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—Bueno, desde luego sería conveniente.

—¿Así lo crees, Harv? Mira, Johnny y yo nos acostábamos antes de que tú me conocieras, y no porque me lo ordenaran.

—¿Ah, sí? —Harvey sonrió de repente y ella no supo por qué, pero no iba a mencionarle la arenga de Christopher—. ¿Tengo una posibilidad?

—No me lo preguntes ahora. Espera a que regrese Johnny, hasta que todo esto haya terminado.

¿Pero cuándo terminaría? Harvey rechazó aquel pensamiento, pues sería muy fácil caer en la desesperación. Primero la caída del cometa y la muerte de Loretta. La huida de pesadilla, acurrucado en el vehículo, con el peso muerto de su yo herido. La lucha para estar en condiciones de enfrentarse al invierno. Los glaciares ya habían pasado por allí una vez. Cada pedrusco de aquel valle era un recordatorio. Sentía el impulso de clamar a los cielos: ¿No era suficiente? ¿No bastaba ya, sin necesidad de caníbales, gases tóxicos y bombas de termita?

—No has dicho que no —dijo a Maureen—. Lo tendré en cuenta.

Ella no respondió, lo cual también era alentador.

—Sé cómo debes sentirte.

—¿De veras? —le preguntó ella en tono amargo—. Soy el premio de un concurso. Siempre lo tomé a broma. La pobre muchacha rica... Pero ya nada es divertido.

Llegaron a la casa y entraron en ella. El senador Jellison y Al Hardy habían extendido mapas sobre el suelo de la sala de estar. Eileen Hamner sostenía más papeles, las eternas listas de Hardy.

—Pareces helado —dijo Jellison—. Hay algo caliente en el termo. Yo no lo llamaría té.

—Gracias.

Harvey se sirvió una taza. El brebaje olía a cerveza de raíces y hierba, y sabía de un modo muy parecido, pero estaba caliente y le reconfortó.

—¿Hay progresos? —preguntó Hardy.

—Hasta cierto punto. Vamos produciendo bombas de termita, pero hay que fabricar las espoletas. En el corral de Hal están preparando una cosa tremenda que según Forrester será gas mostaza, pero no está seguro de cuánto tiempo lleva completar la reacción. Lo prepara lentamente para no correr riesgos.

—Puede que lo necesitemos más rápidamente de lo que creemos —dijo Jellison.

Harvey alzó la vista.

—¿Qué ocurre?

—Hace una hora hemos recibido un mensaje por radio de la gente de Deke —dijo Jellison—. No pudimos descifrarlo. Alice recibió otro mensaje en lo alto del monte Turtle.

—¿Alice? —preguntó Harvey incrédulo—. ¿El monte Turtle?

—Está en el campo visual tanto de Deke como nuestro —explicó Al Hardy—. Y últimamente las comunicaciones son mejores. Es un lugar ideal.

—Pero Alice es una niña de doce años.

Harvey le dirigió una mirada de extrañeza.

—¿Conoce a alguien que tenga más posibilidades de subir con un caballo a esa montaña, por la noche y con nieve?

Harvey empezó a decir que, naturalmente, debía haber alguien más apropiado, pero lo pensó mejor y no dijo nada. Era cierto que Alice y su caballo podían hacer cosas inverosímiles. Pero no parecía correcto enviar a una niñita en medio de la nieve y la oscuridad. ¿Acaso la civilización no consistía en eso, en proteger a Alice Cox?

—Entretanto —prosiguió Harvey—. Hemos llamado algunos refuerzos, por si acaso. Están cargando su furgón.

—Pero... ¿qué cree que decía Deke? —preguntó Harvey.

—No es fácil saberlo. —Jellison parecía cansado, tanto como Forrester, y tenía su mismo color grisáceo. El tono de su voz era sombrío—. ¿Sabía que la Nueva Hermandad trató de atacar la central nuclear esta tarde?

—No.

Harvey se sintió aliviado. La central nuclear estaba a más de ochenta kilómetros de distancia. Habían atacado a Baker. Al alivio siguió un sentimiento de culpabilidad, pero lo reprimió porque la culpabilidad era lo último que necesitaba ahora.

—¿Qué sucede?

—Fueron en botes —dijo Al Hardy—. Exigieron la rendición, y cuando el alcalde Allen les dijo que se fueran al infierno...

