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—Huyeron —dijo George Christopher—. Siempre huyen.

—No huyeron —dijo Tim—. Se retiraron. Había un tipo loco de pelo blanco de pie en uno de los botes. Disparamos una y otra vez, pero nunca le dimos. Les gritaba a los otros que nos mataran. Lo último que oí fueron sus palabras de arenga. Volverán.

Tim hizo una pausa para ver el efecto que habían causado sus palabras. No había sido suficiente. Había aguado la fiesta, pero todo lo que veía era resentimiento y pesar. Nada más.

—Mataron a catorce de los nuestros, contando a Jack. Nosotros alcanzamos a un número tres veces superior, y muchos de ellos morirán. Hay una enfermera y algunas medicinas, pero ningún médico. Necesitamos uno, y también otra radio. —Las expresiones de los oyentes seguían mostrando ira, pesar y resentimiento. Sabían qué iba a decir a continuación. Tim continuó tenazmente—: Lo que más necesitamos son refuerzos. No podemos resistir otro ataque como aquel. Tampoco creo que las bombas de gas sirvan de ayuda. Necesitamos armas. Las ametralladoras arrebatadas a la Nueva Hermandad nos irían bien. Pero lo más necesario son hombres, porque hay que utilizar a la mayor parte del personal de la central para que siga funcionando en caso de que haya un percance. Los hombres de Price son... —Buscó un momento la palabra apropiada—. Son magníficos. Vi a un tipo meterse entre una nube de vapor ardiente. Fue directamente a cerrar una válvula, para cortar el flujo de vapor. Todavía estaba vivo cuando me marché, pero no valía la pena traerle aquí.

«Otro trabajador de la central cortó cables eléctricos cargados con millares de voltios, mientras las bombas de mortero caían a su alrededor. Baker ha muerto. Ellos todavía están vivos. Y necesitan ayuda, necesitamos ayuda. Voy a volver allá.

No pudo mirar a Eileen al decir aquello.

Notó que había alguien a su espalda. Al Hardy había subido al podio. Se colocó al lado izquierdo del atril y permaneció allí, con la mano alzada, pidiendo atención.

Cuando habló, lo hizo con una voz de orador que resonó en la sala.

—Gracias, Tim —dijo—. Eres persuasivo. Naturalmente, quieres volver, pero la cuestión es, ¿tenemos algo que ganar? ¿Cuántas personas hay en la central nuclear? Porque tenemos botes, y ahora tenemos comida, y podemos llevarlos allí. No será difícil evacuar esa central, y estoy seguro de que tampoco será difícil encontrar voluntarios para el trabajo.

Harvey Randall, que volvía del hospital, entró a tiempo de escuchar el inicio del informe de Tim. Había entrado por la parte trasera, a través del despacho del alcalde, y vio que Maureen estaba allí. Cuando Tim habló de lo que le había ocurrido a Baker, él estaba allí, con su mano apoyada ligeramente en el brazo de Maureen. Esta no iba a desmayarse ni a gritar. Puede que hubiera llorado, pero ni siquiera eso era evidente. Y Harvey no quería que su presencia fuera demasiado notoria en aquellos momentos.

Maureen se lo tomaba mejor que Delanty. El astronauta negro parecía dispuesto a asesinar. Era lógico. Sus otros dos compañeros no estaban en la sala. Leonilla estaba operando al policía herido, ayudada por el Camarada.

Ahora llamaban Camarada al ruso. El brigadier Pieter Jakov era el último comunista, orgulloso de serlo, y así se evitaba la dificultad de su nombre.

El rostro del senador tenía un tinte ceniciento, y tenía las manos fuertemente apretadas sobre el regazo. Harvey pensó que se había estropeado uno de sus planes. Un príncipe estaba muerto y otro encantado por una bruja.

George Christopher no estaba solo. Marie le acompañaba. Marie era la única mujer en la sala que llevaba medidas y tacones, así como falda, suéter y unas joyas sencillas. Resultaba claro que formaban una pareja. Cada vez que alguien se acercaba demasiado a Marie o le hacía sugestivas insinuaciones con la mirada, el rostro de George se ensombrecía.

