—No —dijo Harvey—. Esperaba disponer de una semana más.
—No tendremos tanto tiempo —musitó Jellison.
Al Hardy asintió.
—Harvey, usted ha estado trabajando todo el día, pero no excavando ahí fuera como los hombres de Hartman. Y alguien tiene que ir para hacernos ganar algún tiempo.
Harvey había esperado aquello.
—Se refiere a mí. —Vio que Maureen se había detenido, con el maletín lleno de miel y hierbas en la mano. Cerró la puerta, sin salir, y se quedó mirando a los hombres—. Es hora de que me gane el sustento —añadió Harvey.
—Más o menos —dijo Jellison. Miró a Maureen—. ¿Era importante lo que tenías que decirle?
Ella asintió.
—Puedes hablar con él antes de que se marche, dentro de una hora.
—Gracias —dijo Maureen, abriendo la puerta—. Ten cuidado, Harvey. Por favor —añadió antes de salir.
—Le daré algunos hombres —dijo Al Hardy con su tono firme habitual; ahora que la decisión estaba tomada volvía a ser el funcionario eficiente. Harvey pensó que le gustaba más cuando parecía preocupado—. No son los mejores que tenemos. Me temo que aún son niños.
—Hombres sacrificables —dijo Harvey Randall en tono neutro.
—Si es preciso.
Harvey pensó que lo peor de todo era que resultaba lógico. No pueden destinarse los mejores hombres a ganar tiempo. Los mejores se dedican a las trincheras, y se envían fuera aquellos de los que se puede prescindir. ¡Hardy podía prescindir de él! Y la fortaleza también...
—No esperamos milagros —dijo el senador Jellison—. Pero es importante.
—Desde luego —dijo Harvey.
—Vaya en su furgón —dijo Hardy—. Dentro hemos instalado el transmisor de radio. Lleve también un camión cargado de equipo y haga que ganemos algún tiempo. Días, a ser posible, o al menos horas. Como ha dicho el senador, no esperamos milagros. La gente de Deke se retirará luchando. Volarán los puentes y quemarán todo cuanto puedan en su camino. Vaya a encontrarse con ellos. Lleve sierras de cadena, dinamita y el torno en el furgón, para destrozar la carretera.
—Haga que tengan que ir a pie —dijo Jellison—. Que la Nueva Hermandad no pueda usar vehículos. Destroce esas carreteras. Eso nos dará un día de margen, tal vez más.
—¿Y cuánto tiempo estaré fuera? —preguntó Harvey.
Jellison se echó a reír.
—No puedo pedirle que se quede sentado por ahí hasta que le maten. Tal vez lo hiciera, si creyese que usted lo aceptaría... No importa. Deje pasar a la gente de Deke, luego vuelva a casa, y tarde tanto como puede en regresar. A menos que usted tenga una idea mejor.
Harvey meneó la cabeza. Ya había intentado pensar algo mejor.
—¿Lo hará? —preguntó Hardy abruptamente, como si tratara de descubrir si Harvey mentía.
—Sí —respondió Harvey en tono irritado.
—Muy bien —dijo Hardy—. Eileen, envía el mensaje a Deke. Está en marcha la operación tierra calcinada.
Las fuerzas de Randall consistían en una docena de muchachos, el mayor de los cuales tendría diecisiete años, dos muchachas, Harvey Randall y Marie Vanee.
—¿Qué diablos haces aquí? —le preguntó Harvey a Marie.
Ella se encogió de hombros.
—En estos momentos no necesitan una cocinera. —Estaba equipada para ir de excursión, con botas, gorro con orejeras y varias prendas de abrigo todas cubiertas por una chaqueta llena de bolsillos. Llevaba un rifle con mira telescópica—. He practicado un poco la caza del zorro, y puedo conducir, ya lo sabes.
Harvey miró el resto del grupo y trató de ocultar su decepción. Sólo conocía a algunos de ellos. Tommy Tallifsen, de diecisiete años, sería su segundo. No podía imaginar cuál sería la graduación de Marie.
—Tommy, tú conducirás la camioneta.
—De acuerdo, señor Randall. Barbara Ann vendrá conmigo, si no le importa.
