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—Hablas como si esto fuera una prisión —dijo Tas.

—Lo ha sido —repuso seriamente Lucero de la Tarde.

—Pero —Tas abrió los brazos y alzó los ojos al vasto cielo azul— ¡podrías volar donde quisieras!

—Estaba atado a mi promesa, una promesa que he guardado durante trescientos años. Ahora soy libre de partir.

—Podrías luchar con nosotros —sugirió Tas, anhelante—. ¡Caray, apuesto a que podrías hacer un nudo a uno de esos Dragones Rojos y obligarlo a tragarse la cola!

Lucero de la Tarde sonrió.

—Ojalá pudiera ayudaros, amiguito. Nada me gustaría más, pero no puedo. Los dragones hicimos un juramento y, aunque me oponía y aconsejé no prestarlo, no lo quebrantaré. No obstante, aunque no pueda combatir a vuestro lado, haré cuanto pueda por ayudaros. Esas criaturas, esos draconianos que me has descrito, me preocupan muchísimo.

—¿Qué vas a hacer? ¿Obligarlos a tragarse la cola?

—Eso echaría a perder mi sorpresa. Adiós, Tasslehoff Burrfoot —se despidió Lucero de la Tarde—. Te pediría que guardaras mi secreto, pues el mundo todavía no puede saber que mi raza existe, pero entiendo que los secretos pueden ser un gran peso para alguien con un corazón tan ligero y tan alegre. Por ello, es un peso con el que no te cargaré.

Tas no lo entendía. Le costaba trabajo oír. Luchaba contra un nudo en la garganta que no se le pasaba aunque tragara. El dragón era tan bello, tan maravilloso y parecía tan triste que Tasslehoff se quitó los anteojos rubí y se los tendió posados en la palma de su pequeña mano.

—Creo que son tuyos.

El dragón acercó una enorme garra, una garra que habría podido envolver completamente al kender, y enganchó los anteojos con un toquecito.

—Oh, antes de que se me olvide —dijo Tas mientras veía con tristeza cómo los anteojos desaparecían en la garra del dragón—. ¿Cómo salimos de la tumba? No es que no me divierta estar aquí —se apresuró a añadir por si su comentario ofendía al dragón—, pero dejamos solos a Tanis y a Caramon y a los otros, y tienen la mala costumbre de meterse en problemas si no estoy para impedirlo.

—Oh, sí, entiendo —contestó Lucero de la Tarde seriamente.

El dragón dibujó una gran runa en las baldosas del suelo, la sopló y la runa empezó a brillar con una fulgente luz dorada.

—Cuando estéis listos para partir, pisad en esta runa y os conducirá al Templo de las Estrellas, donde los thanes enanos se han reunido a esperar el regreso del Mazo.

—Gracias, Lucero de la Tarde —dijo Tas—. ¿Volveremos a vernos?

—¿Quién sabe? Los dioses tienen el destino de todos nosotros en sus manos.

El cuerpo de Lucero de la Tarde empezó a brillar con la misma luz dorada. El fulgor perdió intensidad, se volvió tenue y, por último, desapareció en una bruma radiante. Tas tuvo que parpadear varias veces y resoplar mucho para quitarse el picorcillo que tenía en la nariz y en los ojos. Todavía no veía muy bien cuando sintió unos golpecitos en el hombro.

Ante él había un enano de barba blanca y cargado de hombros. El enano sostenía en la mano unos anteojos con cristales de color rubí.

—Toma —dijo el enano—, los dejaste caer. ¡Y ten cuidado de no perderlos! Anteojos como ésos no crecen en los árboles, ¿sabes?

Tas empezó a decir que los conservaría siempre como un tesoro, pero no habló porque el enano no estaba para decírselo. No se lo veía por ninguna parte.

—En fin —suspiró Tas, recobrando el ánimo—. ¡He recuperado los anteojos! Tendré muchísimo cuidado con ellos. Muchísimo.

Se los guardó en el bolsillo, bien seguros y a salvo, tras lo cual volvió a pegar la nariz en el tejado de cristal.

Flint y Arman no estaban y tampoco el Mazo. Tas se preguntaba qué habría pasado y empezaba a plantearse seriamente romper el cristal para meterse en la cámara y enterarse, cuando la puerta doble se abrió de par en par. Arman salió a la luz del sol.