Tres príncipes. Uno muerto por los ogros, otro encantado por una bruja. El tercero estaba al lado de la princesa, y el enemigo había sido derrotado. La necesidad de luchar con otros hombres no había terminado, pero ya no era imperativa. Ahora la fortaleza necesitaba constructores, y aquello podría hacerlo Harvey Randall. Pensó que ahora era el príncipe coronado, un hijo de perra...

¡Pero Tim Hamner les estaba convocando a una nueva batalla!

Con la impresión todavía viva de su trabajo con la ballesta, Harvey deseaba con todas sus fuerzas que aquel hombre se callara. Cuando Al Hardy ofreció al personal de la central nuclear refugio en la fortaleza, Harvey quiso gritar de júbilo, y algunos lo hicieron, pero Rick Delanty seguía teniendo aquella expresión asesina, y Tim Hamner...

—No abandonaremos —dijo Tim—. ¡Usad los botes para llevar allí hombres, armas y municiones! No para huir. No vamos a abandonar.

—Sé razonable —le dijo Al Hardy; su voz llegó a todos los rincones de la sala, proyectando cordialidad, amistad, comprensión, las habilidades básicas de un político, y Al Hardy estaba bien entrenado. Tim se veía aventajado—. Podemos alimentarlos a todos, y los ingenieros y técnicos nos serán útiles. La Nueva Hermandad nos ha causado pérdidas humanas, pero no de alimentos. Incluso hemos capturado parte de sus reservas. ¡No sólo tenemos suficiente para comer, sino para estar bien alimentados durante todo el invierno! Podemos alimentar a todo el mundo, incluso a las mujeres y los niños de Deke Wilson y a los pocos supervivientes de su grupo. La Nueva Hermandad ha sido herida gravemente. —Hizo una pausa para recoger los aplausos y gritos de júbilo, y prosiguió cuando éstos cesaron, con un perfecto cronometraje—. Y ahora está demasiado débil para atacar de nuevo. Para la primavera, los pocos caníbales resultantes se estarán muriendo de hambre...

—O comiéndose unos a otros —gritó alguien.

—Exactamente —dijo Hardy—. Y para la primavera estaremos en condiciones de apoderarnos de sus tierras. Tim, no sólo podemos acoger a nuestros amigos, sino que necesitamos gente nueva para trabajar las tierras que poseeremos en primavera. No digo que tus amigos huyan, sino que les recibiremos como huéspedes, amigos, nuevos ciudadanos. ¿Estáis todos de acuerdo?

Se oyeron gritos. «¡Sí!» «¡Nos alegrará que estén aquí!»

Tim Hamner extendió las manos, con las palmas hacia afuera, suplicante. Empezaban a asomar lágrimas en sus ojos.

—¿No comprendéis? ¡La central eléctrica! ¡No podemos abandonarla, y sin ayuda la Nueva Hermandad la destruirá!

—No, maldita sea —musitó Harvey. Notó que Maureen se ponía rígida—. No más guerras. Ya hemos tenido suficientes. Hardy tiene razón.

Miró a Maureen en busca de aprobación, pero su rostro era inexpresivo.

La risa de George Christopher era contagiosa, como la voz de Hardy.

—Están demasiado débiles para atacar —dijo a gritos—. Primero les aplastamos nosotros, luego vosotros. No dejarán de correr hasta que hayan regresado a Los Angeles. ¿Por qué nos hemos de preocupar por esos bastardos? Nosotros les perseguimos durante ochenta kilómetros.

Hubo más risas en la sala. Entonces Maureen se apartó de Harvey y de su padre, y avanzó hasta quedar delante de la multitud. Cuando habló su voz no impresionó como la de Hardy, pero requería silencio, y la escucharon.

—Todavía tienen sus armas —les dijo—. Y tú, Tim, has dicho que uno de sus líderes aún vive...

—Sí, uno por lo menos —corroboró Hamner—. El predicador loco.