Raistlin le había dicho que entre el tesoro del dragón de esa condenada ciudad había un libro de hechizos de inmenso valor. Si conseguían derrotar al dragón, Raistlin le había ordenado a Caramon que buscara ese libro y se hiciera con él para dárselo después.
—¿Cómo es? —le había preguntado a su hermano.
—Es como mi libro de encantamientos, sólo que en lugar de estar encuadernado en pergamino, lo está en piel azul oscuro y las runas son de color plateado. Cuando lo toques, notarás un frío sobrenatural —le había dicho Raistlin.
—¿Qué dicen las runas? —Caramon desconfiaba del encargo. No le había gustado la forma en la que su hermano había descrito el libro.
—Será mejor que no lo sepas... —Raistlin había esbozado una sonrisa para sí mismo, una sonrisa misteriosa.
—¿A quién pertenecía ese libro?
Aunque Caramon no era mago sabía muchas cosas sobre la forma de actuar de los hechiceros al haber estado siempre cerca de su gemelo. La posesión más valiosa de un mago era su libro de hechizos, recopilados a lo largo de una vida de trabajo. Escrito en el lenguaje de la magia, cada conjuro se apuntaba con todo detalle y con las palabras precisas, junto con anotaciones sobre la correcta pronunciación de cada vocablo, la inflexión y la entonación exactas, qué gestos debían utilizarse y qué ingredientes podrían hacer falta.
—Tú nunca has oído hablar de él, hermano —le había dicho Raistlin a Caramon tras uno de aquellos raros lapsus en los que parecía estar mirando dentro de sí mismo, aparentemente buscando algo perdido—. Y, no obstante, fue uno de los hechiceros más notables que haya existido. Se llamaba Fistandantilus.
Caramon se había sentido reacio a hacer la siguiente pregunta, temeroso de la respuesta que podría recibir. Al rememorarlo ahora, se dio cuenta de que había sabido con exactitud lo que iba a oír. Ojalá no hubiera abierto la boca.
—Ese Fistandantilus... ¿vestía la Túnica Negra?
—¡No me hagas más preguntas! —Raistlin se había enfadado—. ¡Eres tan desconfiado como los demás! ¡Ninguno de vosotros me comprende!
Pero Caramon comprendía. Lo había comprendido entonces. Lo comprendía ahora... o eso creía. El hombretón esperó hasta que la asamblea empezó a disolverse y entonces se acercó a su gemelo.
—Fistandantilus —dijo en voz baja mientras miraba alrededor para estar seguro de que nadie fuera a oírlos por casualidad—. Ése es el nombre del hechicero perverso... Ése a quien pertenecía el libro que encontraste...
—Sólo porque un mago lleve la Túnica Negra no lo convierte en malvado —repuso Raistlin con un gesto impaciente—. ¿Por qué nunca te entra esa idea en tu dura cabezota?
—De cualquier forma —dijo el guerrero, que no quería tener otra discusión porque lo dejaban confuso y embarullado—, me alegro de que Tanis y Flint decidieran no ir a ese sitio, ese Monte de la Calavera.
—¡Son unos imbéciles, todos ellos! —dijo Raistlin, que echaba chispas—. Ya puestos, Tanis podría usar la cabeza del enano para llamar en la ladera de la montaña, para lo que les va a servir. Nunca encontrarán el modo de entrar en Thorbardin. ¡El secreto está en el Monte de la Calavera!
Le sobrevino un ataque de tos y el mago tuvo que dejar de hablar.
—Te estás excitando demasiado —dijo Caramon—. Eso no te conviene.
Raistlin sacó el pañuelo y se lo llevó a los labios. Inhaló entrecortada, trabajosamente, dos veces. El ataque cedió y el mago posó la mano en el brazo de su hermano.
—Ven conmigo, Caramon. Tenemos mucho que hacer y muy poco tiempo para hacerlo.
—Raist... —A veces, Caramon era capaz de leerle la mente a su hermano y eso fue lo que ocurrió en ese momento, que supo exactamente lo que se proponía hacer Raistlin. El hombretón intentó protestar, pero los ojos de su hermano se entrecerraron de manera alarmante y Caramon se tragó las palabras.
