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—Tan seguro como que les aguarda la muerte, que nos aguarda a todos, si fracasan —contestó el mago sin que le flaqueara la voz ni le vacilara la mirada.

Caramon dio un profundo suspiro, se agachó para recoger el odre y salió de nuevo a la noche y a la nieve.

Raistlin se relajó en la silla, dejó a un lado el libro de hechizos de encuademación en azul oscuro y abrió el suyo.

—Qué alma cándida eres, hermano mío —comentó en tono mordaz.

Al salir, Caramon atisbó a Sturm apostado cerca de la cueva. El hombretón sabía perfectamente bien la razón por la que Sturm se encontraba allí. Había notado que el caballero los observaba en la reunión. Sturm no se rebajaría a espiar a sus amigos; ni a sus enemigos, de hecho. Un acto tan deshonroso iba en contra del Código y la Medida, las rígidas directrices que regían la vida de un Caballero de Solamnia. Sin embargo, el Código y la Medida no mencionaban nada sobre una persuasión amigable. Sturm estaba allí para abordar a Caramon y sacarle la verdad con «persuasión».

El hombretón no sabía guardar secretos; y mentir, menos aún. Si le contaba a Sturm que Raistlin planeaba ir al Monte de la Calavera, el caballero se lo diría a Tanis y sólo los dioses sabían en qué quedaría aquello... Una discusión desagradable en el mejor de los casos; en el peor, una ruptura desastrosa entre amigos de mucho tiempo. Caramon habría querido que Sturm se olvidara del tema.

Una fuerte ráfaga arremolinó los copos de nieve y le permitió ocultar sus movimientos; descendió por la larga cuesta hasta el arroyo. La nevisca cesó, las nubes se abrieron y salieron las estrellas. Echando una ojeada hacia atrás, divisó la silueta de Sturm a la plateada luz de Solinari, todavía deambulando por las inmediaciones de la cueva.

«Dentro de un rato renunciará y se irá a la cama», razonó Caramon.

Al hombretón no le gustaba el plan de su hermano de ir a ese sitio encantado del Monte de la Calavera, pero confiaba en él y creía en el argumento de Raistlin de que el viaje era necesario para salvar vidas. Sabía que era el único en tener esa confianza en su gemelo.

«Bueno, no exactamente. A menudo Tanis busca a Raistlin para pedirle consejo.» Era esa certeza más que el razonamiento de su hermano lo que finalmente lo había inducido a secundarlo en su plan.

«Tanis aprobaría que nos fuéramos si tuviera tiempo para pensar en ello —se dijo para sus adentros Caramon—. Lo que ocurre es que todo ha pasado muy de prisa y Tanis ya tiene muchas cosas de las que preocuparse, tal como están las cosas.»

En cuanto a que Raistlin supiera dónde encontrar el Monte de la Calavera y cómo se proponía llegar allí, Caramon sabía que era mejor no preguntar nada; de todos modos, suponía que tampoco lo entendería. Nunca había entendido a su gemelo, ni siquiera cuando eran niños, y tampoco ahora. La terrible Prueba en la Torre de la Alta Hechicería había cambiado para siempre a su hermano en unos modos que escapaban a su comprensión.

La Prueba también había cambiado para siempre la relación entre ambos. El secreto que Caramon guardaba era lo que había descubierto acerca de su hermano en la Torre. Era un secreto oscuro y espantoso, y Caramon lo guardaba principalmente porque nunca se permitía pensar en ello.

Tras haber sorteado a Sturm, el hombretón alzó la cabeza y respiró el aire frío de la noche. Se sentía mejor a campo raso, lejos de las voces. Allí podía pensar. Caramon no era estúpido, como algunos creían. Le gustaba considerar un problema desde todos los ángulos, rumiarlo, darle vueltas, y eso era lo que lo hacía parecer lento. Nadie se había sorprendido más que él cuando sus amigos elogiaron su idea de que Raistlin usara la magia para provocar una avalancha que cerrara el paso.

