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—Tenemos que intentarlo —dijo Harvey.

Tallifsen pareció dubitativo. Harvey sabía en qué estaba pensando. Todos estaban agotados, habían perdido cinco hombres, uno muerto de un tiro mientras trabajaba con la sierra, los otros cuatro desaparecidos. Tal vez habían huido, o los habían capturado, o herido, o estaban tendidos en las colinas. No lo sabían. No subieron a los camiones cuando llegó el momento de echar a correr, y la Nueva Hermandad estaba demasiado cerca para buscarles. Y huir se había convertido en un hábito. ¿Qué podían hacer ocho hombres exhaustos para detener a una horda que se abalanzaba hacia ellos como una marea?

—Oscurecerá dentro de un par de horas —dijo Harvey—. Entonces podremos descansar.

—¿Tú crees? —preguntó Tallifsen. Pero volvió al trabajo y se puso a cavar bajo otra roca, encima de la carretera. Otros la rodearon con el cable del torno. No disponían de suficiente dinamita para volar cada roca que encontraban.

Una hora antes de que oscureciera tuvieron que salir corriendo de la Hondonada Hambrienta y cruzar las colinas próximas. Cruzaron el riachuelo del Ciervo, deteniéndose tan sólo para encender la mecha de la dinamita que habían colocado allí. Cuando subieron a la siguiente colina vieron que ya había hombres allí.

Harvey tardó un momento en darse cuenta de que eran amigos. Steve Cox y cerca de un centenar de hombres habían sido enviados desde el rancho para defender aquella colina. Las fuerzas de la fortaleza ya habían dejado de huir. Ahora tendrían que disponerse a luchar. Cox había extendido sus fuerzas a lo largo de la colina, en trincheras. Harvey y sus muchachos, los pocos que le quedaban, podían descansar. Había incluso cena fría y un termo con té caliente.

—Tenemos los pies destrozados —le dijo Harvey a Steve Cox—. No seremos de mucha ayuda.

Cox se encogió de hombros.

—No importa. Dormid bien. Nosotros les tendremos a raya.

Harvey quiso decirle que era un estúpido. El enemigo contaba con un millar de hombres y ellos eran cien. Los otros iban armados hasta los dientes y nada podía detenerles.

—¿Has traído...? ¿Qué tal el trabajo de Forrester? ¿Tenéis algunas de sus superarmas?

—Granadas de termita. —Cox mostró a Harvey una caja que contenía unos objetos parecidos a terrones de arcilla cocida, con mechas adheridas. Cada uno tenía unos quince centímetros de diámetro, y una cuerda de nylon de unos sesenta centímetros—. Hay que encender la mecha y hacerla girar —dijo Cox—. Luego la arrojas.

—¿Funcionan?

—Desde luego —dijo Cox con entusiasmo—. Algunas explotan como bombas. Otras sólo se abren, pero aun así arrojan fuego a unos tres o cuatro metros. Verás el susto que van a dar a esos malditos caníbales.

—¿Pero y las demás armas? ¿El gas de mostaza?

Cox volvió a encogerse de hombros.

—Están trabajando en eso. Hardy dice que aún tardarán algún tiempo. Por eso estamos aquí.

En el valle de abajo, los primeros efectivos de la Nueva Hermandad habían alcanzado el puente en ruinas. El río del Ciervo estaba crecido, corría velozmente y el puente había desaparecido por completo. Los pocos hombres que habían tratado de vadearlo, desistieron rápidamente. El ejército de la Hermandad se detuvo y luego empezó a desparramarse por las orillas. Algunos hombres siguieron corriente arriba hasta perderse de vista. Otros dieron media vuelta y regresaron en dirección al mar, que se encontraba a varios kilómetros al oeste.

—Van a rodearnos —dijo Harvey nerviosamente.

—No. —Cox sonrió. Señaló corriente arriba, hacia la imponente Sierra—. Tenemos aliados allá arriba. Unos quince indios Tule, algunos de los refuerzos de Christopher. Tipos duros. Duerme un poco, Randall. No llegarán aquí ni esta noche ni mañana. Tenemos una buena posición. Los rechazaremos.

