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—Y nosotros somos algunas de las piezas —dijo Marie—. Espero que Hardy sepa lo que está haciendo.

Por la mañana aumentó la excitación en el campamento de la fortaleza. Durante la noche se había presentado Stephen Tallman, vicepresidente del Consejo de Tule, para decir que sus guerreros estaban atrincherados al este, y que había más en camino. Los rumores aumentaron. Se dijo que George Christopher iba a regresar y que tenía cien, doscientos, mil rancheros armados que había reclutado en las colinas. A todo el que lo pusiera en duda se le hacía callar.

Pero era cierto que había cincuenta indios al este, y todos los rancheros hablaban de lo duros que eran y de que serían unos grandes aliados. Se contaban otros relatos, uno de ellos sobre un intento nocturno de la Nueva Hermandad para atravesar el río del Ciervo, a ocho kilómetros corriente arriba, y cómo los indios de Tallman los habían rechazado y matado a docenas, y la Nueva Hermandad había huido. Cuando Harvey habló con los demás, no encontró a nadie que hubiera visto la batalla. Sólo algunos afirmaban haber hablado con alguien que había participado en ella. Todo el mundo tenía un amigo que había hablado con Tallman en persona, o con Stretch Tallifsen, el cual estaba con los hombres del rancho enviados corriente arriba para defender el extremo occidental de la línea.

Siempre era así. Los nuevos combatientes eran demonios encarnados, que atacarían al enemigo como otras tantas máquinas de picar carne. Y los nuevos combatientes también pensaban siempre lo mismo. Pero podría ser cierto... A veces lo era... Tal vez ganarían, después de todo. La Nueva Hermandad sería detenida, y ni siquiera sería necesaria toda la fuerza de la fortaleza para hacerlo.

Al Este se disiparon las nubes, y el sol apareció con un brillo insólito. El día avanzó sin que sucediera nada. Los rancheros y la línea de tiradores de la Hermandad intercambiaban disparos esporádicos, de escaso efecto. Entonces...

Aparecieron camiones sobre la colina contraria. No parecían camiones. Tenían un aspecto extraño, pues les habían colocado delante unas grandes estructuras de madera. Bajaron la ladera a no demasiada velocidad, pues con todo aquel peso delante eran difíciles de manejar e inestables, pero avanzaron hacia el riachuelo crecido.

Al mismo tiempo, centenares de enemigos salieron de detrás de rocas y pliegues del terreno donde habían permanecido ocultos, y empezaron a disparar a cualquier cosa que se moviera. Los camiones con sus extrañas torres avanzaron hasta el borde del arroyo, y algunos de ellos atravesaron prados que debían estar demasiado embarrados, pero durante la noche la Hermandad había colocado rodadas de alambre y planchas para permitir que los camiones pudieran pasar sin hundirse en el barro.

Cuando llegaron al borde del arroyo las torres cayeron, formando puentes. Las fuerzas de la Hermandad avanzaron por ellos y se desparramaron al otro lado del arroyo. Otros se concentraron para disparar contra cualquier defensor de la fortaleza que osara mostrarse. Harvey oyó el sordo fragor que conocía de la guerra de Vietnam: eran morteros. Las bombas de mortero caían entre las rocas donde se ocultaban los rancheros de Cox, y cada vez eran más precisas. Alguien, al otro lado del río, la dirigía, y lo hacía bien. Cada vez que los hombres de Cox trataban de hacer frente a los que avanzaban, los morteros pronto los encontraban.

Más soldados de la Hermandad cruzaron el río, se desplegaron y avanzaron en una línea de casi dos kilómetros de longitud, y las tropas de Cox o bien retrocedían o eran alcanzadas. En poco más de media hora la línea defensiva del río había desaparecido, y Cox sólo mantenía la colina, e incluso allí los implacables morteros y ametralladoras, alejados del alcance eficaz del fuego de rifle, buscaba a los defensores y les obligaba a abandonar sus posiciones, mientras más fuerzas de la Hermandad avanzaban por las colinas, ocultándose detrás de las rocas, esquivando, saltando, avanzando siempre...

—¡Hormigas! —exclamó Harvey—. ¡Es un ejército de hormigas!

