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—Tendríamos que defender su territorio —decía Al Hardy—. Deke no podría hacerlo...

—¡Sí que podemos! —exclamó Tim—. ¡Los vencisteis! ¡Podemos!

Hardy asintió gravemente.

—Sí, supongo que podríamos. Pero primero hemos de apoderarnos de sus tierras... y no podemos hacerlo con armas mágicas. Las granadas y las bombas de gas no son demasiado útiles en el ataque. Perderíamos gente, mucha gente. ¿Cuántas vidas valen tus luces eléctricas?

—Muchas —dijo Leonilla Malik, sin ningún temor en la voz—. Si ayer hubiera tenido la luz adecuada en el quirófano, podría haber salvado otras diez vidas por lo menos.

Maureen se dirigió a la tarima. Harvey vaciló, pero fue con ella. ¿Qué diría? Los hombres podían tomar las armas por una causa. ¡Viva la República! ¡Por el rey y la patria! ¡Deber, honor y patria! ¡Recordad El Álamo! ¡Libertad, igualdad, fraternidad! Pero nadie había ido a la lucha gritando: «¡Un mayor nivel de vida!» o «¡Duchas calientes y afeitadoras eléctricas!»

Pensó en sus propias motivaciones. Cuando subiera al estrado se habría comprometido. Cuando la Nueva Hermandad llegara por el agua con una nueva balsa y sus morteros, él tendría que ir el primero en los botes, tendría que ser el primero en atacar, y sería el primero en morir. ¿Cómo podía convencerse de que aquello era realmente lo que quería?

Recordó la batalla, el ruido, la soledad, el miedo, la vergüenza de la huida, el terror cuando uno no lo hacía. Un ejército racional echaría a correr. Cogió a Maureen del brazo para hacerla retroceder.

Ella se volvió y le miró preocupada. Le habló en voz baja, para que nadie la oyera.

—Todos tenemos que hacer nuestro trabajo —le dijo—. Y esto es lo correcto. ¿No te das cuenta?

El breve retraso había sido excesivo. Al Hardy se retiraba, tras haber expuesto su opinión. La muchedumbre empezaba a marcharse, hablando entre ellos. Harvey oyó retazos de conversación: «Diablos, no sé, pero no quiero pelear más.» «Baker murió por ese sitio. ¿Valía la pena?» «Estoy cansado, Sue. Volvamos a casa.»

Antes de que Hardy pudiera abandonar la tarima, Rick Delanty le cerró el paso.

—El senador ha dicho que ésta es una decisión importante —le dijo.

—Hablemos de ello, ahora. —Harvey vio con alivio que la expresión de Delanty ya no era asesina, pero parecía lleno de decisión—. Al, ha dicho usted que sobreviviremos al invierno. Hablemos de eso.

Hardy se encogió de hombros.

—Si se empeña. Creo que ya está todo dicho.

En los labios de Delanty se dibujó una sonrisa taimada, artificial.

—Diablos, Al, todos estamos aquí, el licor se ha terminado y mañana tendremos que volver a partir piedras. Hablemos claramente ahora. ¿Podemos resistir el invierno?

—Sí.

—Pero sin café. Se ha terminado.

Hardy frunció el ceño.

—Sí.

—¿Qué tal estamos de ropa? Se acercan los glaciares, y la ropa que llevamos está podrida. ¿Podemos sacar algo de los almacenes sumergidos?

—Tal vez podamos usar algunos plásticos. Eso puede esperar, ahora que no hemos de preocuparnos por la Nueva Hermandad. Tendremos que aprovechar al máximo nuestra ropa.

—¿Y el transporte? Los coches y camiones se están estropeando uno tras otro, ¿no es cierto? ¿Tendremos que comernos los caballos?

Al Hardy se pasó la mano por el cabello.

—De momento, no. Lo había pensado, pero... no. Los caballos no se reproducen con rapidez. De todos modos, los camiones nos durarán años.

—Qué más nos falta? ¿Penicilina?

—Sí...

—¿Aspirina? Y el licor. No hay anestesia de ninguna clase.

—¡Podremos fermentar licor!