—¡Tengo el Mazo de Kharas! —proclamó su triunfo. Se sentía tan complacido consigo mismo que hasta le sonrió a Tas—. ¡Mira, kender! Tengo el sagrado Mazo.

—Me alegro por ti —dijo Tas, educado; y en cierto modo era verdad. Arman parecía sentirse muy orgulloso y feliz. Se alegraba por Arman, pero le daba pena Flint, que salió detrás del enano joven. Flint parecía cabizbajo, aunque no deprimido ni desilusionado, como Tas había temido.

—Lo siento, Flint —dijo Tas, que posó la mano en el hombro del enano en un gesto de ánimo, una mano que Flint se quitó de encima en seguida—. Creo que tendrías que haber sido tú el que hubiera cogido el Mazo. Ah, por cierto, ¿puedes devolverme mi jupak?

Flint se la tendió.

—Los dioses lo decidieron así —dijo.

Tas no acababa de entender qué tenían que ver los dioses con encontrar el Mazo, pero no le gustaba discutir con Flint cuando pasaba por un mal momento, así que cambió de tema.

—¡Vi un mamut lanudo de color dorado, Flint! Me enseñó la salida.

Flint le asestó una mirada fulminante.

—Basta ya de mamuts lanudos. Ahora no. Ni nunca.

—¿Qué? —Tas estaba confuso—. No dije nada de un mamut lanudo. No hay ningún mamut lanudo de color dorado. Me encontré con un... mamut lanudo dorado.

Tasslehoff se tapó la boca con la mano.

—¿Por qué digo eso? No vi ningún mamut lanudo. Vi un... mamut lanudo dorado.

Por mucho que lo intentó, no consiguió decir la palabra... mamut lanudo.

Tas soltó un profundo suspiro. Con lo mucho que había deseado poderles contar a Flint, a Tanis y a los demás que él, Tasslehoff Burrfoot, había hablado con un... mamut lanudo dorado, y ahora no podía. Su cerebro sabía lo que quería decir. Era la lengua la que no dejaba de confundir las cosas.

Flint se apartó de él, irritado. Arman Kharas recorría las almenas con el mazo en alto y gritándole al mundo que él, Arman Kharas, lo había descubierto. Tas fue en pos de Flint.

—Encontré la salida —dijo—. Me encontré con... eh... alguien que me la enseñó. Lo único que tenemos que hacer es pisar esa runa dorada que hay allí y nos conducirá a... no sé qué sitio. Lo he olvidado. —Señaló la runa dorada que resplandecía en las losas del suelo.

»¡Ah, sí! El Templo de las Estrellas. Tu padre se encuentra allí, esperando el retorno del Mazo —le dijo a Arman.

La expresión de Flint era una mezcla de estupefacción e incredulidad. La de Arman estaba entre la tentación de darle crédito y la desconfianza.

—¿De dónde ha salido esa runa? —demandó.

—Ya te lo he dicho. Me encontré con alguien, el guardián de la tumba. Era un... —Tas trató con todas sus fuerzas de decirlo. Tenía la palabra «dragón» en la garganta, pero sabía perfectamente bien que al querer pronunciarla le saldría «mamut lanudo», de modo que se la tragó—. Me encontré con Kharas. Él me enseñó la runa.

El semblante de Arman se ensombreció, al igual que el de Flint.

—Kharas está muerto —dijo Arman—. Le rendí homenaje a su espíritu. Volveré cuando pueda y me encargaré de que sea enterrado con los honores debidos. No sé quién o qué sería esa aparición, pero...

—Era su espíritu errante y sin reposo —lo atajó Tas, que ahora se divertía—, condenado a vagar por la tumba de su rey, atormentado, doliente y retorciéndose las manos, sin poder marcharse hasta que apareciera un verdadero héroe enano que lo liberara. Ese héroe eres tú —le dijo a Arman—. El espíritu de Kharas es libre ahora. Se marchó dándome su bendición, ascendió en el aire como una burbuja de jabón y luego, «¡puf!», desapareció.

Flint sabía que el kender estaba mintiendo como un bellaco, pero no osó decir ni pío porque Arman escuchaba la descabellada explicación del kender con reverente atención.

—¿De dónde salió realmente esta runa? —inquirió Flint en un ronco susurro y añadió, indignado:— ¡Ningún enano hace «¡puf!» y desaparece!