Hederick, el Sumo Teócrata, no se contaba entre ellos. En ausencia de los dioses verdaderos, Hederick había creado sus propios dioses. Esos dioses de los Buscadores habían sido beneficiosos para Hederick, proporcionándole un buen medio de vida, si bien era poco lo que habían hecho por los demás. Hederick había abandonado a sus dioses cuando llegó Verminaard; sucumbió a los halagos y las mentiras del Señor de los Dragones y, como premio, acabó en los calabozos de Pax Tharkas.
Prudente, no había tomado parte en el levantamiento, porque creía que no tenía posibilidades de éxito. Cuando, para su sorpresa, los esclavos se alzaron con la victoria, cambió rápidamente de bando y aprovechó la libertad ganada con el esfuerzo de otros. Siempre había tenido celos de Elistan, en quien no confiaba, y, para sus adentros, estaba indignado porque ahora ese hombre realizara «milagros». Hederick no creía en esos milagros. No creía en esos dioses nuevos. Esperaba el momento oportuno, que Elistan se pusiera en evidencia y se demostrara que era un charlatán. Entretanto, como Hederick era grandilocuente y obsequioso y le había dicho a todo el mundo lo que quería oír, se las había ingeniado para ganarse a muchos, que respaldaban su modo de pensar.
Tanis confiaba en que el sabio consejo de Elistan prevaleciera ese día y convenciera a los refugiados de que allí no estaban a salvo. Por desgracia, antes de que Elistan tuviese opción de hablar, Hederick alzó los brazos.
—Queridos amigos —empezó el Sumo Teócrata en un tono convenientemente untuoso—, nos hemos reunido hoy para discutir asuntos importantes para todos nosotros.
Tanis suspiró y miró a Elistan, que se encontraba detrás del Sumo Teócrata con el resto de los Buscadores. Elistan captó la mirada del semielfo, se encogió de hombros y sonrió con pesar. Hederick seguía siendo el líder de esas gentes y tenía derecho a hablarles en primer lugar.
—Hay entre nosotros quienes han estado hablando de abandonar este valle —dijo Hederick—. Este valle que es seguro, está repleto de caza, al abrigo de los vientos invernales, oculto a nuestros enemigos...
—No estamos ocultos —masculló Tanis al recordar las palabras que Riverwind le había dicho aquella misma mañana. El semielfo se encontraba entre sus compañeros, aparte del grupo principal, recostado contra el tronco de un árbol—. ¿Por qué no habla Elistan y le recuerda eso? Tendría que intervenir, decir algo, en lugar de quedarse ahí plantado, en silencio.
—Al contrario —dijo Laurana, que estaba a su lado—. Elistan está haciendo lo que debe hacer. Dejará que Hederick diga lo que tenga que decir y después podrá responderle a todo.
Tanis la miró. Laurana ni siquiera escuchaba a Hederick; tenía la vista fija en Elistan. Los ojos, almendrados y más azules que un cielo azul cobalto, brillaban con admiración; su voz adquiría un timbre cálido cuando hablaba de él. Tanis sintió una punzada de celos. Habría quien diría que Elistan tenía edad para ser padre de Laurana, pero en realidad la maravillosa doncella elfa era mucho mayor que él. Laurana tenía el aspecto de una muchacha con poco más de veinte años, tan joven como su amiga Tika Waylan, pero lo cierto es que habría podido ser su bisabuela.
«No tengo derecho a sentirme celoso —se recriminó Tanis para sus adentros—. Fui yo quien puso fin a nuestra relación. Estoy enamorado de otra mujer o, al menos, creo que lo estoy. Debería alegrarme de que Laurana haya encontrado a otro.»
Unos argumentos muy lógicos todos ellos, pero a pesar de todo Tanis se sorprendió a sí mismo cuando habló.
—Elistan y tú pasáis juntos un montón de tiempo.
Laurana se volvió para mirarlo. Los azules ojos eran tan fríos como el agua del arroyo.
—¿Qué has querido decir con ese comentario? —inquirió con aspereza.
—Nada —contestó el semielfo, sorprendido por la inesperada reacción colérica de la elfa—. No lo dije con ninguna intención...
