—¡Porque no me das ocasión de hacerlo! —gritó Marie, risueña—. Ninguno de los dos huimos, y hubiera sido fácil... —Rió nuevamente—. Y ahora, amigo, vamos a recoger el premio tradicional para los héroes. Maureen. Te la has ganado.
—Es curioso, pero pensaba en eso. Sin embargo, George volverá...
—Tú deja a George para mí —dijo Marie—. Después de todo, también merezco mi premio.
—Creo que estoy celoso de él.
—Qué lástima.
El buen humor les duraba cuando llegaron a la casa de piedra del senador y entraron en su interior. Había mucha más gente. Al Hardy, borracho, pero no de alcohol, sonreía como un bobo mientras los demás le daban palmaditas en la espalda. Dan Forrester parecía cansado, ensimismado e infeliz, y nadie hacía caso de aquél talante; le alababan, le daban las gracias y le dejaban con su humor: que gozara u odiara, que estuviera triste o alegre. Los magos pueden hacer lo que les venga en gana.
Faltaban muchos. Podrían contarse entre los muertos o tal vez haber huido, sin saber que ya nadie les amenazaba. Los vencedores estaban demasiado cansados para pensar en ellos. Harvey buscó a Maureen y se acercó a ella. No sentían deseos lujuriosos, sino una infinita ternura, y se tocaron como niños.
No se celebró ninguna fiesta. Pocos minutos después finalizó la reunión. Algunos se dejaron caer en sillones y durmieron, otros regresaron a sus casas. Ahora Harvey no sentía nada, salvo la necesidad de descansar, dormir, olvidar todo lo que había ocurrido aquel día. No era la primera vez que veía aquella reacción. Recordó los hombres que regresaban de una patrulla en Vietnam, pero él mismo no lo había sentido: vacíos de energía, de emoción, capaces de excitarse unos breves momentos para quedar luego más agotados todavía.
Se despertó recordando que habían ganado. Los detalles habían desaparecido. Había tenido sueños, vividos y mezclados con los recuerdos de los últimos días, y a medida que los sueños se desvanecían, así lo hacían también los recuerdos, dejándole sólo la palabra... ¡Victoria!
Estaba tendido en el suelo de la sala de estar, sobre una alfombra y tapado con una manta. No tenía idea de cómo había llegado allí. Tal vez había hablado con Maureen y luego se había derrumbado en el suelo. Todo era posible.
Había ruidos en la casa, gente que se movía, olores de comida. Harvey saboreó los sonidos, los olores y las sensaciones de la vida. Las nubes grises que veía a través de la ventana parecían infinitamente detalladas, vividas y brillantes como la luz del sol. Los trofeos de bronce de las paredes eran una maravilla que necesitaba investigación. Consideraba un tesoro cada momento de la vida y lo que podía aportar.
Gradualmente desapareció aquella sensación, dejándole hambriento. Se levantó y vio que la misma alfombra de la sala de estar parecía un campo de batalla. Los hombres yacían allí donde la fatiga los había hecho tenderse. Algunos habían aguantado lo suficiente para hacerse con una manta. Harvey extendió su propia manta sobre Steve Cox, acurrucado contra el frío, y salió, dejándose guiar por los olores del desayuno.
La luz del sol inundaba la estancia. Maureen Jellison contempló incrédula aquel brillo. Temía saltar de la cama. El sol brillante podría ser un sueño, y en ese caso quería saborearlo. Finalmente se convenció de que estaba despierta. No se trataba de una ilusión. El sol entraba por la ventana, cálido, amarillo y brillante. Haría una hora que había salido. Ella pudo notar el calor sobre sus brazos cuando descorrió las cortinas.
Fue despertando del todo. Pensó en el terror, la sangre y la fatiga mortal. Los recuerdos del día anterior corrían como una película a cámara rápida. El horror de la mañana, cuando las fuerzas de la fortaleza tuvieron que actuar con rapidez, retirarse lentamente, dejando que los de la Hermandad entraran en el valle pero no llegaran jamás a las colinas. La retirada gradual que no podía parecer demasiado evidente, con soldados a los que no se había podido explicar el plan de combate por temor a que pudieran capturarlos. Finalmente, el pánico generalizado, cuando todos habían huido.