Caramon se sentía tan bien allí, a solas, que cuando empezó otra vez a nevar sacó la lengua para atrapar los copos, como había hecho de pequeño. La nieve siempre hacía que volviera a sentirse niño de nuevo. Si la nevada hubiese sido más profunda habría estado tentado de tumbarse en ella boca arriba, abrir y cerrar brazos y piernas y hacer la figura del pájaro en vuelo. Sin embargo, la nieve no era todavía lo bastante profunda y tampoco parecía que tal cosa fuera a ocurrir pronto; las estrellas resplandecían entre las nubes.

Mientras sorteaba el obstáculo de un afloramiento rocoso que se encontraba en su camino y a la vez intentaba no perder el equilibrio, Caramon estuvo a punto de darse de bruces con Tika.

—¡Caramon! —soltó ella, complacida.

—¡Tika! —exclamó él, alarmado.

Se sintió como el guerrero del dicho popular que había esquivado a los kobolds para ir a caer víctima de los goblins. Había conseguido escabullirse de las preguntas de Sturm, pero si había una persona en el mundo capaz de enredarlo en sus rizos pelirrojos y engatusarlo para sacarle lo que quería saber, ésa era Tika Waylan.

—¿Qué haces aquí fuera en plena noche? —le preguntó la joven.

—Iba por agua —contestó Caramon al tiempo que alzaba el odre. Rebulló un instante, nervioso, apoyando el peso ora en un pie ora en otro, y después añadió:— ¡Tengo que irme ya! —y echó a andar.

—Yo también voy al arroyo —dijo Tika, que lo alcanzó—. Me temo que me perdí en la nieve. —Deslizó una mano por el brazo del hombretón para agarrarse—. Pero no tengo miedo cuando estoy contigo.

Caramon tembló de la cabeza a los pies. Hubo un tiempo en el que había pensado que Tika Waylan era la chica más fea que había en el mundo, además de ser el mayor incordio que hubiera pisado la faz de Krynn. Se había ausentado cinco años —en los que había trabajado como mercenario junto a su gemelo— y al regresar y ver a Tika le pareció la mujer más atractiva y maravillosa que había conocido en su vida; y no habían sido pocas.

Robusto, apuesto, fuerte y musculoso, con una sonrisa risueña y de natural bueno, a Caramon nunca le había faltado compañía femenina. Les gustaba a las chicas y las chicas le gustaban a él. Se había permitido tener numerosos devaneos con incontables mujeres y había pasado más veces de las que podía contar acurrucado con alguien en los altillos de establos y entre la paja de almiares. Sin embargo, ninguna mujer le había llegado al corazón. No hasta que apareció Tika. Y de hecho no es que le hubiese llegado al corazón, sino que el corazón le había saltado del pecho para caer rendido a sus pies.

Deseaba ser un hombre mejor por ella. Deseaba ser más listo, más valiente, y, no obstante, cada vez que estaba con ella se ponía nervioso y se atolondraba, sobre todo cuando se arrimaba a él, como hacía ahora. Caramon recordaba una conversación que había tenido con Goldmoon. La mujer de las Llanuras le había advertido que, a pesar de que Tika hablara y actuara como una mujer mundana, en realidad era joven e inocente. Caramon no debía aprovecharse de ella o le haría mucho daño. El hombretón estaba decidido a mantener un estricto control sobre sí mismo, pero le resultaba muy difícil cuando Tika lo miraba como hacía en ese momento, con la nieve arrancando destellos de los rizos pelirrojos, las mejillas arreboladas por el frío y los verdes ojos resplandecientes.

De repente, Caramon empezó a sospechar que la joven no estaba allí fuera para ir al arroyo. No llevaba cubo y, desde luego, no se iba a bañar. Iba al arroyo porque quería estar con él y aunque la idea era tan estimulante como un ponche con especias, el hecho de saberlo sólo conseguía incrementar su confusión.

Caminaron en silencio, con Tika echándole miradas de soslayo cada dos por tres, como esperando a que hablase. A él no se le ocurría nada de lo que hablar y entonces, cómo no, la joven dijo lo peor que podía haber dicho:

—He oído que tu hermano quería marcharse a una terrible fortaleza que se llama el Monte de la Calavera, pero que Tanis no lo dejó. —Tika tuvo un escalofrío y se apretó más contra él—. Me alegra que no vayas allí.