Un objeto chisporroteante aterrizó delante del camión y rodó hasta quedar debajo. Nada sucedió durante una eternidad, y se oyeron más disparos. Luego estalló la dinamita. El camión se levantó ligeramente, el olor de la gasolina impregnó el aire, y al final estalló en una columna de fuego. Las llamas danzaron en el aire, y Harvey pudo notar su calor en el rostro. Pudo ver formas humanas en el fuego. Hombres y mujeres envueltos en llamas que gritaban y se agitaban. Hubo más disparos.
—Basta. Alto el fuego. Estáis desperdiciando munición. —Marie Vanee corrió hacia el camión en llamas—. ¡Basta!
Cesó el tiroteo y no se oyó más sonido que el crepitar de las llamas.
Harvey encontró al fin su rifle. El hombro izquierdo le temblaba y temía mirar, pero se obligó a hacerlo, esperando ver un agujero sanguinolento. Pero no había nada. Lo tocó y sintió dolor, y cuando se abrió la chaqueta descubrió un gran morado. Pensó que había sido una bala rebotada, a la que había detenido la gruesa chaqueta. Se levantó y bajó a la carretera.
La muchacha, Marylou, trataba de acercarse más al fuego, y dos muchachos la sujetaban para que no lo hiciera. No decía nada, sólo luchaba para liberarse de ellos, mirando fijamente el camión en llamas y los cuerpos tendidos cerca.
—Estaba muerto cuando cayó al suelo —le gritó uno de los muchachos—. Muerto, maldita sea. No puedes hacer nada.
Ahora parecían aturdidos, mientras contemplaban los cadáveres y el fuego.
—¿Quién era? —preguntó Harvey, señalando al muchacho muerto cerca de la cabina del camión. El chico yacía boca abajo y tenía la espalda en llamas.
—Bill Dummery —dijo Tommy Tallifsen—. ¿No deberíamos...? ¿Qué hacemos, señor Randall?
—¿Sabéis dónde colocó Bill las cargas?
—Sí.
—Vamos allá. Las encenderemos.
Bajaron por la falda de la colina. La visibilidad aumentaba con rapidez. A unos doscientos metros encontraron una roca que sobresalía sobre la carretera. Tommy la señaló. Cuando Harvey se agachó para encender la mecha, Tommy le tocó el hombro.
—Viene otro camión —le dijo.
—Oh, mierda. —Harvey buscó la mecha de nuevo. Tommy no dijo nada. Finalmente Harvey se levantó—. Estallará antes de que lleguen aquí. Vuelve a la colina y avisa a los demás. De todos modos no podrán pasar con ese camión ardiendo en medio. No te acerques hasta saber quién es.
—De acuerdo.
Harvey esperó, maldiciéndose a sí mismo, a Deke Wilson, a la Nueva Hermandad, a Bill Dummery, con una beca para Santa Cruz y a una muchacha llamada Marylou. Había sido culpa suya.
El camión ascendió por la colina. Iba cargado de gente, sin enseres domésticos. En una baca encima de la cabina, dos niños con abultados impermeables se agachaban para protegerse del viento. Cuando el camión se aproximó Harvey reconoció al hombre que iba de pie en la caja, al lado de la cabina. Era uno de los granjeros que había ido con Wilson a la fortaleza, un tal Vinge.
Los ocupantes del camión eran mujeres, niños y hombres con vendajes sanguinolentos. Algunos yacían en la caja del camión, y permanecían inmóviles mientras el vehículo sobrecargado cambiaba de marcha y subía por la ladera. Harvey dejó que pasaran y entonces encendió la mecha. Echó a correr. La dinamita estalló detrás de él, pero la roca no cayó a la carretera.
El camión se detuvo en el laberinto de troncos. No había duda de quiénes iban en él. Los muchachos salieron de sus escondrijos. Vinge saltó de la cabina. Parecía cansado, pero no estaba herido.
—¡Teníais que bloquear la maldita carretera después de que pasáramos! —gritó.
—¡Vete al diablo! —exclamó Harvey airado. Intentó dominarse. El camión estaba lleno de heridos, mujeres y niños, y todos ellos parecían medio muertos de agotamiento. Harvey, apenado, meneó la cabeza y llamó a Marie Vanee—: ¡Trae el furgón! Tendremos que usar el torno para abrirles paso.
