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—El Señor del Dragón no vino a atacarnos, Sumo Teócrata —replicó Sturm—. Lord Verminaard vino a localizarnos y tuvo éxito. Ahora sabe dónde encontrarnos.

—¿Y qué hará al respecto? —inquirió Hederick mientras abría los brazos en un gesto interrogante. Sus partidarios, reunidos a su alrededor, asintieron con la cabeza en aire enterado—. ¡No va a hacer nada porque no puede hacer nada! No puede traer tropas a través del paso. Y si vuelve con el dragón nos limitaremos a quedarnos dentro de las cuevas. ¡Ni siquiera lord Verminaard puede prender fuego a esta montaña!

—No estés tan seguro de eso —masculló Tanis.

Intercambió una mirada con Riverwind. Los dos recordaban con absoluta claridad la destrucción en Que-shu, el pueblo del Hombre de las Llanuras, y las sólidas paredes de piedra derretidas como si fueran de mantequilla recién batida.

Tanis miró de soslayo a Elistan y se preguntó cuándo pensaba tomar la palabra el Hijo Venerable. El semielfo empezaba a tener serias dudas respecto a Elistan y sus dioses de la luz. El clérigo había proclamado que el Señor del Dragón había muerto con la ayuda de los dioses, pero sin embargo el perverso personaje seguía vivo. Tanis habría querido preguntarle a Elistan por qué los dioses de la luz no habían sido capaces de impedir que Verminaard volviera de entre los muertos. Sin embargo, no era el momento de cuestionar la fe del Hijo Venerable. El Sumo Teócrata esperaba que se presentara cualquier ocasión para condenar a los nuevos dioses y así volver a la veneración de los dioses de los Buscadores que él y sus seguidores habían promocionado en su propio beneficio. Tanis suponía que Hederick y su pandilla ya estaban trabajando para socavar las enseñanzas de Elistan. Sólo faltaba que él los ayudara en su propósito.

«Hablaré en privado con Elistan —pensó el semielfo—. Entretanto, el Hijo Venerable podría al menos respaldarme y no limitarse a estar ahí sentado, en silencio. Si fuera tan sabio como afirma Laurana se daría cuenta de que no podemos quedarnos aquí.»

—El peligro que corremos aumenta a cada minuto que pasa, mi estimada gente de bien —decía Sturm en ese momento, dirigiéndose a los reunidos—. Verminaard sabe dónde estamos. ¡Y no nos buscó sólo porque sí! Tiene pensado algún plan, eso podéis darlo por seguro. No hacer nada es condenarnos a todos a una muerte cierta.

Uno de los delegados, una mujer llamada Maritta, se puso de pie. Era de mediana edad, robusta y poco atractiva, pero también era una mujer con arrojo y juiciosa que había desempeñado un importante papel ayudando a los refugiados a escapar de Pax Tharkas. Admiraba a Elistan, y Hederick no le gustaba. Entrelazando las manos sobre el estómago, se encaró con el Sumo Teócrata.

—Señor, afirmas que estaremos a salvo del dragón si nos quedamos aquí, pero el dragón no es nuestro único enemigo. Tenemos otro adversario en el invierno y es igual de mortífero. ¿Qué pasará cuando empiecen a escasear nuestras reservas de comida y falte la caza? ¿O cuando el crudo invierno y la carencia de buenos alimentos provoquen enfermedades y muertes entre los mayores y los niños? —Se giró hacia Tanis.

»Y tú, semielfo, quieres que nos marchemos. Bien, de acuerdo. ¿Dónde iremos? ¡Contéstame a eso! ¿Nos harías ponernos en camino sin haber previsto el lugar al que dirigirnos y correr el riesgo de perdernos en terreno agreste o morir de hambre en alguna ladera congelada?

Antes de que Tanis tuviera ocasión de contestar, entró una bocanada de aire helado. La trabajada mampara de ramas entretejidas y pieles de animales que cubría la boca de la cueva de Hederick crujió y se desplazó hacia un lado. La luz de la antorcha parpadeó con el viento; las llamas de la lumbre temblaron. Todos se volvieron para ver quién había llegado.

Raistlin entró en la zona de la reunión. El mago llevaba la capucha bien echada sobre la cara.

—Ha empezado a nevar —informó.

