Finalmente encontró la civilización: unas formas rectangulares en aquella oscuridad. La visibilidad era demasiado escasa para poder elegir. Intentó abrir algunas puertas, pero estaban cerradas por la presión del agua. Siguió nadando hasta que encontró un escaparate con el vidrio destrozado.
En su interior reinaba una oscuridad aterradora, pero Tim se obligó a entrar.
Se encontró en una gran estancia; al menos daba la impresión de que era grande. Una densa nube de niebla blanca a un lado resultó ser una estantería de libros en rústica convertidos en una pasta blanda y partículas flotantes. Aquella niebla le siguió cuando se alejó nadando. Encontró mostradores y estantes, mercancías amontonadas en el suelo, lleno de tesoros: lámparas, cámaras, radios, magnetófonos, televisores, botes de pintura, modelos plásticos, peceras, pilas, jabón, bombillas, cacahuetes salados en lata...
Eran muchas cosas, y la mayoría estropeadas. El aire de las botellas dejó de fluir bruscamente. Presa de pánico, Tim miró atrás, tratando de localizar a su compañero de inmersión, y entonces se dio cuenta de que a pesar de su entrenamiento se había sumergido sin un compañero. Era algo casi divertido. Antes de pensar en un compañero, era preciso disponer de más de un equipo de inmersión. Se tranquilizó y se contorsionó para alcanzar la válvula del regulador y abrir la reserva. Ahora sólo disponía de unos momentos, y los aprovechó para recoger objetos y meterlos en el saco atado a su cinturón.
Salió del almacén y subió a la superficie. Estaba bastante alejado del bote. Agitó los brazos hasta llamar la atención de los tripulantes, y el bote se acercó a él. Cuando le subieron a bordo estaba agotado.
—¿Has encontrado algo de comer? —quiso saber Horrie Jackson—. Nosotros encontramos algo con ese equipo de inmersión antes de que se agotara el aire. Si volvemos a Porterville puedo mostrarte muchos sitios donde hay comida. Tú bajas a buscarla y nos la repartimos.
Tim meneó la cabeza. Sentía una tristeza infinita.
—Era un almacén general —dijo.
—¿Puedes encontrarlo de nuevo?
—Creo que sí. Está debajo de nosotros.
Probablemente podría y habría mucho que salvar, pero estaba tan cansado que no le emocionaba gran cosa su hallazgo. Se volvió hacia Jason Gillcuddy, que probablemente era el único hombre que podría comprenderle.
—Cualquiera podía entrar ahí a comprar —dijo Tim—. Hojas de afeitar, servilletas de papel, calculadoras, libros. Cualquier podía adquirir esas cosas; y si trabajamos duro durante largo tiempo, tal vez algunos de nosotros podremos volver a hacerlo.
—¿Qué has subido? —le preguntó Horrie Jackson.
—Almacén general —dijo Adolf Weigley—. ¿Has conseguido algo de lo que hay en la lista de Forrester? ¿Disolvente? ¿Amoníaco? ¿Algo de eso?
—No. —Tim alzó la bolsa. Cuando la abrieron vieron que contenía un frasco de jabón líquido y unos prismáticos. Todos le miraron con extrañeza, excepto Jason Gillcuddy, el cual le dio unas palmaditas en el hombro.
—Hoy no estás en forma para volver a zambullirte —le dijo.
Horrie Jackson sacó más cosas de la bolsa de Tim. Anzuelos y sedal para pescar. Una lata de tabaco de pipa. Los cacahuetes... Horrie abrió la lata y la ofreció. Tim cogió unos cuantos. Tenían el sabor... de un cóctel en su apogeo.
—La inmersión puede hacerte tener ideas raras —dijo, y supo al instante que aquella no era la explicación. Todo el mundo que había perdido estaba allí, bajo el agua, convirtiéndose en basura.
—Toma, queda un sorbo —dijo Gillcuddy. Le pasó una botella de whisky que Tim no recordaba haber visto antes. Tomó un sorbo, que fue como una explosión de nostalgia en el paladar, y tiró la botella al agua.