—¿Qué? ¡Espere! ¿El alcalde Allen?

Hardy mostró su irritación por verse interrumpido.

—El alcalde Bentley Allen está al frente de la central nuclear de San Joaquín, pero no conozco los detalles. La cuestión, Randall, es que la Nueva Hermandad sólo disponía de unos doscientos hombres para atacar la central. Eran pocos, el ataque no tuvo éxito y no lo repitieron.

Harvey miró a Maureen, que estaba guardando el termo, la miel y el azúcar moreno en un maletín. Se había enterado de la lucha en la central nuclear, pero no había reaccionado como si hubiera podido perder a alguien allí.

—¿Ha habido bajas? —preguntó Harvey.

—Ligeras. Un muerto, un miembro de la policía del alcalde, y tres heridos, no sé de cuánta gravedad. Ninguno de ellos era de los nuestros.

—Humm. Buenas noticias de todas partes. Conocía a Bentley Allen —explicó Harvey—. Sabía que el día del desastre estaba en su puesto, en el centro de Los Angeles. ¡Es extraordinario que haya podido sobrevivir! Sin embargo es curioso cómo suponemos que todo el mundo que no está en la fortaleza debe haber muerto.

Al, Maureen y el senador le miraron seriamente.

—No, no es tan divertido —rectificó Harvey—. Así que doscientos tipos de la Nueva Hermandad han atacado la central nuclear. Eso significa... ¿Qué significa? —Harvey siguió aquel pensamiento hasta una conclusión que no le gustaba—. Pensaron que la central caería fácilmente y enviaron el grueso de su fuerza a algún otro lugar. ¿Aquí? Claro. ¿Dónde iba a ser? Antes de que podamos prepararnos.

Hardy asintió, apretando los labios, en un gesto de disgusto.

—Maldita sea, hicimos lo que pudimos.

—Yo estaba al mando —dijo Jellison.

—Sí, señor, pero yo debí haber pensado en esto. Sólo nos ocupamos de prepararnos para el invierno. Nunca tuvimos tiempo de pensar en la defensa.

—Sí que lo hicimos —dijo Harvey—, pero no podíamos esperar que todo un ejército apareciera por el valle de San Joaquín.

—¿Por qué no? —preguntó Hardy—. Yo debí haberlo supuesto. Pero no lo hice y ahora todos tenemos que pagar por mis errores.

—Mire —insistió Harvey—. Si no nos hubiera hecho trabajar para tener comida, no habría nada por lo que luchar. No tiene que...

El receptor de radio al lado de Eileen sonó en aquel momento. La voz juvenil y chillona de Alice Cox les llegó claramente. Se notaba que estaba asustada, pero todas sus palabras eran inteligibles.

—Senador, soy Alice.

—Adelante, Alice —dijo Eileen por el micrófono.

—El señor Wilson informa que están sufriendo un fuerte ataque —dijo Alice Cox—. Son muchos, centenares. El señor Wilson dice que son más de quinientos, y que no puede contenerles. Ahora está haciendo salir a sus hombres, y quiere instrucciones.

—Maldita sea —dijo Harvey Randall.

—Dígale que les daremos órdenes dentro de cinco minutos —ordenó el senador.

Eileen asintió.

—Alice, ¿pueden esperar cinco minutos?

—Creo que sí. Se lo diré al señor Wilson.

—No parece sorprendido —dijo Harvey—. ¿Ya lo sabía?

—¿Sorprendido? No. Había confiado en que la Nueva Hermandad esperaría hasta que se agotara su plazo, pero no me ha sorprendido que no lo hayan hecho.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Harvey.

Al Hardy se inclinó sobre los mapas.

—Lo hemos estado haciendo desde que recibimos su ultimátum. He hecho que todos los hombres no imprescindibles para el trabajo de Forrester excavaran en estas colinas. —Señaló las líneas trazadas a lápiz en el mapa—. El jefe de policía Hartman y los suyos han trabajado ahí estos dos últimos días. George Christopher no regresará antes de tres. Confiamos en que traerá refuerzos, pero no podemos contar con ello. Los hombres de Hartman están agotados y no se encuentran en condiciones para excavar. Supongo que las superarmas de Forrester no están terminadas.