—¿Es que disfruta trayendo malas noticias? —rezongó Sturm.

—¿Qué hace aquí? —demandó Flint.

—Le pedí que viniera y le dije cuándo era la reunión —repuso Tanis, irritado—. ¡Me pregunto por qué llega tarde!

—Porque así podía hacer una entrada efectista —dijo Sturm.

Raistlin se adelantó para acercarse a la lumbre. El mago se movió despacio, sin apresurarse, consciente de que todos los ojos estaban clavados en él, aunque en pocos hubiera algún atisbo de afecto. No obstante, le daba igual ser motivo de una antipatía generalizada. Tanis pensó que quizás Raistlin se deleitaba con ello.

—No te interrumpas por mí, semielfo —dijo el mago, que tosió con suavidad y extendió las manos hacia el fuego para calentarlas. La luz de la lumbre se reflejaba de manera espeluznante en la piel de brillo dorado—. Estabas a punto de decir algo sobre el reino enano.

Tanis no había dicho ni una palabra sobre eso aún. No había pensado soltárselo así a los delegados, de esa forma tan brusca.

—He estado dándole vueltas a la idea de que podríamos hallar un refugio seguro en el reino de Thorbardin... —empezó de mala gana.

Su propuesta provocó una explosión de protestas.

—¡Enanos! —gritó Hederick, ceñudo—. ¡No queremos tener nada que ver con los enanos!

Su opinión fue coreada sonoramente por sus seguidores. Riverwind, sombrío el gesto, sacudió la cabeza.

—Mi gente no viajará a Thorbardin.

—Eh, un momento, todos vosotros —intervino Maritta—. Bien que bebéis aguardiente enano y andáis bien espabilados a la hora de aceptar su dinero cuando los enanos van a vuestras tiendas...

—Eso no significa que tengamos que vivir con ellos. —Hederick hizo una reverencia forzada, con suficiencia, a Flint—. Mejorando lo presente, por supuesto.

Flint no tenía nada que decir en respuesta... Mala señal. Lo normal habría sido que soltara la lengua y le dijera unos cuantas frescas al Teócrata. Por el contrario, el enano permaneció sentado en silencio, ocupado en tallar un trozo de madera. Tanis suspiró para sus adentros. Desde el principio había sabido que el mayor obstáculo a su plan de viajar al reino de Thorbardin iba a ser aquel viejo enano cabezota.

La discusión se acaloró. Tanis echó una mirada de soslayo a Raistlin, que seguía frente al fuego calentándose las manos con un atisbo de sonrisa en los finos labios. «Nos ha lanzado esa bola de fuego por alguna razón —pensó el semielfo—. Raistlin tiene algo en mente. Me pregunto qué será.»

—Ni siquiera se sabe con certeza que siga habiendo enanos bajo las montañas —apuntó Hederick.

Flint rebulló al oír aquello, pero siguió sin decir nada.

—No me opongo a viajar a Thorbardin —manifestó Maritta—, pero es bien sabido que los enanos cerraron las puertas de su reino hace trescientos años.

—Así fue, en efecto —intervino Flint—. ¡Y yo digo que dejemos que esas puertas sigan cerradas!

Un silencio sorprendido se adueñó de los presentes mientras los demás miraban al enano con extrañeza.

—No estás siendo de ninguna ayuda —le reprochó Tanis en voz baja.

—Ya sabes lo que pienso de eso —replicó Flint con acritud—. ¡No pondré un pie bajo la montaña! Aun en el caso de que encontrásemos las puertas, cosa que dudo. Hace trescientos años que desaparecieron.

—Así que no es seguro quedarse aquí y no tenemos adonde ir. ¿En qué posición nos deja eso? —inquirió Maritta.

—En la de seguir aquí —dijo Hederick.

Todos se pusieron a hablar a la vez. La cueva se caldeaba con rapidez, en parte por el fuego y en parte por tantos cuerpos acalorados. Tanis empezó a sudar. No le gustaban los sitios confinados, no le gustaba respirar el mismo aire que otros habían respirado una y otra vez. Estuvo tentado de marcharse y dejar que cada cual cuidara de sí mismo. El jaleo aumentó y el eco de las discusiones rebotó en las paredes rocosas. Entonces Raistlin tosió suavemente.