Tardaron media hora en serrar dos troncos y apartarlos del camino para que el camión pudiera pasar. Mientras trabajaban, Harvey envió a Tommy Tallifsen para que tratara de nuevo de mover la roca. Al ritmo con que la estaban usando, agotarían allí mismo la dinamita, cuando quedaban aún muchos kilómetros de carretera por bloquear. Esta vez la roca rodó. Formó un obstáculo formidable, sin ningún acceso fácil a su alrededor. Otros muchachos con las sierras de cadena derribaron más árboles sobre la carretera.
—Ya está —gritó uno de los muchachos—. Podéis seguir.
Vinge se acercó a la cabina del camión, en la que se hacinaban cuatro personas. El conductor era un adolescente que no tendría más de catorce años, apenas lo bastante corpulento para llegar a los pedales.
—Cuida de tu madre —le gritó el granjero.
—Sí, señor —respondió el muchacho.
—En marcha —dijo el granjero—. Y... —Meneó la cabeza—. Adelante.
—Adiós, papá.
El camión empezó a deslizarse.
El granjero volvió al lado de Harvey Randall.
—Me llamo Jacob Vinge —le dijo—. Vamos a trabajar. No vendrá ninguno más de nuestra zona.
El fragor de la batalla se oía mucho más cercano. Harvey podía ver el otro lado de las colinas y el mar de San Joaquín. Había columnas de humo que señalaban las granjas en llamas, y los continuos estampidos de pequeñas armas de fuego. Producía una impresión extraña saber que hombres y mujeres luchaban y morían a menos de dos kilómetros de distancia y, no obstante, no ver nada. De repente se oyó la voz de uno de los muchachos:
—Hay gente corriendo.
Los hombres se desparramaban por la colina a menos de un kilómetro de distancia. Corrían vacilantes, sin ningún orden, y pocos iban armados. Harvey pensó que huían aterrorizados. No era una retirada con lucha, sino una huida.
Bajaban al valle y se dirigían a la colina que ocupaban las fuerzas de Randall.
Una camioneta apareció en lo alto del cerro siguiente. Se detuvo y varios hombres bajaron de ella. Harvey se sobresaltó al ver más hombres a pie a cada lado. Habían llegado tan cautelosamente que no los había visto acercarse. Hicieron gestos a los de la camioneta, y un hombre que iba en la caja se levantó y, apoyándose en la cabina, exploró el terreno con unos prismáticos. Avanzaron tras los hombres que huían colina arriba, hacia Harvey, se detuvieron un momento y luego pasaron a la carretera y examinaron con cuidado cada uno de los bloqueos de Harvey. Ahora el enemigo tenía rostro y, a su vez, conocía el rostro de Harvey Randall.
En menos de cinco minutos el valle y los cerros aparecieron llenos de hombres armados que avanzaban cautelosamente, extendiéndose a cada lado. Se acercaban a Harvey.
Los fugitivos subieron penosamente la colina y pasaron junto a los hombres y los camiones de Harvey. Jadeaban como si se encontraran en la fase final de una pulmonía. Iban desarmados y en sus ojos muy abiertos se reflejaba el terror.
—¡Alto! —gritó Harvey—. ¡Quedaos y luchad! ¡Ayudadnos!
Ellos siguieron huyendo, como si no le oyeran. Uno de los muchachos de Harvey se levantó, miró atrás y vio el avance cauteloso e inexorable de la línea enemiga. Presa del pánico, echó a correr para unirse a los fugitivos. Harvey le gritó, pero el muchacho siguió corriendo.
—Menos mal que los demás se han quedado —dijo Jacob Vinge—. Yo... Diablos, también quisiera echar a correr.
—Lo mismo que yo.
Las cosas no salían según lo planeado. La Nueva Hermandad no ascendía la colina para limpiar la carretera, sino que se desplegaban en abanico a ambos lados, y Harvey no tenía suficientes hombres para defender su posición. Confiaba en retrasarlos más, pero era evidente que no lo conseguiría. Si no se marchaba en seguida, les cortarían el paso.
—Tenemos que marcharnos.
Sacó el silbato y lo hizo sonar con fuerza. Los hombres que avanzaban abajo apretaron el paso.