Supo que no podrían detener a los caníbales. Había estado locos al creer que sí. Y al ritmo que avanzaban, Cox perdería la mayor parte de sus hombres. Algunos grupos ya habían empezado a huir, unos arrojando sus armas, otros aferrándose todavía a ellas, deteniéndose de vez en cuando para disparar contra el enemigo. Pero la defensa ya no estaba organizada, y cada vez eran más los que lo veían así y sólo pensaban en salvarse. No había ningún lugar desde donde resistir. Toda posición estaba amenazada por un avance en algún otro punto, y los defensores no habían luchado ni vivido juntos, no tenían confianza en los hombres de la primera línea, los cuales podrían huir y dejar una brecha por donde penetrarían los vociferantes caníbales para impedirles definitivamente la retirada.

Una docena de hombres se aferraban al furgón de Harvey, se amontonaban dentro, subían a los guardabarros. Harvey lo puso en marcha. El riachuelo del Ciervo, que Cox había esperado defender todo el día, deteniendo incluso permanentemente a la Hermandad, había caído en menos de una hora y media.

El resto de la mañana fue una pesadilla. Harvey no pudo encontrar el camión. El único equipo que le quedaba estaba en el furgón, y sólo algunos de los rancheros de Cox estaban dispuestos a ayudarle. Finalmente llegaron refuerzos de la fortaleza, veinte hombres y mujeres con más dinamita, gasolina y sierras de cadena, pero nunca pudieron estar lo bastante alejados de las fuerzas de la Hermandad para hacer un trabajo eficaz.

Las tácticas de la Hermandad habían cambiado. Ahora, en lugar de desplegarse y flanquear las defensas, avanzaron en masa, acercándose. Querían hacer que las fuerzas de la fortaleza siguieran huyendo, y ahora su general estaba dispuesto a perder hombres para lograrlo.

Si Marie no hubiera estado con él, Harvey habría huido con el resto, pero ella no se lo permitiría. Insistió en que debían seguir cumpliendo con su misión, o por lo menos que se detuvieran y encendieran las mechas de las cargas que habían colocado dos noches antes, durante su avance. Una vez se retrasaron demasiado y estuvieron a punto de sufrir un serio percance. Oyeron un estrépito y los fragmentos de la ventanilla trasera cayeron sobre ellos, un instante antes de que también se rompiera en mil pedazos el parabrisas. Una bala del calibre cincuenta había atravesado el furgón de parte a parte, y pasó entre Harvey y Marie, a pocos centímetros. La próxima vez que pararon, los rancheros que iban con ellos les abandonaron.

Fuera de sí, Harvey gritó a Marie.

—¿Por qué diablos eres tan... —Iba a decir «valiente», pero no terminó la frase, pues hubiera significado que él no lo era, que era un cobarde—. ¿Por qué eres tan decidida? —dijo finalmente.

Ella estaba cavando un hoyo para colocar la dinamita, su último cartucho. Alzó la vista y señaló la Sierra Alta.

—Mi hijo está allá arriba —le dijo—. Si no les detenemos, ¿quién lo hará? Este hoyo será suficiente. Dame la dinamita.

Harvey ya había conectado la mecha al extremo del cartucho. Se lo dio a Marie y ella lo introdujo en el hoyo, tapándolo con tierra y piedras.

—¡Ya es suficiente! —gritó Harvey—. ¡Salgamos de aquí!

Estaban en el extremo de un cerro bajo y no podían ver el avance del enemigo, pero Harvey no creía que estuvieran lejos.

—Todavía no —dijo Marie—. Tengo que hacer algo primero.

Se dirigió a lo alto del cerro.

—¡Vuelve aquí! ¡Te juro que te abandonaré! ¡Eh!

Ella no se volvió. Al cabo de un momento, Harvey soltó un juramento y la siguió colina arriba. La encontró colocando el fusil en posición para disparar, apoyada en una roca.

—Ahí abajo es donde pusiste el aceite y las minas. Antes hemos pasado sin parar.

—¡Teníamos que hacerlo! ¡Los teníamos en los talones!

Harvey pensó que todo aquello era inútil. Unas motos subían por la carretera. Llegarían a la colina en un minuto o dos.