—Cuando corres, ellos se agrupan y te siguen —había dicho Al Hardy—. Los informes de Randall lo dejan muy claro. El comandante se rige por el manual. Así lo haremos nosotros también, hasta cierto punto.
El problema había radicado en mantenerse en terreno alto, de manera que la Hermandad permaneciera en el valle; dejar paso libre por el valle hasta que un número suficiente de miembros de la Hermandad hubieran cruzado el puente. ¿Cómo podían lograr que los rancheros lucharan y no echaran a correr hasta que se les diera la señal? Hardy había elegido la solución más simple al problema. «Si te quedas ahí resistiendo —le dijo—, algunos permanecerán contigo. Son hombres.»
A Maureen no le gustó aquella decisión, pero no hubo tiempo de enmendarle la plana a Hardy. Y luego resultó que había tenido razón. Maureen sólo tenía que hacer gala de su propio valor. Para una persona que, como ella, no estaba segura de que quisiera vivir, aquello le había parecido tarea sencilla. Pero cuando estuvo realmente bajo el fuego, empezó a tener sus dudas.
Recordó los horrores que había visto. Algo desgarró el costado de Roy Miller. Este trató de taponar la herida con el brazo, el cual cabía en la brecha entre las costillas desgarradas. Maureen sintió ganas de vomitar... y en su último momento Roy miró a su alrededor y vio la expresión de Maureen.
Un proyectil de mortero estalló detrás de Deke Wilson y dos de sus hombres. Estos rodaron por el suelo y quedaron tendidos en posturas que hubieran sido muy incómodas si no hubiesen estado muertos. Pero Deke huyó, moviendo los brazos frenéticamente, bajando por la colina, como un polluelo que aprendiera a volar, hacia la penumbra amarillenta del valle.
Joanna MacPherson se volvió para gritar a Maureen. Una bala silbó a través de su cabello, por el espacio donde un instante antes había estado su cráneo, y el mensaje de Joanna resultó extrañamente obsceno.
Un fragmento de metal procedente de la explosión de un mortero alcanzó la bomba de mostaza de Jack Turner cuando se disponía a lanzarla. Sus amigos y su cuñada corrieron hacia él, pero Jack Turner perdió el equilibrio, cayó dentro de la nube amarillenta y se ahogó.
Pudgy Galadriel, del Shire, hizo girar su honda, dio un paso adelante y lanzó una botella de gas nervioso colina abajo. El movimiento complementario después del lanzamiento fue demasiado largo, y Galadriel quedó de pie como la Victoria Alada, sin cabeza. Maureen vio manchas negras ante sus ojos. Se apoyó en una roca y logró mantenerse firme.
Una cosa era permanecer en lo alto de un risco y jugar a su placer con la idea de arrojarse al vacío (¿Pero habría tenido el valor de hacerlo o no era más que una comedia? Ahora nunca lo sabría). Otra cosa muy distinta era contemplar a la pobre y afable Galadriel desplomarse arrojando sangre por el cuello cercenado, y luego, sin pararse a mirar si alguien la observaba, recoger su honda y la botella de gas nervioso y hacer girar aquella cosa mortífera por encima de su cabeza, recordando en el último segundo que debía volar en dirección tangente y no en la dirección que señalaba la honda cuando la soltara, arrojándola contra la horda de caníbales que seguía avanzando hacia ellos. De repente, Maureen Jellison encontró muchas razones por las que vivir. Los cielos grises, los vientos fríos, las ráfagas de nieve, la perspectiva de un invierno de hambre... Todo aquello se había desvanecido. Maureen se percató de algo muy simple: si uno puede sentir terror, es que quiere vivir. Era extraño que nunca lo hubiera comprendido antes.
Se vistió rápidamente y salió al exterior. El brillante sol había desaparecido. Maureen no podía ver el astro, pero el cielo brillaba, y las nubes parecían mucho más delgadas que de costumbre. ¿Habría sido al final un sueño la luz del sol? No importaba. El aire era cálido y no llovía. El arroyuelo que pasaba cerca de la casa estaba muy crecido, y el agua gorgoteaba alegremente. Era agua fría, apropiada para las truchas. Los pájaros se lanzaban contra el arroyo, piando intensamente. Maureen bajó por el camino que llevaba hasta la carretera.