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Marie apuntó con cuidado y disparó.

—Bien —musitó, y disparó de nuevo—. Acabaría antes si tú también disparases —le dijo.

Harvey sabía que no podría alcanzar el barril de aceite situado a trescientos metros. Apoyó el rifle en una roca y apuntó a la primera moto que se acercaba. Disparó una y otra vez, sin acertar nunca, pero los motoristas aflojaron la marcha, se detuvieron y corrieron a cubrirse en la cuneta, para esperar a la infantería. Marie siguió disparando, lenta, cuidadosamente.

—Ya es suficiente —dijo por fin—. Vamos... La verdad es que no hay prisa, porque los hemos detenido.

Harvey cerró los puños y respiró hondo. Marie tenía razón. No había un peligro inmediato. Ahora el aceite se estaba derramando sobre la carretera y las motos no podrían avanzar.

Otra moto llegó al tramo cubierto de aceite. Resbaló y cayó a la cuneta, y el motorista gritó. Marie sonrió débilmente.

—Eso del aceite ha sido una buena idea —le dijo.

Harvey la miró asombrado. Marie Vanee había figurado en la junta directiva de media docena de instituciones benéficas; era la esposa de un banquero, había formado parte de la alta sociedad, y ahora sonreía ante aquel espectáculo de destrucción.

Un camión llegó a la capa aceitosa y se detuvo. Luego empezó a avanzar lentamente. Marie disparó y atravesó el parabrisas. El camión zigzagueó y quedó ligeramente de lado. Aceleró el motor y las ruedas giraron, pero no se movió.

Llegó otro camión detrás de él y empezó a rodear el obstáculo.

Una de las minas estalló y el camión quedó envuelto en llamas. En aquel momento Harvey sintió el impulso de gritar triunfalmente. Algo había salido bien. Aquellos individuos que se arrastraban para alejarse del camión en llamas, algunos de ellos también ardiendo, no eran personas, sino un ejército de hormigas, y el truco había funcionado...

Oyeron un estallido y un débil silbido. Algo estalló a veinte metros a su izquierda. Hubo otro estallido.

—¡Al coche! ¡Vámonos ya, maldita sea! —gritó Harvey.

—Sí, creo que ya es hora.

Marie le siguió. La segunda carga de mortero estalló en algún lugar detrás de ellos. Subieron al furgón y partieron riendo y gritando como niños.

Harvey sabía que aquello no era una gran victoria, pero había sido lo mejor del día. Ya no tenían que detenerse, hasta que llegaran a la siguiente barrera, un afluente del río Tule. Sería una barrera formidable una vez que hubieran volado el puente. Aquello debería detener a la Nueva Hermandad, pues más allá estaban las colinas que señalaban la entrada a la fortaleza. El Tule era su línea defensiva más importante.

Salieron de una curva y bajaron hacia el valle del Tule... No encontraron el puente. Ya había sido volado.

Harvey se acercó a las ruinas del puente y miró el río crecido. Tenía treinta metros de anchura, era profundo y corría velozmente.

—¡Eh! —gritó.

Al otro lado del río, uno de los policías de Hartman salió de su escondite detrás de unos troncos.

—Dijeron que habíais muerto —les dijo.

—¿Qué hago ahora? —preguntó Harvey.

—Sea lo que sea, hazlo rápido —dijo Marie—. No deben estar muy lejos de nosotros...

—Id corriente arriba —gritó el policía—. Tenemos hombres allá arriba. No os olvidéis de avisar por radio de vuestra llegada.

—De acuerdo. —Harvey hizo girar el furgón y enfiló la carretera del condado en dirección a la reserva india Tule—. Pon en marcha la radio —le dijo a Marie—. Diles que los informes de nuestra muerte han sido muy exagerados.

A un par de kilómetros la carretera cruzaba el río Tule. Una docena de hombres trabajaban con palas en los cimientos del puente. Harvey se aproximó cautelosamente, pero ellos le saludaron con la mano. Se acercó hasta detenerse.

