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Aquél sería el campo de batalla. Por abajo pasaba un afluente del río Tule, la principal línea defensiva de la fortaleza. Más allá se extendía un territorio que Hardy no podría defender. Dentro de pocos días, quizá sólo dentro de unas horas, el valle por el que avanzaban será escenario de matanzas, un lugar de combate.

Harvey trató de imaginárselo. Un ruido incesante, el tartamudeo de las ametralladoras, los estampidos de los rifles, las bombas de dinamita y los morteros. Y por encima de todo los gritos de los heridos y moribundos. Allí no habría helicópteros ni hospitales de campaña. En Vietnam a menudo los heridos eran trasladados a los hospitales con mayor rapidez que a los heridos en un accidente de tráfico en la vida civil. Aquí tendrían que correr sus riesgos.

Pero él no. ¿Quién dijo que «un ejército racional echaría a correr»? Pero correr, ¿hacia dónde?

A la Sierra. Podría ir en busca de Gordie y Andy. Volver con su hijo. Un hombre se debe ante todo a sus hijos... «¡Basta!, se dijo. Actúa como un hombre.»

¿Acaso actuar como un hombre significa permanecer sentado tranquilamente mientras le llevan a uno al matadero?

Sí, algunas veces. Esta vez. Se propuso pensar en otras cosas. En Maureen. ¿Tenía una posibilidad? Tampoco esa clase de pensamientos era satisfactoria. Se preguntó por qué le interesaba tanto Maureen. Apenas la conocía. Habían pasado una tarde juntos, y parecía que eso había sido mucho tiempo antes, e hicieron el amor. Y después lo repitieron tres veces más, furtivamente. No era mucho para pensar en una vida en común. ¿Le interesaba porque era una promesa de seguridad, poder e influencia? No lo creía, estaba seguro de que había algo más, pero objetivamente no podía encontrar motivos. ¿La fidelidad? Fidelidad a la mujer con la que había tenido una relación adúltera; en cierto modo, una especie de fidelidad a Loretta. Aquello no le llevaba a ninguna parte.

Algunas luces eran visibles en la oscuridad; granjas diseminadas por el campo de batalla, lugares aún no abandonados. A Harvey no le concernían. Se suponía que sus ocupantes ya sabían lo que ocurría. Siguieron avanzando en silencio hasta llegar a la confluencia meridional del río Tule. Cruzaron el río. Ya no había posibilidad de retorno. Estaban más allá de las defensas de la fortaleza, más allá de toda ayuda. Harvey notó la tensión entre los ocupantes del vehículo, y sintió que aquello le consolaba de una manera extraña. Todos tenían miedo, pero nadie lo decía.

Giraron al sur y pasaron entre unos cerros que se abrían a otro valle. La tierra parecía más nivelada y lisa a ambos lados de la carretera. Harvey se detuvo y colocó minas de fabricación casera: botes con clavos y vidrios rotos envueltos en dinamita y percutores; cartuchos de escopeta apuntados hacia arriba y escondidos en una tabla de madera agujereada.

Marie le observó perpleja.

—¿Cómo harás para que no pasen por aquí? —le preguntó.

—Para eso está el aceite de motor. —Bajaron el pesado barril y lo dejaron a un lado de la carretera—. Una vez hayamos pasado, agujerearemos el barril a tiros. Cuando el aceite cubra la carretera nadie podrá andar por ella, ni pasar en coche.

Siguieron avanzando por colinas y valles, a través de un paisaje ondulado. A quince kilómetros de la fortaleza pasaron junto al primer camión de Deke Wilson. Iba lleno de mujeres, niños y hombres heridos, enseres domésticos y víveres. Encima y a los lados de la caja del camión había cestos atados y cargados de cosas, ollas y sartenes, muebles inútiles, alimentos y fertilizantes, y preciosas municiones.

La caja estaba cubierta por un toldo, bajo el que se acurrucaba más gente junto con más cosas, sábanas, mantas, una jaula sin pájaro. Patéticas posesiones, pero todo lo que tenía aquella gente.

