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—Elistan no tiene el cabello canoso —protestó Laurana—. Es plateado. El pelo plateado hace distinguido a un hombre.

—¿Estás enamorada de Elistan? —preguntó Tika, que metió el peine en la rizosa melena y empezó a dar tirones.

—¡Espera, deja que yo haga eso! —exclamó la elfa, que se había encogido al verla tirar del pelo.

Tika le pasó el peine con gratitud.

—Eres demasiado impaciente —la reconvino Laurana—. Acabarás estropeándote el pelo y sería una lástima, con lo bonito que lo tienes. Te envidio.

—¿En serio? —Tika no salía de su asombro—. ¡No se me ocurre por qué! ¡Tienes un pelo tan brillante y tan rubio!

—Y liso como una tabla —añadió con tristeza la elfa. En sus manos, el peine trabajaba suavemente cada nudo hasta desenredarlo—. En cuanto a Elistan, no, no estoy enamorada de él, pero lo admiro y lo respeto. Ha soportado tanto dolor y sufrimiento... Esas experiencias habrían vuelto cínico y rencoroso a cualquier otro, pero a Elistan lo han hecho más compasivo e indulgente.

—Pues sé de alguien que cree que estás enamorada de Elistan —dijo Tika con una sonrisa traviesa.

—¿A quién te refieres? —preguntó Laurana, que se había puesto colorada.

—A Tanis, por supuesto —repuso la otra joven con picardía—. Está celoso.

—¡Eso es imposible! —Laurana dio al peine un tirón más fuerte de lo normal—. Tanis no me ama. Eso lo dejó bien claro. Está enamorado de esa humana.

—¡Esa zorra de Kitiara! —Tika resopló con desprecio—. Perdón porque haya usado ese lenguaje. En cuanto a Tanis, no sabe distinguir su corazón de su... En fin, no voy a decir qué, pero ya sabes a lo que me refiero. Les pasa igual a todos los hombres.

Laurana se había quedado callada, y Tika giró la cabeza para mirar a la elfa y ver si estaba enfadada.

Laurana, enrojecidas las mejillas por un suave rubor, bajó los ojos. La elfa seguía peinándola pero no prestaba atención a lo que hacía.

«A lo mejor no me ha entendido», comprendió Tika de repente. Le resultaba muy chocante que una mujer de cien años supiera menos sobre el mundo y los hombres que otra que tenía sólo diecinueve. Aun así, Laurana había vivido esos años mimada y protegida en el palacio de su padre, en mitad de un bosque. No era de extrañar su candidez.

—¿Crees de verdad que Tanis está celoso? —preguntó Laurana aún más ruborizada.

—He observado que se pone verde como un goblin cada vez que os ve juntos a Elistan y a ti.

—No tiene razón alguna para pensar que hay algo entre nosotros —dijo la elfa—. Hablaré con él.

—¡Ni se te ocurra! —Tika se giró con tanta rapidez que el peine se le quedó enganchado en el pelo y se lo arrancó de las manos a Laurana—. Déjalo que se cueza en su propia salsa durante un tiempo. A lo mejor así se le quita de la cabeza esa gata montes de Kitiara.

—Pero eso sería casi como mentir —protestó Laurana mientras recuperaba el peine.

—No, no lo sería —dijo Tika—. Además ¿y qué si lo fuera? Todo vale en el amor y en la guerra y los dioses saben que para nosotras, las mujeres, el amor es la guerra. Ojalá hubiera alguien por aquí con quien pudiera darle celos a Caramon.

—Caramon te quiere mucho, Tika —dijo Laurana con una sonrisa—. Eso lo ve cualquiera por la forma que te mira.

—¡No quiero que se limite a echarme miraditas con cara de perro apaleado! ¡Quiero que haga algo al respecto!

—Está Raistlin... —empezó Laurana.

—¡No me menciones a Raistlin! —espetó Tika—. Más que un hermano, Caramon es un esclavo y un día abrirá los ojos y se dará cuenta. Sólo que para entonces quizá ya sea demasiado tarde. —Irguió la cabeza—. Es posible que algunos de nosotros hayamos seguido adelante con nuestra vida.

No hubo más conversación. Laurana reflexionaba sobre la nueva e inesperada revelación de que Tanis quizás estaba celoso de su relación con Elistan. Desde luego, eso explicaría el comentario que le había hecho en la reunión.

