—Sí. —Hardy hizo un gesto de asentimiento—. Podrían ocuparse de los trabajos más pensados. Girar bombas compresoras para que tengamos refrigeración, fuerza muscular para los tornos manuales, pulir vidrio para lentes, incluso tirar de arados. Hay mucho trabajo que nadie quiere hacer...
—Pero la esclavitud es horrible —protestó Maureen.
—¿Tú crees? ¿Te parecería mejor si lo llamásemos condena a trabajos forzados? ¿Serían sus vidas mucho peores de lo que eran cuando formaban parte de la Hermandad? ¿O peor que los condenados en las prisiones antes de que cayera el Martillo?
—No —dijo Maureen—. No estoy pensando en ellos, sino en nosotros. ¿Queremos ser la clase de gente que tiene esclavos?
—Entonces matémoslos y terminemos de una vez —dijo George Christopher—. Porque puedes estar segura de que no vamos a dejarlos sueltos, ni dentro ni fuera.
—¿Por qué no podemos dejarles en libertad? —quiso saber Maureen.
—Ya te lo he dicho —dijo George—. Volverán con los caníbales...
—¿Tan peligrosa es ahora la Hermandad? —preguntó ella.
—Para nosotros no —dijo Christopher—. No volverán aquí.
—Y supongo que para la primavera no quedarán muchos —añadió Al Hardy—. No están muy organizados para el invierno. Y si lo están, los que capturamos no lo saben.
Maureen trató de reprimir la sensación que la amenazaba.
—Es bastante horrible —dijo.
—Hay que pensar en lo que podemos permitirnos —dijo el senador Jellison en voz baja, para no gastar energía—. Las civilizaciones pueden permitirse la moralidad y la ética. Pero ahora no es mucho lo que podemos permitirnos. Podemos ocuparnos de nuestros heridos, pero mucho menos de los suyos. Todo lo que podemos hacer por ellos es librarlos de su desgracia. ¿Qué podemos hacer con los demás prisioneros? Maureen tiene razón. No podemos volvernos bárbaros, pero puede que nuestras capacidades no estén a la altura de nuestras intenciones.
Maureen dio unas palmaditas a su padre en el brazo.
—Eso es lo que estuve pensando esta última semana. ¡Pero si no podemos permitirnos mucho, hemos de trabajar para que podamos! Lo que no nos atreveremos a hacer es acostumbrarnos a hacer el mal. Hemos de detestarlo, aunque no podamos hacer otra cosa.
—Eso no soluciona lo que hemos de hacer con los prisioneros —dijo George Christopher—. Voto por matarlos. Lo haré yo mismo.
Maureen supo que nada le haría salir de su determinación, que nunca comprendería. Pese a todo, a su manera era un buen hombre. Compartía todo cuanto tenía. Trabajaba más que cualquier otro, y no lo hacía sólo para sí mismo.
—No —dijo Maureen—. De acuerdo, no podemos dejarles libres ni podemos admitirlos como ciudadanos. Si lo único que podemos permitirnos es la esclavitud, tengámoslos como esclavos y hagámosles trabajar para que podamos permitirnos algo más. Pero no les llamaremos esclavos, porque así es muy fácil pensar como un dueño de esclavos. Podemos hacerles trabajar, pero les llamaremos prisioneros de guerra y les trataremos como tales.
Hardy pareció confundido. Nunca había visto a Maureen tan segura de sí misma. Miró al senador, pero no vio en éste más que el aspecto de un hombre mortalmente fatigado.
—De acuerdo —dijo Al—. Eileen, tendremos que organizar un campamento de prisioneros de guerra.
LA DECISIÓN FINAL
El campesino es él hombre eterno, independiente de todas las culturas. La religiosidad del verdadero campesino es más antigua que el cristianismo, sus dioses son más viejos que los de cualquiera de las religiones superiores.
La camioneta no era nueva cuando cayó el cometa. En los meses transcurridos desde entonces, parecía haber envejecido muchos años. Se había abierto paso a campo través y por las aguas del nuevo mar. Hedía a pescado. No había sido posible conservarla, y la lluvia continua había producido en poco tiempo una corrosión de años. Medio ciego, con un solo faro en funcionamiento, el vehículo parecía saber que su época estaba muerta. Gruñía, renqueaba, y a cada salto de sus desvencijados amortiguadores, Tim Hamner sentía una punzada de dolor en la cadera.
