—¿Cómo has llegado aquí? ¿Dónde está Flint? ¿Tiene el Mazo de Kharas?
—A través de una runa mágica que hizo un mamut lanudo dorado. Flint está aquí, y no, no tiene el Mazo. Lo tiene Kharas —contestó Tasslehoff a todos de corrido.
Tas señaló a Flint, plantado en la plataforma frente al altar de Reorx. Arman Kharas se hallaba a su lado y sostenía el mazo de bronce sobre la cabeza, en un gesto de triunfo.
—¡Yo, Arman Kharas, he hallado el Mazo de Kharas! —anunció con voz atronadora—. ¡Se lo traigo de vuelta a mi pueblo!
Tanis suspiró. Se alegraba de que el Mazo se hubiera descubierto, pero le preocupaba su viejo amigo.
—Confío en que Flint no se lo esté tomando muy a pecho.
—También a mí me preocupaba eso —abundó Tas—. Pero Flint parece realmente contento. Cualquiera pensaría que fue él quien encontró el Mazo.
Sturm y Raistlin intercambiaron una mirada.
—Alabados sean los dioses... —empezó el caballero, pero su plegaria se cortó de golpe.
Una llamarada ardiente salió del pozo y estalló en medio de ellos. La cegadora luz los dejó sin ver y la atronadora onda expansiva dañó sus sentidos y derribó a muchos al suelo.
Medio cegado y aturdido, Tanis se puso de pie a trompicones mientras se buscaba la espada e intentaba ver qué había pasado. Tenía la vaga impresión de que algo monstruoso se arrastraba fuera del pozo. Cuando se le aclaró la vista, el semielfo vio que era un hombre —aterrador por la armadura azul y la máscara astada— que se encaramaba con facilidad al borde de la plataforma.
Lord Verminaard. Vivo y bien vivo.
42
Ver es creer. Metal verdadero y falso
—¡Verminaard murió! —gritó Sturm con voz enronquecida—. ¡Le atravesé el corazón!
—¡Aquí hay algo raro! —exclamó Raistlin.
—Sí, que al bastardo no hay quien lo mate —dijo Caramon.
—¡No es eso! —susurró Raistlin, que sufrió un ataque de tos. Intentaba desesperadamente hablar, pero tenía los labios manchados de sangre—. La luz... cegadora... un hechizo... —Se dobló por la cintura, casi incapaz de respirar. La tos sacudió el frágil cuerpo del mago, y éste ya no pudo decir nada más.
—¿Dónde está Flint? —preguntó Tanis, preocupado—. ¿Lo veis?
—Tengo el altar delante —contestó Sturm mientras estiraba el cuello—. La última vez que lo vi estaba de pie al lado de Arman.
La cabeza cubierta con el yelmo se giró hacia ellos. Verminaard reparó en su presencia; puede que incluso los hubiese oído hablar. No parecía muy preocupado. Toda su atención estaba volcada en el Mazo de Kharas y en el enano que lo enarbolaba.
Arman Kharas no había sido derribado por la explosión mágica. Tenía plantados los pies en el suelo con una actitud resuelta y firme y ceñía el Mazo entre las manos con fuerza, haciendo frente al terrible adversario que se erguía ante él, imponente; un adversario que gobernaba los elementos, que manejaba fuego y luz cegadora. Un adversario que había surgido del lugar sagrado que era la morada de Reorx, haciendo escarnio del poder del dios.
—¿Quién osa profanar nuestro sagrado templo? —gritó Arman. El joven enano estaba pálido bajo la larga y negra barba, pero se mostraba resuelto y decidido y le hacía frente a su enemigo sin denotar miedo.
—Verminaard, Señor del Dragón del Ala Roja del ejército de los Dragones. En nombre de Ariakas, emperador de Ansalon, y de Takhisis, Reina de la Oscuridad, he conquistado Qualinesti, Abanasinia y Pax Tharkas. Ahora añado Thorbardin a esa lista. Entrégame el Mazo, inclínate ante mí y proclámame Rey Supremo o muere ahora mismo.
—Deberíamos atacarlo —susurró Sturm—. No puede vencernos a todos.
El Señor del Dragón movió la mano y señaló al caballero. Un rayo de luz salió disparado de la mano de Verminaard y se descargó contra la armadura metálica de Sturm. Los rayos sisearon alrededor del caballero, que se desplomó al suelo y quedó tendido en él, retorciéndose de dolor.
