía demasiado joven para ser un ingeniero, pero era corpulento como un obrero de la construcción.
—Soy aprendiz del sistema energético —dijo Weigley—, lo cual significa que lo hago todo. ¿Ya ha dejado sus cosas? Vamos. Me han dicho que le enseñe la instalación y le ayude a instalar la radio.
—Bien... ¿Así que lo hace todo?
Weigley se encogió de hombros.
—Cuando estoy de servicio me siento en la sala de control y tomo café y juego a cartas hasta que el operador de turno decide lo que hay que hacer. Entonces lo hago. Puede ser cualquier cosa. La lectura de los instrumentos, apagar un incendio, conectar un enchufe. Girar una válvula. Reparar una rotura en un cable. Cualquier cosa.
—Así que es usted una especie de robot de los ingenieros.
—¿Ingenieros?
—Los operadores de servicio.
—No son ingenieros. Todos empezaron como yo. Un día seré operador, si esto sigue funcionando. Mire, Hobie Latham empezó andando con raquetas de nieve en la Sierra, midiendo el espesor de la nieve para averiguar el aflujo de aguas que podríamos esperar en primavera, y ahora es el director de operaciones.
Salieron a la explanada llena de barro, rodeada de altos riberos de tierra en los que trabajaban los hombres, vertiendo cemento para reforzar la ataguía de seguridad de la central. Otros hombres hacían cosas incomprensibles con elevadores de cargas. La explanada bullía de una actividad al parecer caótica, pero todo el mundo parecía saber qué estaba haciendo.
Tim sintió una sensación de vulnerabilidad al pensar que se encontraba en los terrenos de la central y que el agua del exterior estaba a diez metros por encima de ellos. El Proyecto Nuclear San Joaquín era una isla hundida, rodeada por reparos de tierra levantados con bulldozers. Unas bombas se encargaban de la filtración a través de los muros de tierra. Una brecha en los reparos de tierra, o un día sin energía para las bombas, bastaría para que la central se inundara.
Los holandeses habían vivido siempre con aquellos conocimientos, y lo que habían temido llegó a ocurrir. No era concebible que Holanda hubiera sobrevivido a los maremotos que siguieron a la caída del cometa.
—Creo que el mejor lugar para instalar la radio es una de las torres de enfriamiento —dijo Adolf—, pero están separadas de la planta. Subió por una escalera de madera hasta el borde del ribazo y señaló con la mano.
A unos treinta metros de distancia emergían las torres de enfriamiento en medio del agua. Eran cuatro, rodeadas por un ribazo más pequeño que había sufrido fuertes filtraciones. Las bases de las torres estaban parcialmente inundadas. De cada una de ellas surgía un espeso humo blanco que iba ascendiendo hacia el cielo, hasta desvanecerse.