—Vuelvo a nuestro habitáculo —dijo fríamente Raistlin—. Tú decides si vienes o no conmigo.
Dicho esto echó a andar a buen paso y Caramon lo siguió, aunque más despacio.
Raistlin llevaba tanta prisa y su gemelo iba tan decaído que ninguno de los dos reparó en que Sturm caminaba detrás.
Mientras se celebraba la reunión, Tika Waylan permaneció en la cueva que compartía con Laurana intentando peinar la enredada mata de rizos pelirrojos. Tika se había sentado en una pequeña banqueta que Caramon había hecho para ella, a la luz de una vela, y se esforzaba por deshacer un nudo en un mechón donde el peine de madera se había quedado atascado. Podía intentar desenredarlo suavemente, como Laurana le había enseñado, pero ella tenía muy poca paciencia. Antes o después le daría un tirón al peine y arrastraría el nudo y un puñado de cabellos con él.
La manta que la joven había utilizado como puerta improvisada para tapar la entrada se abrió y una ráfaga de aire y un remolino de copos de nieve precedieron a Laurana, que entró con un farol en la mano. Tika alzó la cabeza.
—¿Qué tal ha ido la reunión?
Cuando se habían conocido en Qualiniesti, Tika se había quedado impresionada con Laurana. Las dos no podían ser más distintas. Laurana era hija de un monarca, mientras que Tika era hija de un ilusionista a tiempo parcial y ladrón a jornada completa. Laurana era una elfa, una princesa.
Tika había crecido como una salvaje gran parte de su vida. Habiéndole tomado el gusto a robar ella también, había cometido delitos. Otik Sandhal, propietario de la posada El Ultimo Hogar, en Solace, se había ofrecido a adoptar a la huérfana y le había dado un ganancioso empleo como camarera.
Las dos jóvenes eran totalmente diferentes en aspecto. Laurana era esbelta y grácil, en tanto que Tika tenía un generoso busto y una constitución robusta. La elfa era muy rubia, de tez blanca y sonrosada, mientras que el cabello de la humana era tan rojo como el fuego y su cara estaba llena de pecas.
Tika sabía muy bien que poseía su propio tipo de belleza y la mayor parte del tiempo —cuando no estaba con Laurana— se sentía conforme consigo misma. El pelo rubio de la elfa hacía que el de ella, en contraste, pareciera aún más rojo, del mismo modo que la grácil figura de Laurana hacía que Tika tuviera la impresión de ser toda ella busto y caderas.
—¿Qué tal ha ido? —preguntó Tika, contenta de tener una excusa para dejar de lado el peine. Le dolían el brazo y el hombro y sentía pinchazos en el cuero cabelludo.
—Como era de esperar —repuso Laurana con un suspiro—. Se discutió mucho. Hederick es tonto de remate.
—¡A mí me lo vas a decir! —exclamó Tika, sucinta—. Estaba en la posada cuando metió la mano en el fuego.
—Justo cuando parecía que nadie se pondría de acuerdo, Elistan propuso una solución —continuó Laurana y su voz se suavizó con un tono de admiración—. Su plan es brillante y todos lo han aceptado, incluso Hederick. Elistan sugirió que enviásemos una delegación al reino enano de Thorbardin para ver si podremos encontrar refugio allí. Tanis se ofreció voluntario para ir, junto con Flint.
—¿Y Caramon no? —preguntó Tika con ansiedad.
—No, sólo Tanis y Flint. Raistlin quería que fuesen primero a un lugar llamado el Monte de la Calavera para encontrar el camino secreto que lleva al reino enano o algo por el estilo, pero Flint dijo que el Monte de la Calavera estaba hechizado y Elistan añadió que no había tiempo para hacer ese viaje antes de que entrara el invierno. Raistlin parecía enfadado.
—Apuesto a que sí —dijo Tika con un escalofrío—. Un sitio hechizado con el nombre de Monte de la Calavera encaja con él a la perfección y arrastraría a Caramon con él allí. ¡Gracias a los dioses que no van!
—Hasta Hederick admitió que el plan de Elistan era bueno —comentó Laurana.
—Supongo que la sabiduría va de la mano con las canas —apuntó Tika al tiempo que volvía a coger el peine—. Aunque, por supuesto, eso no ha funcionado en el caso de Hederick.