En ningún momento durante el ataque Verminaard había apartado la mirada de Arman, que observaba espantado al caballero derribado, con las manos crispadas y convulsas alrededor del Mazo.
—Has visto mi poder —dijo Verminaard al joven enano—. ¡Tráeme el Mazo o tú serás el siguiente!
Tanis vio que Caramon asía la empuñadura de su espada.
—¡No seas necio, Caramon! —advirtió el semielfo en voz baja—. Ve a ver cómo está Sturm.
El hombretón echó un vistazo a su gemelo. Raistlin se apoyaba en el bastón, desmadejado. La tos lo había debilitado y tenía la mano pegada contra los labios. Sacudió la cabeza y, de mala gana, Caramon soltó su arma, tras lo cual se arrodilló al lado del convulso caballero.
Flint había perdido pie y había caído al suelo por la fuerza de la explosión. Reculó torpemente en la plataforma para situarse detrás de Arman. El viejo enano sentía algo pegajoso en la cara, probablemente sangre. Hizo caso omiso. Los otros thanes estaban más o menos erguidos, al igual que sus guardias. Entre todos superaban con mucho en número al Señor del Dragón, pero después de ver el daño infligido al caballero nadie se atrevía a atacar a Verminaard.
—Dale el Mazo —ordenó Hornfel a su hijo—. No merece la pena que sacrifiques la vida por él.
—¡El Mazo es mío! —gritó Arman, desafiante—. ¡Soy Kharas!
Se sacudió de encima el terror que parecía haber paralizado a los otros. Blandiendo el Mazo, Arman Kharas saltó hacia el Señor del Dragón.
Mientras el enano se le echaba encima, el Señor del Dragón retrocedió un paso a fin de situarse en mejor posición para rechazar el ataque del enano. El pie se aproximó demasiado al borde, resbaló y casi se cayó, consiguiendo salvarse gracias a tirar la maza de guerra y asirse al altar de granito.
Más o menos en ese momento, Tasslehoff Burrfoot metió la mano en el bolsillo para buscar los anteojos.
Los kenders, a diferencia de los humanos, no dudaban nunca. Verminaard había muerto. Tanis y los otros lo habían matado y, sin embargo, allí estaba ahora, vivo, y eso no tenía sentido para Tas. Raistlin había dicho que había algo raro y si había alguien capaz de notarlo ése era Raistlin. No sería la mejor persona que conocía, pero sí era la más lista.
«Creo que voy a echar un vistazo», se dijo el kender para sus adentros.
Metió la mano en el bolsillo y sacó algo que en algún momento pudo haber sido un quinoto. Al no ser de mucha utilidad, lo tiró y después de sacar un hueso de ciruela y un dedal, localizó los anteojos de lentes rubí y sé los puso en la nariz.
Arman Kharas golpeó. El impacto del mazo hizo que Verminaard se soltara del altar. Otro golpe lo lanzó hacia atrás. El Señor del Dragón intentó desesperadamente salvarse, pero perdió el equilibrio y, aullando de terror y de rabia, se precipitó al pozo.
Nadie se movió ni habló. Arman Kharas miraba fijamente el foso, con aturdida incredulidad. Entonces, la certeza de su triunfo lo desbordó. Alzó los brazos y, gritando alabanzas a Reorx, balanceó el mazo sin caber en sí de gozo. Los thanes y los soldados empezaron a vitorear, locos de alegría.
Caramon ayudó a Sturm a incorporarse; el caballero estaba aturdido y dolorido, pero vivo. El hombretón se unió a los gritos de victoria. Sturm sonrió débilmente.
Raistlin miraba el pozo con fijeza, dura la expresión de sus ojos, que relucían.
—En esto hay algo raro...
—¡Raistlin tiene razón, Tanis! —Tasslehoff asió a su amigo con fuerza—. ¡Ése no era Verminaard!
—¡Ahora no, Tas! —gritó el semielfo al tiempo que intentaba soltarse del kender—. Tengo que ver a Sturm...
—¡Te digo que no era Verminaard! —gritó Tas—. ¡Era un draconiano con la apariencia de Verminaard!
—Tas...
—¡Una ilusión! —exclamó Raistlin—. Ahora encajan las cosas. Verminaard era clérigo, un seguidor de Takhisis. El conjuro que nos cegó y el que derribó a Sturm eran ambos hechizos que sólo un mago sabe cómo hacer.