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Su taza de café estaba vacía, y aquella era su última excusa. Conectó el intercomunicador.

—Dolores, pueden pasar esos bomberos que vienen a visitarnos.

—Aún no están aquí —dijo la interpelada.

Era un respiro momentáneo. Volvió a enfrascarse en sus papeles, asqueado por lo que estaba haciendo. Mientras trabajaba se decía a sí mismo: «Soy un ingeniero, maldita sea. Si hubiera querido dedicar todo mi tiempo a informes legales o a sentarme en una sala de justicia, habría sido abogado, o un asesino de masas.»

Lamentaba haber aceptado aquel trabajo cada vez más. El era un técnico en sistemas energéticos, y muy bueno además. Lo había demostrado al convertirse en el supervisor de planta más joven en la Edison de Pennsylvania y al lograr el funcionamiento de la central nuclear de Milford con la mayor eficacia y el mejor récord de seguridad en el país. Y había querido aquel puesto, estar al frente de San Joaquín y poner la planta en marcha, con sus cuatro mil megawatios de limpia energía eléctrica cuando el proyecto se hubiera completado. Pero su trabajo consistía en construir, actuar, no en explicar. La maquinaria era lo suyo, y aún lo eran más los obreros de la construcción, los operarios eléctricos, los instaladores de líneas y los trabajadores del patio de maniobras. Su entusiasmo por la energía nuclear era contagioso y se extendía a todos cuantos trabajaban para él... ¿Y qué?, pensó con amargura. Ahora tenía que dedicar todo su tiempo a tareas burocráticas.

Entró Dolores, con más memorándums urgentes a los que había que responder. Cada uno de ellos requería la pericia de un especialista en relaciones públicas, y procedía de alguna persona lo bastante importante para exigir el tiempo del ingeniero supervisor. Barry levantó la pila de memorándums y documentos que la mujer había depositado en la bandeja de «pendiente».

—Mira cuánta basura —le dijo—. Hasta el último de estos papeles es cosa de los políticos.

Ella le guiñó un ojo.

—Donde hay patrón no manda marinero.

Barry le devolvió el guiño.

—No es tan sencillo. ¿Quieres cenar conmigo?

—Claro.

Por la sonrisa de la muchacha, él notó la ilusión con que esperaba su encuentro. ¡Barry Price se acuesta con su secretaria! Supongo, pensó, que el Departamento se molestaría si llegara a saberlo. Al infierno con ellos.

Percibió la calma, aquel silencio enervante. El edificio debería zumbar con las tenues vibraciones de las turbinas y el sonido de los megawatios vertiéndose en la rejilla, alimentando la ciudad de Los Angeles y sus industrias. Pero no había nada. Allá abajo estaba el edificio rectangular que contenía las turbinas, hermosas máquinas, una alabanza a la ingenuidad humana, con un peso de centenares de toneladas y equilibradas hasta el microgramo, capaces de revolucionar a velocidades fantásticas sin vibrar en absoluto... ¿Por qué la gente no podía comprender? ¿Por qué no apreciaba todo el mundo la belleza de la maquinaria de precisión, su magnificencia?

—Animo —le dijo Dolores, leyendo sus pensamientos—. Los operarios están trabajando. Tal vez esta vez nos dejarán terminar.

—Eso sería toda una noticia, ¿verdad? Pero lo cierto es que preferiría que no lo fuera. Cuanta menos publicidad tenemos, mejor vamos. Es una idiotez.

Dolores asintió y se acercó a las ventanas. Su mirada recorrió el valle San Joaquín, hacia la lejana sierra del Temblor.

—Hay bastante neblina —comentó—. Uno de estos días...

—Sí —dijo Barry, animado por la idea. California meridional necesitaba energía, y debido a la escasez de gas natural, sólo quedaban las alternativas del carbón y la energía nuclear... y no había forma de evitar la niebla y la contaminación quemando carbón—. Nosotros tenemos el único procedimiento limpio. Y hemos ganado cada vez que el público ha ido a votar. Se diría que hasta los abogados y los políticos han comprendido el mensaje.

Barry sabía que estaba predicando a un converso, pero le aliviaba hablarle a alguien, a cualquiera, que estuviera de su lado y comprendiera.

Una lucecita se encendió en el intercomunicador y Dolores Sonrió a su jefe antes de salir apresuradamente para recibir a la delegación de la Junta estatal. Barry se preparó para otra larga jornada.

Era una hora punta en la mañana de Los Angeles: torrentes de coches en movimiento, el tenue olor de la neblina y los gases de escape a pesar del viento Santa Ana que había soplado la noche anterior, retazos de niebla matinal procedente de la costa que se disolvían a medida que avanzaban los vientos más cálidos del interior. Pero una hora punta por la mañana también tiene sus ventajas. Las autopistas estaban atestadas, pero los conductores no eran necesariamente idiotas. La mayoría hacían el mismo camino a la misma hora todos los días. Tenían experiencia. En los accesos nadie hacía adelantamientos absurdos para ganar unos metros, y en las salidas los automóviles parecían guardar turnos.

Eileen lo había observado en más de una ocasión. A pesar de su afición a los tebeos, que había hecho de los conductores californianos el hazmerreír de todo el mundo, en las autopistas eran mucho mejores que las gentes de cualquier otro lugar que ella hubiera visto, pues podían conducir con la atención dividida. También ella tenía experiencia.

Ahora las costumbres de Eileen apenas variaban. Dedicaba cinco minutos a una última taza de café antes de entrar en la autopista. Depositaba la taza en el pequeño anaquel que había conseguido en J. C. Whitney, y se cepillaba el cabello durante otros cinco minutos. En aquel momento ya estaba lo bastante despierta para hacer un trabajo efectivo. Necesitaba otra media hora para llegar a «Suministros para instalaciones sanitarias Corrigan», en Burbank, y durante ese tiempo podía despachar bastantes asuntos utilizando el dictáfono. Así mejoraba también su habilidad como conductora. Sin el dictáfono estaría tensa y nerviosa, y a cada atasco, por pequeño que fuera, sentiría una irremediable frustración.

—Martes. Habla con Corrigan sobre los filtros de agua —emitió el aparato—. Un par de clientes han instalado esos condenados aparatos sin saber que faltaban piezas. —Eileen hizo un gesto de asentimiento. Ya se había encargado del asunto y aplacado las iras de un tipo con aspecto de piloto de gabarra que resultó estar relacionado con uno de los más importantes urbanizadores del valle. Aquello era una prueba palpable de que nunca debe darse por concluida una operación sólo porque parezca una venta de un sólo artículo. Pulsó el botón y grabó—: Jueves. Ordena al almacén que verifiquen todos los filtros en existencia, que busquen los que carecen de tuercas Leed. Y envía una carta al fabricante. —Pulsó de nuevo el botón para escuchar lo que había grabado.

Eileen Susan Hancock tenía treinta y cuatro años. Era muy bonita, sin duda, pero ciertos ademanes disminuían el efecto de su belleza. Movía las manos en exceso y su forma de sonreír era demasiado abrupta, como si encendiera de pronto una bombilla. También su manera de andar dejaba mucho que desear: tendía siempre a dejar atrás a los demás. Alguien le dijo una vez que aquello era simbólico, que dejaba a la gente atrás tanto física como emocionalmente. No dijo «intelectualmente», y si lo hubiera hecho ella no lo habría creído, pero en gran parte era verdad. Había decidido ser algo más que una simple secretaria mucho antes de que existiera el movimiento pro derechos de la mujer, y se las había arreglado para conseguirlo, a pesar de su responsabilidad para criar a un hermano menor.