Parecían rancheros, pero estaban más morenos y no parecían sufrir los efectos de varios meses sin luz solar. Harvey se preguntó si la falta de vitamina D podría afectarles. La vida en un medio frío y nuboso producía palidez.

Uno de los trabajadores dejó de cavar y se acercó al furgón.

—¿Es usted Randall?

—Sí. Oiga, la Nueva Hermandad debe estar detrás de nosotros...

—Sabemos dónde están —dijo el hombre—. Alice puede verlos, y tenemos una radio. Tiene usted que subir a la montaña Turtle y ayudarla a observar. Busque un lugar donde pueda ver el valle sin dejar de estar en comunicación con ella por radio.

—De acuerdo. Gracias. Me alegro de que estén de nuestro lado.

El indio sonrió.

—Yo creo que son ustedes los que están de nuestro lado. Buena suerte.

Su anterior buen humor se había desvanecido. Avanzaron por una carretera cada vez más difícil, llena de barro, rocas caídas y surcos profundos. Harvey conectó la tracción trasera del furgón. A medida que ascendían todo el valle apareció ante su vista. Hacia el sudoeste estaba el ramal sur del Tule, y el cruce de la carretera y el puente que acababan de abandonar. El afluente se dirigía al noroeste, hacia los restos del lago Success, donde se unía con el Tule.

Unas colinas separaban los ramales del Tule. Eran las colinas que defendían la fortaleza. Desde el lugar en que se encontraban Harvey y Marie podían ver la línea defensiva del jefe de policía Hartman: trincheras, pozos de tiradores y búnkeres construidos con troncos. Hacia el sur del valle las defensas eran menos compactas, y no parecían adecuadas. Sólo las colinas altas daban la impresión de estar bien defendidas. Harvey pensó que era una clásica defensa encostrada. El enemigo sólo tenía que perforarla y no habría nada que pudiera detener su invasión de toda la fortaleza.

Al oscurecer resultó claro el plan del enemigo. Trajeron sus camiones, las tropas se atrincheraron y encendieron grandes fogatas a la vista de la fortaleza. Parecían descansados y confiados, y Harvey supo que durante la noche habían estado trabajando en los puentes. Finalmente se hizo de noche y las colinas quedaron en silencio.

—Bien, ya no podemos ver nada más —dijo Harvey—. Ahora si que no tenemos nada que hacer.

Marie se movió inquieta a su lado. En la oscuridad no era más que una presencia, de forma indeterminada. Pero Harvey era cada vez más consciente de que Marie Vanee estaba muy cerca y que los dos se hallaban apartados del mundo hasta que saliera el sol. Su memoria le tendió una sucia trampa, mostrándole a Marie Vanee unas semanas antes de la caída del cometa, cuando recibió a Harvey y Loretta a la puerta de su casa. Llevaba esmeraldas y un traje de noche de un verde muy vivo escotado casi hasta el ombligo. Su cabello ostentaba fantásticas circunvoluciones. Recordó su amable sonrisa y el abrazo que le dio antes de hacerles pasar. Su mente superpuso aquella imagen al oscuro bulto que estaba a su lado, y el silencio se hizo realmente incómodo.

—Puedo pensar en algo —dijo ella en voz baja.

—Si no es el sexo, será mejor que me lo digas ahora.

Ella no respondió. Harvey se deslizó hacia ella y la atrajo. Se oyó una serie de crujidos, pues ninguno de los numerosos bolsillos de la chaqueta de Marie estaba vacío. Ella rió y se quitó la chaqueta, mientras él se desprendía de la suya, con sus bolsillos no menos abultados.

Entonces el terror del día y el peligro de mañana, la lenta y horrible muerte de un mundo y el próximo fin de la fortaleza, pudieron olvidarse en la frenética entrega del uno al otro. El hueco para los pies ante el asiento del pasajero se llenó de ropas, y Harvey arrojó las suyas detrás del volante. El asiento del pasajero no estaba diseñado para aquello, pero se unieron con cuidado y delicadeza, y luego mantuvieron la posición, él medio recostado en el asiento del pasajero y ella arrodillada ante él, con el rostro por encima del suyo. Cada uno notaba el aliento del otro en la mejilla.