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—No van a tener problema para encontrar este lugar —dijo Tim.

—No.

—Vaya, creía que las centrales nucleares no contaminaban.

Adolf Weigley se rió.

—Eso no es contaminación. Es sólo vapor de agua. ¿Cómo iba a ser humo? Aquí no quemamos nada. —Señaló un estrecho puente de tablones que unía el ribazo con la torre más próxima—. Ese es el único camino, a menos que vayamos en bote. Pero sigo creyendo que es el mejor sitio para la radio.

—Yo también, pero no podemos transportar la antena por ese puente tan estrecho.

—Claro que podemos. ¿Está preparado? Vamos a buscar las cosas.

Tim subió con precaución la escalera empinada que zigzagueaba alrededor de la gran torre. Una vez más le impresionó la organización de la central nuclear. Weigley había ido a la explanada y regresó con hombres para transportar la radio, las baterías de automóvil y la antena, y fueron capaces de llevar todo aquel material a través del estrecho puente de madera en un solo viaje y volver a su trabajo. Sin preguntas, discusiones ni protestas. Tal vez la caída del cometa había cambiado algo más que las costumbres matrimoniales. Tim recordó haber leído en la prensa que el Proyecto Nuclear San Joaquín había estado plagado de huelgas y discusiones sobre qué sindicato representaría a los trabajadores, el precio de las horas extras, las condiciones de vida... Los problemas laborales habían retrasado la puesta en funcionamiento casi tanto como los ecologistas, los cuales habían puesto todo su empeño en impedir que nunca llegara a hacerlo.

Llegó a lo alto de la torre, que tenía quince metros de altura y cuya parte superior se encontraba a unos diez sobre el nivel del agua. La base de la torre estaba rodeada por una presa que dejaba entrar el agua, y las bombas funcionaban para mantener expeditas las aberturas de admisión. Había un fuerte viento en el fondo de la torre. Esta era grande, con más de sesenta metros de diámetro. La plataforma sobre la que estaba Tim era una gran placa metálica horadada por innumerables agujeros. Las bombas aspiraban el agua y la vertían en la plataforma, donde permanecía estancada con una profundidad de algunos centímetros e iba goteando al interior de la torre. Una docena de columnas cilíndricas más pequeñas se elevaban a seis metros por encima de la plataforma, y de cada una de ellas salía vapor. La plataforma vibraba con el zumbido de las bombas.

—Este es un buen lugar para la radio —dijo Tim. Miró dubitativamente el mar de San Joaquín y añadió—: Pero es un poco expuesto.

Weigley se encogió de hombros.

—Podemos colocar algunos sacos de arena, construir un refugio. También podemos instalar una línea telefónica desde aquí hasta la planta. Usted ha de decidir si quiere la radio aquí.

Tardaron una hora en instalar la antena direccional y afianzarla en una de las pequeñas columnas. Tim conectó la radio a las baterías. Cuidadosamente hicieron girar la antena direccional para que señalara veinte grados magnéticos, y Tim consultó su reloj.

—No estarán a la escucha hasta dentro de un cuarto de hora. Tomemos un descanso. Cuénteme cómo van las cosas aquí. Ha sido una verdadera sorpresa descubrir que estaban aquí, que la central funciona.

Weigley se apoyó en la barandilla.

—A veces me sorprende a mí también —confesó.

—¿Estaban aquí cuando...?

—Sí. Naturalmente, ninguno de nosotros creía que el cometa iba a chocar. Para el señor Price fue un día de trabajo como otro cualquiera. El absentismo laboral le puso furioso. Mucha gente no se presentó a trabajar. A mí y a otros nos envió al valle, para que llenásemos los depósitos de los camiones. Cargamos diesel, gasolina, todo lo que pudimos. En el desviadero del ferrocarril encontramos un vagón lleno de harina y judías, y el señor Price nos hizo cargar con todo. Fue una suerte que lo hiciera. No había mucha variedad, pero no pasamos hambre. ¿De qué se ríe?

