Tim miró de nuevo la planta. Dos enormes cúpulas de cemento armado que contenían los reactores nucleares. Cada una tenía una serie de edificios rectangulares adosados, dentro de los que se encontraban las turbinas y el equipo de control.
—El número dos no funciona —dijo Weigley—. Ponerlo en marcha será nuestro primer trabajo una vez haya desaparecido el agua. Y entonces podremos producir veinte megawatios para que alguien los use. Podremos mantener esa producción durante cincuenta años.
—Cincuenta años...
Tim reflexionó en todo aquello. En cincuenta años Estados Unidos había pasado de los coches de caballos a una civilización motorizada. Se habían abierto minas, construido ciudades, descubierto la electrónica y los ordenadores, los vuelos espaciales se habían convertido en realidad. Y aquella sola central nuclear podía producir más electricidad de la que se generó en todo el país en los años veinte.
—Eso es estupendo —dijo Tim. ¡Dios mío, valía la pena venir aquí! Forrester tenía razón, dejar que le ocurriera algo a esta central no sería la solución óptima.
—¿Cómo? —Weigley le miró, confundido.
Tim sonrió.
—Nada. Es hora de que probemos si funciona la radio.
Entrar en la sala de conferencias era como regresar al pasado, a una reunión de una junta de directores. No faltaba nada: la larga mesa con cómodas sillas, blocs de papel, pizarras, tiza y borradores, y hasta punteros de madera. Tim se sintió conmovido. Se preguntó lo que Al Hardy daría por una sala de conferencias bien equipada, con tablones a los que adosar mapas y listas, y archivadores...
En la sala se discutía. Johnny Baker hizo una seña a Tim para que se sentara a su izquierda. Tim le susurró rápidamente que la radio emitía muchas interferencias, pero que funcionaba. Podían comunicarse con la fortaleza. No había más noticias. Baker le dio las gracias en voz baja y se volvió de nuevo a escuchar.
Los hombres, con variopintos atuendos, la mayoría armados y pálidos como espectros, excepto el alcalde Allen y un detective-investigador, negro, parecían espantapájaros humanos. Sus ropas eran viejas y sus zapatos estaban gastados. Unos meses atrás hubieran parecido totalmente fuera de lugar en aquella sala. Ahora la sala era la que parecía extraña. Las personas eran normales, con la salvedad de que estaban muy limpias.
Tim se tocó la barbilla recién afeitada. Parecía mentira que estuviera limpia. Allí había agua caliente para el baño y maquinillas de afeitar eléctricas. La lavadora-secadora no había dejado de funcionar desde que llegó el grupo de la fortaleza. La camisa, los pantalones y los calcetines de Tim estaban limpios y secos.
Tim trató de prestar atención a lo que decían. Oía la misma frase una y otra vez:
—No sabía que un ejército, nada menos, se disponía a atacarnos.
Barry Price no era tan robusto como el jefe de los trabajadores de la construcción, sentado ante él, pero no cabía duda de quién mandaba. Price vestía de caqui, y en el bolsillo de su camisa abultaban las plumas y lápices. De su cinto colgaba una calculadora de bolsillo. Cerca de él se encontraba un ayudante provisto de un bloc de notas. Su cabello bien cortado y cepillado y su fino y cuidado bigote le daban incluso un aspecto elegante.
—¿Qué ha cambiado entonces? —preguntó el ayudante—. Nunca fuimos populares.
—No, nunca lo fuimos. ¡Pero un ejército de caníbales es demasiado! —No era el calor lo que hacía sudar al jefe de los obreros bajo su casco de seguridad—. Barry, tenemos que largarnos de aquí.
—No hay ningún sitio donde ir.
—Tonterías. Podemos ir a la orilla occidental del mar, a cualquier parte. ¡Pero no quedarnos aquí! No podemos luchar con todo un ejército.
—Tenemos que hacerlo —dijo Price—. ¿Cómo podemos dejar que todo esto se lo lleve el diablo? ¡Robin, tú has trabajado tanto como el que más! Ahora tenemos aliados...