Cambiar de marchas era lo peor. Su pierna derecha no llegaba al embrague. Utilizaba la izquierda, y era como si un punzón de picar hielo se clavara en el hueso. Sin embargo, avanzaba por la carretera llena de baches, compensando el traqueteo con la necesidad de correr.
Cal Christopher estaba de guardia en la barricada, armada con una metralleta militar. En la otra mano tenía una botella de whisky, y parecía borracho: reía, daba traspiés, hablaba por los codos.
—¡Hamner! ¡Me alegro de verte! —Ofreció la botella a través de la ventanilla—. Anda, toma un trago. ¡En! ¿Qué le pasa a tu cara?
—Es arena —dijo Tim—. Oye, llevo tres heridos detrás. ¿Puede conducir alguien por mí?
—Aquí sólo estamos dos. Los demás están celebrando la victoria. Habéis ganado, tíos. Oímos que tuvisteis una pelea y ganasteis...
—Los heridos —dijo Tim—. ¿Hay alguien en el hospital?
—Supongo que sí. También hemos tenido heridos aquí. ¡Pero ganamos! ¡No se lo esperaban, Tim, fue magnífico! Los potingues de Forrester acabaron realmente con ellos. No dejarán de huir hasta que...
—Dejaron de huir, y no tengo tiempo para hablar, Cal.
—Bien, de acuerdo. Todo el mundo lo está celebrando en el ayuntamiento, y el hospital está al lado, así que tendrás toda la ayuda que quieras. Puede que no estén sobrios, pero...
—Abre la barricada, Cal. No puedo ayudarte. Yo también estoy herido.
—Oh, lástima.
Cal apartó el tronco y Tim avanzó. La carretera estaba oscura y en ninguna de las casas había iluminación. No transitaba nadie, pero el camino era mejor, pues los baches habían sido tapados. Rodeó una curva y vio el pueblo.
El ayuntamiento brillaba tenuemente en la oscuridad. Todas las ventanas estaban iluminadas por la luz de velas y linternas. No era una visión impresionante tras haber visto la magnífica iluminación de la central nuclear, pero aún así se notaba que estaban de fiesta. El edificio era demasiado pequeño para albergar a tanta gente, y muchos estaban en la calle, a pesar de las breves ráfagas de nieve. La gente se agrupaba para protegerse del frío y el viento, pero podía oír sus risas. Tim aparcó delante del centro de convalecencia.
Al bajar de la cabina, la gente que estaba fuera del ayuntamiento se acercó a él. Uno de ellos corría tambaleándose. Era Eileen, con su amplia y familiar sonrisa.
—¡Cuidado! —gritó Tim. Pero era demasiado tarde. Eileen se abalanzó sobre él y le abrazó fuertemente, riendo, mientras él trataba de mantener el equilibrio de los dos. Sintió un dolor lacerante en el hueso—. Cuidado, por favor. Hay un trozo de metal en mi cadera.
Ella retrocedió como si se hubiera quemado.
—¿Qué ha ocurrido? —Vio la expresión de Tim y su sonrisa se desvaneció—. ¿Qué ha ocurrido?
—Un proyectil de mortero. Estalló ante nosotros. Estábamos en la torre de enfriamiento, con la radio. La explosión destrozó la radio y al policía, ¿cómo se llamaba?... Sí, Wingate, y yo estaba entre ellos, Eileen, en el medio. No recibí más que el impacto de la arena de uno de los sacos y esa cosa en la cadera. ¿Estás bien?
—Muy bien. Y tú también, ¿verdad? Puedes caminar. Estás a salvo, gracias a Dios. —Antes de que Tim pudiera interrumpirla, ella prosiguió—: ¡Hemos ganado, Tim! Debemos haber matado a la mitad de los caníbales, y los restantes todavía están huyendo. ¡George Christopher los persiguió hasta una distancia de ochenta kilómetros!