—A los pescadores les ocurre lo mismo con la comida.

—¿Y quién no siente así? ¿Puede usted creer que nunca volverá a comer un plátano? A propósito, nos iría bien un poco de zumo de naranja. Estamos preocupados por el escorbuto.

—El naranjo se ha extinguido en California. A veces encontramos algún sobre de naranjada en polvo en un mercado inundado. —Cuanto más miraba Tim el muro de tierra entre él y el mar de San Joaquín, más grande le parecía—. Adolf, ¿cómo habéis podido levantar eso mientras el valle se inundaba?

—Nosotros no hubiéramos podido. Es una historia absurda. La idea inicial era emplazar la central más allá, cerca de Wasco. El señor Price la quería aquí, en la colina, porque las condiciones son más favorables para las torres de enfriamiento, y no teníamos que excavar los estanques tan hondos. A los directores del Departamento no les gustó, porque así la central era más visible.

—¡Oh, pero es hermosa! Es como una cubierta de Historias Asombrosas de los años 1930. ¡El futuro!

—Eso es lo que dijo el señor Price. En cualquier caso, situaron la central aquí, en la colina.

No era, con propiedad, una colina, sino un cerro bajo. La central no estaba a más de seis metros de altura por encima del valle que la rodeaba.

—Y una vez que hicieron el trabajo, los del Departamento se asustaron y construyeron los ribazos. No por alguna razón especial, sino para ocultar la central de modo que los ecologistas no pensaran en ella cuando pasaran por la autopista cinco. ¡Y entonces algunos de los bastardos que intentaron acabar con la central pusieron el grito en el cielo porque habíamos gastado más dinero de la cuenta en los ribazos! Pero resultó útil. Todo lo que tuvimos que hacer fue excavar con los bulldozers bastante tierra para llenar las grietas, los lugares por donde pasaban las carreteras y la vía férrea. Nos fue francamente bien, porque el nivel del agua subió rápidamente tras la caída del cometa.

—Desde luego. Yo tuve que conducir atravesando aquel mar —dijo Tim.

—¿Cómo fue eso?

Tim se lo explicó.

—¿Ha oído hablar alguna vez de los Holandeses Errantes?

Wigley meneó la cabeza.

—Pero no hemos tenido mucho contacto con gente de fuera. El alcalde Allen no creyó que fuera buena idea.

—Allen. Le he visto. ¿Cómo llegó aquí?

—Apareció poco antes de que el nivel del agua fuera demasiado alto. Estaba en el ayuntamiento cuando el maremoto asoló Los Angeles. Parece que fue algo horrible. En cualquier caso, se presentó al día siguiente con una docena de policías y funcionarios del ayuntamiento. Ya sabe, la ciudad de Los Angeles era propietaria de la central antes de que cayera el cometa...

—Así que el alcalde Allen es quien manda aquí.

—¡No! El jefe es el señor Price. El alcalde es un huésped, como usted. ¿Qué sabe ese hombre de centrales nucleares?

Tim no comentó que era Weigley quien le había dicho que el alcalde no quería contactos con el exterior.

—De manera que, al mantener la central en funcionamiento, se han librado de la catástrofe —dijo Tim—. ¿Qué piensan hacer con ella?

Weigley se encogió de hombros.

—Eso depende del señor Price. No ha sido tarea fácil mantener la central en marcha. Todo tiene que funcionar a la vez. Podemos producir un millar de megawatios.

—Con eso se podría iluminar...

—Diez millones de bombillas —dijo Weigley sonriendo.

—Es mucho, sí. ¿Hasta cuándo podrán mantener esa producción?

—Con plena capacidad, un año más o menos. Pero no trabajamos con plena capacidad, y nunca lo haremos. Se necesitan unos diez megawatios para que la planta funcione. Las bombas de enfriamiento, el equipo de control, las luces... ya sabe. Eso supone el uno por ciento de la capacidad, de manera que podríamos mantener ese nivel durante cien años. Pero tenemos otra serie de elementos combustibles, allá en el número dos.