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Se desató un pandemónium. Algunas personas corrían hacia las cuevas; otras se derrumbaban temblorosas, sollozantes, en la hierba.

Tanis era incapaz de moverse. No podía apartar los ojos del jinete. El hombre era corpulento y llevaba los brazos musculosos al aire a pesar del frío. La máscara le cubría la cara, pero aun así a Tanis no le resultó difícil reconocerlo.

—¡Verminaard! —pronunció a duras penas el nombre, que salió entre sus dientes apretados.

—¡Eso es imposible! —dijo Sturm—. ¡Está muerto!

—¡Velo por ti mismo! —replicó el semielfo.

—Te digo que está muerto —insistió Sturm, aunque se lo notaba impresionado—. ¡Ningún hombre habría sobrevivido a semejantes heridas!

—Bueno, pues al parecer éste lo ha conseguido —comentó Flint, sombrío.

—Recordad que él mismo era un poderoso clérigo al servicio de una diosa todopoderosa —argumentó Raistlin—. Es posible que Takhisis le haya devuelto la vida.

Alguien chocó de lleno contra Tanis y estuvo a punto de derribarlo. La persona lo apartó de un empellón y siguió corriendo.

El pánico se había apoderado de casi todo el mundo. La gente corría en todas direcciones. Las mujeres chillaban, los hombres gritaban y los niños lloraban. El dragón volaba cada vez más bajo.

—¡Se han vuelto locos todos! —gritó Caramon, que intentaba hacerse oír por encima del caos desatado—. ¡Alguien tendrá que hacer algo!

—Ya lo está haciendo —dijo Tanis.

Elistan se mantenía firme en su sitio, con la mano sobre el Medallón de la Fe que llevaba colgado al cuello. A su alrededor había veinte de sus seguidores, que estaban pálidos pero serenos y escuchaban con atención las instrucciones de Elistan. Entre ellos se encontraba Laurana. La elfa pareció advertir la mirada de Tanis, porque giró la cabeza y le lanzó una ojeada rápida y fría. Después, mezclándose con la multitud, ella y los otros seguidores de Paladine asieron con firmeza a los que estaban con un ataque de nervios y asistieron a los que otros habían pisoteado cuando se habían caído al suelo o los habían derribado a empellones.

Los Hombres de las Llanuras también habían tomado medidas contra el dragón y estaban armados ya con arcos y flechas. El reptil todavía se encontraba demasiado lejos para conseguir un buen disparo, pero los arqueros se habían preparado por si acaso el dragón intentaba atacar a los que corrían por el valle. Riverwind impartía órdenes. De pie a su lado, hombro con hombro, se encontraba Gilthanas. El elfo tenía la cuerda del arco tensa y la flecha apuntada, listo para disparar.

A Tanis no se le había ocurrido echar mano de su arco, pero empuñaba otra de sus armas: la espada mágica del rey elfo Kith-Kanan. La había desenvainado al tiempo que pensaba que de poco le serviría contra el enorme Dragón Rojo. Caramon también había desenfundado su espada y Raistlin, con los ojos cerrados, entonaba para sí las palabras de un conjuro. Flint enarbolaba su hacha de guerra en una mano. Por su parte, Tasslehoff había desenvainado su pequeña daga que sólo sería de utilidad si al kender lo atacaba un conejo víctima de la rabia. Tas aseguraba que el arma era mágica, pero hasta el momento la única magia que Tanis había visto era el hecho de que el atolondrado kender no la hubiera perdido todavía.

Armados y listos para una batalla que no albergaban esperanza de ganar, los compañeros esperaron al abrigo de los árboles a que el dragón diera comienzo a la matanza.

El Señor del Dragón, montado a lomos del Rojo, alzó el brazo en un gesto burlón de saludo. Incluso desde esa distancia les llegó la profunda voz del jinete dando órdenes al reptil. Sin esfuerzo, el Rojo batió una vez las inmensas alas y ascendió en el aire. Planeó sobre las cabezas de los arqueros, que le soltaron una andanada de flechas. Casi todas dieron en el blanco, pero ninguna le ocasionó el menor daño. Tras golpear contra las escamas, las flechas rebotaron y cayeron al suelo. El Señor del Dragón extendió la mano y apuntó directamente a la arboleda.