—Claro. Así que viviremos. Resistiremos este invierno, y el próximo, y el siguiente. —Rick hizo una pausa, pero antes de que Hardy pudiera decir nada, añadió a gritos—: ¡Como campesinos! Hoy hemos tenido aquí una ceremonia, un premio al chico que capturó más ratas esta semana. Y podemos esperar que eso continúe durante el resto de nuestras vidas, que nuestros chicos crezcan como cazadores de ratas y pastores de cerdos. Un trabajo honorable, necesario. Nadie lo desprecia. Pero... ¿no hemos de poner nuestra esperanza en algo mejor? Y vamos a tener esclavos. No porque queramos, sino porque los necesitamos. ¡Nosotros, que habíamos llegado a dominar la electricidad!

Aquella última frase conmocionó a Harvey Randall. Vio que también había afectado a otros, a muchos más. Permanecieron en pie, incapaces de marcharse.

—Así que podemos acurrucamos en nuestro valle —siguió diciendo Delanty—. Podemos quedarnos aquí, estar a salvo y dejar que nuestros niños crezcan cuidando cerdos y recogiendo estiércol. Podemos sentirnos orgullosos de eso, porque es mucho más de lo que podíamos haber esperado, pero, ¿es suficiente? ¿Es suficiente con que estemos a salvo cuando abandonamos a todos los demás a la intemperie? Vosotros mismos decís cuánto sentís tener que echar a los que vienen aquí, devolverlos al peligroso exterior. Bien, ahora tenemos la oportunidad. Podemos hacer que en el exterior, en todo el valle de San Joaquín, estén tan seguros como lo estamos nosotros.

»O podemos elegir el otro camino, quedarnos aquí, seguros como... ardillas. Pero si esta vez seguimos el camino fácil, también lo seguiremos la próxima, y todas las demás, ¡y dentro de cincuenta años nuestros hijos se esconderán bajo la cama cuando oigan tronar! Se esconderán de la misma manera que los antiguos se escondían de los grandes dioses atronadores. Los campesinos siempre creen en los dioses terribles.

»Y pensad en el cometa. Nosotros sabemos qué fue. ¡Diez años más y hubiéramos sido capaces de apartarlo del camino! He estado en el espacio. No volveré allá, pero nuestros hijos podrían. Con esa central nuclear, dentro de veinte años podríamos volver al espacio. Sabemos cómo hacerlo, no se necesita más que energía, y esa energía está ahí, a menos de cien kilómetros, pero no tenemos bastantes redaños para salvarla. Pensad en ello. Esas son las alternativas. Seguid adelante y sed buenos campesinos, a salvo y supersticiosos... o tened de nuevo mundos que conquistar, sed capaces de dominar la electricidad.

Se detuvo, pero no el tiempo suficiente para dejar que nadie más hablara.

—Yo voy —dijo—. ¿Leonilla?

—Desde luego —dijo ella, avanzando hacia la tarima.

—Y yo —gritó el camarada general Jakov desde el fondo de la sala—. Por la electricidad.

—Vamos. —Harvey dio una palmadita a Maureen y pasó junto a ella en dirección a la tarima. Ahora que sabía lo que iba a decir, las decisiones eran sencillas—: ¿Quién se une al grupo de combate Randall?

—Yo —dijo alguien.

Maureen se unió a ellos, otro granjero dio un paso adelante, y Tim Hamner y el alcalde Seltz. Marie Vanee y George Christopher discutían. Marie pertenecía al grupo de combate de Randall a menos que Christopher tuviera un grupo propio. Y Christopher también se unió a ellos.

Al Hardy permaneció de pie, confuso, queriendo hablar pero disuadido por la imperiosa mirada de Maureen.

Harvey Randall pensó que podría detenerlos. No sería muy difícil. Una vez todos se hubieran comprometido, sería difícil retroceder, pero de momento era posible disuadir o convencer más al grupo, y Al Hardy sabía cómo hacerlo...

Hardy miró al senador. El anciano se había levantado a medias de su sillón y boqueaba en busca de aire. Volvió a caer en el asiento y Leonilla corrió hacia él, pero le hizo una seña para que se apartara y llamó a Hardy.

—Al —jadeó.

Leonilla tenía su maletín en el despacho. Lo abrió y sacó una jeringuilla. Venció la débil resistencia del senador y le abrió la chaqueta y la camisa. Clavó rápidamente la aguja en el pecho, cerca del corazón.