Señaló a una muchacha que no tendría más de quince años.
—De acuerdo —dijo Harvey—. Bien, todos listos para partir. —Regresó al porche—. Por Dios, Al, son todos unos críos.
Hardy le miró entre decepcionado y disgustado. No le gustaba que pusieran reparos a sus decisiones.
—Es lo que tenemos. Mira, son muchachos granjeros. Saben disparar, y la mayoría de ellos han manejado dinamita antes. Además, conocen estas colinas muy bien. No los subestimes.
Harvey meneó la cabeza.
—Piensa que morirían si la Nueva Hermandad nos invadiera. Y Marie, tú, yo. ¡Diablos, no vas a luchar!
—No, con sólo cuatro escopetas sería imposible.
—No podemos prescindir de más armas. Y esos muchachos son los únicos disponibles. Anda, ve a trabajar. Estás perdiendo el tiempo.
Harvey hizo un gesto con la cabeza y dio media vuelta. Tal vez los jóvenes campesinos eran diferentes. Sería agradable creer... porque había visto demasiados chicos de ciudad, mayores que aquellos, en Vietnam, chicos que acababan de salir del campamento de instrucción, que no sabían luchar y estaban aterrados constantemente. Harvey había hecho un reportaje sobre ellos, pero el Ejército nunca había permitido su difusión.
Se dijo que no iban a luchar. Tal vez todo saldría bien.
Se detuvieron en el pueblo y cargaron material en el camión y en la baca del furgón. Dinamita, sierras de cadena, gasolina, picos y palas y un bidón de aceite para los motores. Cuando todo estuvo cargado, Harvey cedió el volante a Mane. El se acomodó en el asiento trasero, y dejó que uno de los muchachos se sentara delante con el mapa. Avanzaron por la carretera, alejándose del valle.
Harvey intentó hacer hablar a los muchachos, para conocerles, pero ellos no se mostraron muy cooperadores. Respondían cortésmente a las preguntas, pero permanecían ensimismados en sus pensamientos. Al cabo de algún tiempo, Harvey se reclinó en su asiento y procuró descansar. Pero aquello le recordó penosamente la última vez que había viajado con Mane en el furgón, y se irguió en el asiento.
Estaban abandonando el valle, y Harvey se sentía como desnudo, vulnerable. Había sufrido mucho, con Mark, Joanna y Marie, para llegar hasta allí. Se preguntó qué pensarían los muchachos. Y la chica, Marylou, cuyo apellido no podía recordar. Su padre era el farmacéutico del pueblo, pero ella nunca se había interesado por el negocio. De momento sólo parecía interesada por el muchacho a cuyo lado se sentaba. Harvey recordó que se llamaba Bill. Bill y Marylou habían conseguido una especie de beca para la universidad de Santa Cruz. A los demás les parecía extravagante que quisieran irse a estudiar tan lejos.
Marie condujo por los cerros en cuyo extremo finalizaba el valle. Harvey nunca había estado allí. En lo alto de los cerros se veían luces en movimiento. Eran los hombres del jefe de policía Hartman, que estaban cavando trincheras y todavía trabajaban a media noche a pesar del viento helado. Al pie del cerro, en la barricada de la carretera había un solo guardián acurrucado en el pequeño refugio.
En cuanto salieron del valle Harvey sintió que penetraban en el caos universal dejado por el cometa. Daba miedo seguir adelante. Harvey permaneció silencioso, conteniendo sus deseos de gritarle a Marie que diera media vuelta y regresaran a la seguridad. Se preguntó si los demás sentían lo mismo. Era mejor no hacer preguntas, que todos creyeran que nadie más estaba asustado, y así nadie huiría. El silencio no era natural.
La carretera estaba interrumpida en algunos tramos, pero los vehículos habían abierto caminos alrededor de la calzada rota. Harvey observaba lugares donde la carretera podría estar fácilmente bloqueada, y los señalaba a los demás ocupantes del vehículo. No podía ver mucho a través de la cellisca intermitente y la intensa oscuridad exterior. El mapa mostraba que estaban en otro valle, con una serie de cerros hacia el sur mucho más bajos que los que rodeaban la fortaleza.