Unos kilómetros más allá encontraron más camiones, y luego dos coches. El conductor del último no sabía si les seguía alguno más. Cruzaron un amplio arroyo, y Harvey se detuvo y colocó dinamita, dejando las mechas señaladas con piedras, para que cualquiera de su grupo pudiera descubrirlas y volar el puente.

El cielo estaba teñido de un débil color rojo hacia el este, cuando llegaron a la cima de la última colina antes de llegar a los pequeños cerros ondulantes donde se encontraba la granja de Deke Wilson. Se acercaron cautelosamente, temiendo que la Nueva Hermandad hubiera llegado más lejos que la gente de Deke e interceptado la carretera. Se detuvieron a escuchar. A lo lejos se oían estampidos dispersos.

—Bien —dijo Harvey—. Vamos a trabajar.

Cortaron árboles y construyeron un laberinto en la carretera, un sistema de árboles caídos entre los que podría pasar un camión, pero sólo lentamente, deteniéndose para hacer marcha atrás y girando cuidadosamente. Prepararon bombas de dinamita y las colocaron en lugares convenientes para arrojarlas a la carretera. Luego Harvey envió a la mitad de los muchachos a los lados y al resto colina abajo. Cortaron árboles en parte, de manera que pudieran derribarse con facilidad. Los demás se alinearon a los lados, y Harvey pudo oír el ruido de las sierras de cadena y a veces el fragor de medio cartucho de dinamita.

El color rojo tras la Sierra Alta era más intenso cuando regresaron los grupos de trabajo.

—Sólo hay que cortar un par de árboles más y colocar una carga para que la carretera quede bloqueada durante horas —informó Bill—. No costará demasiado.

—Creo que deberíamos hacerlo ahora —dijo alguien.

Bill miró a su alrededor y luego de nuevo a Randall.

—¿No deberíamos esperar al camión del señor Wilson?

—Sí, esperemos —dijo Marie—. Sería terrible que impidiéramos pasar a nuestra propia gente.

—Claro —convino Harvey—. El laberinto detendrá a los de la Hermandad si llegan primero. Descansemos un poco.

—Los tiros se oyen más cercanos —dijo uno de los muchachos.

Harvey asintió.

—Eso parece, aunque es difícil asegurarlo.

—Ha llegado oficialmente el alba —anunció Marie—, según la definición musulmana. Cuando puedes distinguir un hilo blanco de otro negro. Lo dice el Corán. —Se quedó silenciosa, escuchando, y al cabo de un momento dijo—: Alguien se acerca. Oigo el ruido de un motor.

Harvey sacó un silbato del bolsillo y lo hizo sonar. Gritó a los muchachos más próximos para que se desparramaran y salieran de la carretera. Esperaron mientras los ruidos del camión se aproximaban. El vehículo salió de la curva y se detuvo con un chirrido de frenos poco antes de llegar al primer árbol. Era un camión grande, todavía un objeto amorfo bajo la luz gris.

—¿Quién está ahí? —gritó Harvey.

—¿Quién es usted?

—Bajen del camión. Pónganse a la vista.

Alguien saltó de la caja del camión y permaneció de pie en la carretera.

—Somos gente de Deke Wilson —gritó—. ¿Quién está ahí?

—Nosotros somos de la fortaleza.

Harvey empezó a andar hacia el camión. Uno de los muchachos estaba mucho más cerca. Se encaramó a la cabina y miró al interior. Entonces retrocedió rápidamente.

—No es...

No pudo terminar la frase. Se oyeron disparos de pistola y el muchacho quedó tendido en el suelo. Algo golpeó a Harvey en el hombro izquierdo y le derribó hacia atrás. Hubo más disparos. Varios hombres saltaron del camión.

Marie Vanee fue la primera en disparar. Surgieron más disparos desde los lados de la carretera y las rocas de encima. Harvey se esforzó para encontrar su rifle. Lo había dejado caer, y palpaba el suelo a su alrededor.

—¡Cuerpo a tierra! —gritó alguien.