—Pues claro que pasamos juntos mucho tiempo —continuó Laurana—. Me ocupé de las tareas diplomáticas duramente muchos años en la corte de mi padre, donde, como bien sabes, has de sopesar cada frase que pronuncias para no ofender a nadie. Una simple palabra dicha con el tono inadecuado podría provocar una enemistad que se prolongara durante siglos. Aconsejé a Elistan en un par de asuntos sin importancia y me lo agradeció. Ahora busca mi consejo. ¡No me considera una chiquilla!
—Laurana, no era mi intención...
Ella echó a andar, tensos los hombros. Hasta ofendida se movía con una gracilidad que avergonzaría a las esbeltas ramas de los sauces y que hacía que a Tanis dejara de latirle el corazón, extasiado, cuando la miraba.
A su paso, hubo muchos ojos que siguieron a Laurana. Hija del Orador de los Soles, el regente de los elfos qualinestis, era la primera doncella elfa que habían visto en su vida y nunca se cansaban de mirarla. Su belleza exótica, extraña, parecía casi etérea. Tenía los ojos de un azul luminoso y el cabello le caía por la espalda como una cascada de oro. Su voz era musical, de timbre bajo, y su tacto, suave.
Esa mujer radiante, maravillosa, podría haber sido suya, y se habría sentido tan feliz como Riverwind y Goldmoon.
—Debe de gustarte dar trompicones, porque últimamente metes la pata cada dos por tres —comentó Flint en voz baja.
—Interpretó mal lo que dije —se defendió Tanis, molesto.
—Tú dijiste lo que no debías —replicó el enano—. Laurana ya no es la niña que se enamoró de su compañero de juegos, Tanis. Ha crecido. Es una mujer con un corazón de mujer que entregar ¿o es que todavía no lo has notado?
—Claro que sí. Y sigo diciendo que al romper nuestro compromiso hice lo correcto... por su bien, no por el mío.
—Pues si es eso lo que crees, déjala ir.
—Yo no la retengo —replicó Tanis, acalorado.
Había hablado en voz demasiado alta y muchos ojos se volvieron hacia él, incluido los almendrados de Gilthanas, hermano de Laurana. También Hederick lo había oído; hizo una pausa, con aire ofendido.
—¿Tienes algo que decir, semielfo? —inquirió el Sumo Teócrata con reproche.
—Vaya, Tanis, te has metido en un buen lío —dijo Caramon riendo con disimulo.
Sintiéndose como el chico de los recados en la escuela al que mandan ponerse delante de toda la clase, Tanis masculló una disculpa y se retiró hacia las sombras. Todos sonrieron maliciosamente antes de volver a prestar atención al discurso de Hederick; todos, excepto Gilthanas, que lo miró con severa desaprobación.
Antaño, muchos años atrás, Gilthanas y él habían sido amigos. Después había cometido el error de enamorarse de Laurana y eso puso fin a la amistad con el elfo. Para empeorar las cosas, no hacía mucho que había sospechado que Gilthanas era un espía; incluso lo había acusado de ello. Resultó que estaba equivocado y se había disculpado, pero a Gilthanas no le fue fácil perdonar el hecho de que Tanis lo hubiese creído capaz de una acción tan abominable. Irritado, el semielfo se preguntó para sus adentros si habría nuevas formas de complicarse más la vida.
Entonces Sturm Brightblade se acercó a él y Tanis sonrió y se relajó. Debía dar las gracias a los dioses por Sturm. El caballero solámnico, inmerso en la situación política del momento, era ajeno a todo lo demás.
—¿Estás oyendo a este grandísimo idiota? —demandó Sturm—. Habla de construir edificios en este valle. ¡Incluso un ayuntamiento! Por lo visto ha olvidado que hace sólo unas semanas tuvimos que huir para salvar la vida.
—Lo estoy oyendo —contestó Tanis—, y ellos también, por desgracia.
Muchos de los reunidos sonreían y expresaban su conformidad en murmullos. La descripción hecha por Hederick de pasar el invierno en aquel tranquilo lugar era muy atractiva. Tanis sintió una punzada de remordimiento. También él había pensado lo mismo; quizá se debía a su conversación con Raistlin la noche anterior o a la charla sostenida con Riverwind esa mañana, pero se sentía más intranquilo cada instante que pasaba. El valle ya no le parecía un lugar de paz y belleza. Se sentía atrapado allí. Al recordar a Raistlin miró al mago para ver su reacción.