Por su parte, Tika siguió sentada en la banqueta que Caramon había hecho para ella y parpadeó para contener las lágrimas... Lágrimas causadas por los tirones en el pelo, claro.

Caramon se quedó rezagado a propósito de camino a la pequeña cueva que ocupaban su gemelo y él. El hombretón conocía a su hermano y sabía que Raistlin planeaba algo; por lo general caminaba despacio, con pasos cautelosos, apoyado en el bastón o en su brazo, pero ahora lo hacía de prisa. El cristal que asía la garra de dragón en lo alto del bastón arrojaba una luz mágica para guiarle los pasos y la roja túnica susurraba al rozarle en los tobillos. No se volvió a mirar para ver si Caramon lo seguía; sabía que iría detrás.

Al llegar a la cueva, Raistlin apartó a un lado la mampara de madera y entró. Caramon lo hizo más despacio y se paró para poner la mampara en su sitio y dejar cerrado durante la noche. Raistlin lo detuvo.

—Déjala así —dijo—. Tienes que salir otra vez.

—¿Quieres que te traiga agua caliente para la infusión? —preguntó Caramon.

—¿Acaso me estoy muriendo con un ataque de tos? —demandó el mago.

—No.

—Entonces, no necesito la infusión. —Raistlin rebuscó entre sus pertenencias, sacó un odre para agua y se lo tendió a su hermano—. Ve al arroyo y llena esto.

—Hay agua en el cubo... —empezó el hombretón.

—Si quieres llevar agua en el cubo durante el viaje, hermano, entonces hazlo, ¡cómo no! —repuso fríamente Raistlin—. A la mayoría de la gente le resulta más práctico un odre.

—¿Qué viaje? —preguntó Caramon.

—El que emprenderemos por la mañana —repuso Raistlin, que volvió a tenderle el odre a su gemelo—. ¡Toma, cógelo!

—¿Dónde vamos? —inquirió Caramon, que mantuvo las manos pegadas a los costados.

—¡Oh, venga ya, Caramon! ¡Ni siquiera tú puedes ser tan estúpido! —Raistlin tiró el odre a los pies de su hermano—. Haz lo que te digo. Partiremos muy temprano y quiero estudiar mis hechizos antes de ir a dormir. También necesitaremos vituallas.

Raistlin tomó asiento en la única silla que había en la cueva, tomó su libro de hechizos y lo abrió. Unos segundos después, sin embargo, lo cerró y, rebuscando en el fondo de una de sus bolsas sacó otro, el libro de encantamientos con la encuadernación en cuero azul. No lo abrió, sólo lo sostuvo entre las manos.

—Vamos al Monte de la Calavera, ¿verdad? —dijo Caramon.

Raistlin no respondió y siguió con las manos en el libro cerrado.

»¡Ni siquiera sabes dónde está! —protestó su hermano.

El mago alzó los ojos hacia Caramon; los iris dorados relucían de un modo extraño a la mágica luz del bastón.

—La cosa es, Caramon, que sí sé dónde está —susurró—. Conozco la ubicación y sé cómo llegar allí. No sé por qué... —Dejó la frase en el aire.

—¿Por qué, qué? —demandó Caramon, desconcertado.

—Por qué lo sé o cómo lo sé. Es extraño, como si ya hubiese estado allí.

—Guarda ese libro, Raistlin, y olvídate de todo esto —pidió el hombretón, preocupado—. El viaje sería muy duro para ti. No podemos escalar la montaña...

—No tenemos que hacerlo —dijo Raistlin.

—Aunque deje de nevar, hará frío, humedad y será un viaje peligroso —añadió Caramon—. ¿Y si Verminaard vuelve otra vez y nos sorprende en campo abierto?

—Eso no ocurrirá porque no estaremos en campo abierto. —El mago asestó una mirada furiosa a su gemelo—. ¡Deja de discutir y ve a llenar el odre de agua!

—No. —Caramon sacudió la cabeza—. No lo haré.

Raistlin inhaló con un ruido que sonaba como un borboteo y luego soltó el aire con fuerza.

—Hermano mío —empezó con suavidad—, si no hacemos este viaje, Tanis y Flint no encontrarán la puerta, y menos aún la forma de entrar en la montaña.

—¿Estás seguro de eso? —Caramon miró a su hermano a los ojos, fijamente.