El reptil soltó un chorro de fuego por las fauces y los árboles estallaron en llamas. Una onda de calor abrasador golpeó a Tanis y a los demás. Un humo espeso sofocó el aire.

Sturm agarró a Tasslehoff, que se lanzaba hacia el dragón llevado por el entusiasmo del momento, lo alzó en el aire y se lo cargó al hombro. Caramon y Raistlin ya corrían para ponerse a salvo, al igual que Flint. Tanis escudriñó a través del humo para ver si alguien se había quedado atrapado en la llameante arboleda.

Los árboles ardían como teas, y ramas incendiadas se precipitaban a su alrededor. El denso humo le escocía en los ojos y lo ahogaba. El calor del violento incendio le estaba levantando ampollas en la piel. Si quedaba alguien ahí dentro, estaba condenado a morir.

Tanis se preguntó, sombrío, si Verminaard se propondría incendiar todo el valle, pero por lo visto el Señor del Dragón se contentaba con haberlos aterrorizado. El dragón alzó la testa, batió las alas y, ascendiendo con ponderosa gracia en el aire, voló por encima de las montañas. Poco después, dragón y jinete se perdían de vista.

La arboleda de robles, arces y abetos ardió al rojo vivo, arrojó humo que onduló en volutas por el cielo y se quedó suspendido en el aire, estático, por encima de lo que antes había sido un valle tranquilo, un refugio seguro.

4

Flint cuenta una historia. Sturm recuerda una leyenda

Durante varias horas tras el ataque del dragón, reinó el caos. Miembros de una misma familia se habían perdido de vista durante la enloquecida desbandada; los niños se habían separado de sus padres, los maridos de sus esposas. Tanis y sus amigos se esforzaron en calmar a todo el mundo mientras los conducían de vuelta a las cuevas, donde estarían a salvo si el dragón regresaba. Goldmoon y los otros clérigos de Mishakal asistieron a los asustados y los heridos. Elistan ayudó a restaurar la calma y el orden y, a la tarde, se había encontrado a todos los desaparecidos y las familias estaban reunidas de nuevo. No había habido muertos, cosa que Tanis afirmaba que era un milagro.

Convocó una reunión para esa noche a fin de hablar sobre la grave emergencia y en esta ocasión estableció unas normas. Nada de montones de personas agrupadas en el exterior. La reunión se celebraría en la caverna más grande que hubiera y que, por supuesto, era la que Hederick había elegido como su morada. Tenía un techo alto, con una chimenea natural para la ventilación que permitía al Sumo Teócrata disfrutar de una hoguera. Esta vez, la reunión estuvo limitada a los delegados. Tanis se había mostrado inflexible en ese punto e incluso Hederick había admitido, aunque a regañadientes, el sentido común en los argumentos del semielfo. A partir de ese momento, nadie saldría de las cuevas a menos que hubiese una buena razón para hacerlo.

Los delegados atestaban la cueva y ocupaban cualquier espacio disponible. Tanis se hizo acompañar por Sturm y por Flint y dijo al resto del grupo que se quedaran en sus habitáculos. También había invitado a Raistlin, pero el mago no había llegado todavía. Caramon tenía órdenes de mantener a Tas alejado de allí e incluso de encadenar al revoltoso kender a una pared si hacía falta. Riverwind y Goldmoon representaban al pueblo de las Llanuras. La terrible revelación de que Verminaard seguía vivo y el hecho de que hubiese descubierto su emplazamiento había servido para que los Hombres de las Llanuras reconsideraran sus planes de ponerse en marcha solos. Elistan también estaba presente, con Laurana a su lado. Hederick, como siempre, habló en primer lugar.

Tanis creía que el Sumo Teócrata sería el primero en abogar por abandonar el valle, así que el semielfo se sorprendió cuando el hombre siguió empeñado en quedarse allí.

—Si acaso, este ataque refuerza mi argumento de que deberíamos permanecer en el valle, donde estamos a salvo —dijo Hederick—. ¿Imagináis la tragedia que habría ocurrido si el dragón nos hubiese sorprendido caminando tranquilamente por algún sendero de montaña sin tener dónde escondernos ni hacia dónde huir? ¡Esa bestia nos habría matado a todos! Al no ser así, el Señor del Dragón comprendió que no era enemigo para nosotros y huyó.