—Una docena de hombres. —Robin Laumer se inclinó por encima de la mesa hacia Barry Price. Era como si estuvieran solos en la sala; nadie les interrumpía—. Mira, todo tiene que funcionar, no puede fallar nada, ¿verdad?
—Sólo tienen que alcanzar las turbinas, el patio de maniobras, la sala de cables, la sala de control, y estamos listos. ¡Quedaremos sumergidos y nada volverá a funcionar de nuevo!
—Lo sé —dijo Price—. Por eso no dejaremos que nos alcancen.
—Hablo en serio, Barry. Yo me voy. Llevaré conmigo a los hombres que quieran seguirme. Tomaremos prestados sus botes, pero se los devolveremos.
—Mis botes no —negó Johnny Baker, que estaba sentado a la izquierda de Barry Price, frente al alcalde Allen—. No he traído los botes para ayudar a evacuar esta central.
Laumer pareció a punto de replicar, pero se limitó a encogerse de hombros.
—Pues cogeré los botes que ya teníamos aquí. De todos modos, uno de ellos es mío y me lo llevaré. Nos marchamos.
Se dispuso a salir de la estancia. Cuando pasó al lado de Tim Hamner, éste le dijo:
—Nunca volverá a estar limpio.
Laumer vaciló un instante y luego siguió su camino.
—¿No deberíamos detenerle? —preguntó Baker.
—¿Cómo? —replicó Price.
Baker no añadió más. Ninguno de ellos estaba dispuesto a detener a Laumer de la única forma que podrían hacerlo.
—¿Cuántos hombres se irán con él?
—No lo sé. Tal vez veinte o treinta del equipo de construcción. Quizá no tantos. Trabajamos como esclavos para salvar esta central. No creo que me abandone ninguno de mis operadores.
—Así que la planta podrá seguir funcionando.
—Estoy seguro de ello —dijo Price.
Johnny se volvió hacia el alcalde.
—¿Qué me dice de su gente, sobre todo de los policías?
—Dudo que ninguno se marche —dijo Bentley Allen—. Nos costó demasiado esfuerzo llegar hasta aquí.
—Magnífico —dijo Baker. Vio la expresión del rostro del alcalde y añadió—: Es magnífico que no huyan. Y naturalmente, Barry, usted se queda...
Price no parecía sereno ni orgulloso. Su aspecto era el de un hombre en agonía.
—Tengo que quedarme —dijo—. Ya he pagado ese billete. No, usted no sabe de qué va. Cuando cayó el maldito cometa, tuve dos opciones: ir en busca de alguien que se encontraba en Los Angeles o quedarme aquí y procurar salvar la central. Me quedé. —Apretó la mandíbula—. Bien ¿qué hacemos ahora?
—No puedo darle órdenes —dijo Johnny.
Price se encogió de hombros.
—Por mí, puede usted hacerlo. —Miró al alcalde Allen y éste hizo un gesto de asentimiento—. Por lo que a mí concierne, el senador Jellison está al frente de este estado. Tal vez es el presidente del país. Es más sensato que los otros.
—Vaya, también usted... —dijo Johnny Baker—. ¿De cuántos presidentes ha oído hablar?
—De cinco. Colorado Springs; Mose Jaw, de Montana; Casper, de Wyoming... En cualquier caso, me inclino por el senador. Denos las órdenes que desee.
Johnny Baker habló cautelosamente.
—No me ha entendido. Tengo órdenes de no darles órdenes a ustedes, sino sólo sugerencias.
Prince pareció incómodo y confundido. El alcalde Allen susurró algo a un ayudante, y luego Allen preguntó:
—¿No quiere obligarnos?
—Mire, yo estoy de su parte. Tenemos que mantener esta central en pie. Pero yo no estoy al frente de la fortaleza.
—Usted puede ser la persona de más alto rango... —dijo el alcalde Allen.
—¿Que trate de imponer las órdenes del senador? ¿Yo? Ni hablar.
—Bien, general. Las obligaciones feudales obligan en ambos sentidos, al menos si el rey es el senador Jellison. De modo que quiere atenuar sus imposiciones. Dígame, general Baker, ¿qué sugerencias tiene que hacernos?