—Creo que Cox está loco —le dijo Harvey a Marie—. Yo he visto... Nosotros hemos visto luchar a la Nueva Hermandad. Él no.

—Han recibido nuestros mensajes por radio —dijo Marie. Se tendió en el asiento trasero del furgón—. Qué agradable es descansar. Podría dormir una semana entera.

—Yo también.

Pero Harvey no durmió. El furgón estaba aparcado en el extremo de la colina, al otro lado del río del Ciervo. Harvey había enviado a los muchachos a una granja próxima donde podrían descansar adecuadamente. Sabía que debería unirse a ellos, pero estaba preocupado. Había aprendido a respetar a quienquiera que se encontrara al frente de la Nueva Hermandad. El enemigo no había desperdiciado un solo hombre, nunca había expuesto temerariamente a los suyos, y sin embargo había avanzado más de veinte kilómetros en menos de un día.

El, en cambio, había gastado imprudentemente gasolina y municiones. Aquella era una guerra sin concesiones. El territorio de la Nueva Hermandad debía habérsele quedado pequeño, y ahora tratarían de apoderarse de la fortaleza para tener nuevos suministros.

Con la llegada de la noche se levantó un viento frío, pero cesó la cellisca. Unas pocas estrellas aparecieron diseminadas por los claros entre nubes, puntos de luz parpadeantes demasiado alejados para reconocerlos como constelaciones. Harvey recordó una sauna caliente seguida de un chapuzón en el agua fría de una piscina, bajo un fuerte sol; se vio conduciendo el furgón por la ardiente belleza desierta de la Baja California, para nadar finalmente en un océano de aguas calientes como una bañera, nadando sobre las olas enormes de Hermosa Beach y tendiendo una toalla para echarse sobre una arena demasiado caliente para andar por ella.

Les llegaban desde el valle los ruidos de los camiones enemigos y de los hombres que movían objetos pesados. No había forma de saber qué estaban haciendo. Cox había dispuesto patrullas que vigilaban posibles infiltraciones, pero el mando enemigo seguía otra táctica: sus hombres disparaban sus armas a intervalos regulares, gritaban, lanzaban granadas y piedras al otro lado del río, y a menudo los rancheros respondían, disparando ciegamente a la oscuridad, con lo que perdían munición y sueño.

Harvey sabía que aquello era lo que pretendía la Hermandad, pero saberlo no le servía de ayuda. Durmió irregularmente, despertándose con demasiada frecuencia. Marie se agitó en el asiento, detrás de él.

—¿Estás despierto? —susurró.

—Sí.

—¿Quién era ese tipo del camión, el de los prismáticos? ¿Lo sabes?

—Probablemente el sargento, Hooker. ¿Por qué?

—Si le das un nombre asusta menos. ¿Crees que podemos ganar? ¿Es Hardy bastante listo para eso?

—Claro —dijo Harvey.

—Siguen avanzando. Como una máquina, una gran máquina trituradora.

Harvey se incorporó. En algún lugar estalló una granada, y Cox gritó que no gastaran munición.

—Esa es una imagen aterradora —dijo Harvey—. Por suerte no es la adecuada. No, no es como una máquina de triturar carne, sino una de esas estructuras cinéticas en las que el artista invita a una horda de periodistas a permanecer a su alrededor y beber mientras contemplan cómo la máquina se autodestruye.

La risa de la mujer pareció forzada.

—Bonita imagen, Harv.

Demonios, mi vida era la creación de imágenes, antes de dedicarme a partir piedras y destrozar carreteras. Solía pensar en las batallas como un juego de ajedrez, pero no son así. Es como esos montajes. El director, los realiza, sabiendo que las piezas se oprimirán unas a otras, y que no las domina todas. La mitad de ellas están controladas por un crítico de arte que le odia. Y cada uno de ellos trata de cerciorarse de que él se quedará con las piezas sobrantes cuando el juego haya terminado, por lo que tienen que repetirlo una y otra vez.