Y allí, a lo lejos, como manchas siniestras en el horizonte, al este, estaban los botes de la Nueva Hermandad.
—Pon en marcha el motor, Horrie. Rápido, o nos darán alcance.
Tim se inclinó hacia adelante, tratando de ver más detalles, y tuvo que sujetarse para no perder el equilibrio cuando el motor se puso en marcha, pero no pudo ver más que un par de botes pequeños y otro mucho mayor... una gabarra, cargada con cosas.
—Creo que tienen una plataforma de artillería.
HOMBRES SACRIFICABLES
No era culpa suya que nadie les hubiera dicho que la verdadera función de un ejército consiste en luchar y que el destino de un soldado, al que pocos escapan, es sufrir y, si es necesario, morir.
Dan Forrester parecía cansado. Estaba sentado en la silla de ruedas que el alcalde Seltz había traído del centro de convalecencia del valle, y trataba de vencer al sueño. Estaba bien abrigado, con una manta, un anorak con capucha, una camisa de franela y dos suéters, uno de los cuales era tres tallas más grande que la suya. Una bala del calibre veintidós no le hubiera llegado a la piel.
El corral carecía de calefacción. Fuera, el viento soplaba a cuarenta kilómetros por hora, y algunas ráfagas doblaban esa velocidad. Llevaba en su seno nieve y cellisca. La oscilante linterna de gasolina iluminaba un espacio circular, dejando sombras de negrura lunar en los rincones del corral.
Tres hombres y dos mujeres se turnaban para hacer girar el mezclador de cemento, mientras otros iban cargando en él el polvo con palas. Dos paladas de polvo rojo, una de polvo de aluminio, mientras el mezclador de cemento giraba. Cuando los polvos estaban bien mezclados, otros hombres los recogían y los introducían en latas y tarros, cerrándolos herméticamente con yeso blanco fundido.
Maureen Jellison entró quitándose la nieve del pelo. Se quedó un momento mirando desde la puerta, y luego se aproximó a la silla de ruedas de Forrester. Este no la vio, y ella le tocó el hombro.
—Dan. Doctor Forrester.
—¿Sí?
—¿Necesita algo? ¿Quiere café o té?
El pensó lentamente en el ofrecimiento.
—No. No tomo café ni té. ¿Puede darme algo azucarado? Una coca-cola. O simplemente agua azucarada. Agua azucarada caliente.
—¿Está seguro?
—Sí, por favor. —Pensó que lo que necesitaba era insulina fresca. Allí nadie sabía prepararla. Si dispusiera de tiempo para ello, él mismo lo haría, pero primero... —Lo primero que debemos hacer es devolver a la fortaleza los beneficios de la civilización.
—¿Qué?
—Debí saber que me metería en una guerra —le dijo a Maureen—. Buscaba a los ricos. Los desposeídos estarían en algún lugar a su alrededor.
—Le traeré té —dijo Maureen. Se dirigió a los hombres que hacían girar el mezclador de cemento—. Harvey, papá quiere que vayas a la casa.
—De acuerdo. Brad, quédate con el doctor Forrester, y asegúrate...
—Ya sé —dijo Brad Wagoner—. Creo que debería dormir un poco.
—No puedo. —Forrester les había oído aunque estaba bastante alejado de ellos. Empezó a levantarse—. Ahora tengo que ir al otro corral.
—Diablos, quédese en la silla —gritó Wagoner—. Yo le empujaré.
Harvey siguió a Maureen fuera del corral. Se subió el cuello de la chaqueta para protegerse del viento, y caminaron un rato en silencio. Finalmente, él apretó el paso y se puso al lado de Maureen.
—Supongo que no hay nada de qué hablar —le dijo.
Ella meneó la cabeza.
—¿De veras estás enamorada de él?
Ella se volvió y le miró con una expresión extraña.
—No lo sé. Creo que papá quiere que lo esté. ¿No te parece irritante? ¡Todo por la política! Lo que papá quiere es la categoría de Johnny. Me parece que cree en Colorado Springs.