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—Caramon viene por decisión propia —repuso el mago con una sonrisa ambigua ante el candor del caballero—. ¿No es cierto, hermano?

—Raistlin dice que hemos de ir, Sturm —intervino el guerrero—. Dice que Flint y Tanis no podrán encontrar la puerta de Thorbardin sin la llave secreta que se encuentra en el Monte de la Calavera.

—Hay muchas cosas importantes por las que deberían conseguir entrar en Thorbardin, ¿no es cierto, Sturm Brightblade? —sugirió Raistlin con un ligero golpe de tos.

El caballero lo miró atentamente.

—Os dejaré ir con una condición —dijo luego, mientras soltaba la empuñadura de la espada y se apartaba a un lado—. Iré con vosotros.

Caramon se encogió al temer que su gemelo montaría en cólera.

En cambio, Raistlin dirigió a Sturm una mirada extraña, con los ojos entrecerrados.

—No veo inconveniente alguno en que el caballero nos acompañe —dijo después en voz queda—. ¿Y tú, hermano?

—No —contestó Caramon, asombrado.

—De hecho, podría serme de utilidad. —Raistlin empujó al caballero para pasar y siguió por la vereda que conducía a través del bosque.

Sturm recogió un petate que, por el ruido metálico que salía de él, debía de guardar la mayor parte de su armadura. Llevaba puestos el yelmo y el peto, con la rosa y el martín pescador, símbolo de la orden de caballería de Solamnia; el resto lo cargaba en el petate.

—¿Lo sabe Tanis? —preguntó Caramon en voz baja cuando Sturm lo alcanzó en la vereda.

—Lo sabe. Lo hice partícipe de mi sospecha de que Raistlin se marcharía por su cuenta —contestó Sturm mientras se colocaba el petate en una postura más cómoda sobre el hombro.

—¿Le... eh... dijo algo Tika?

—Así que se lo dijiste a ella —dijo el caballero con una sonrisa—, pero no se lo contaste a Tanis.

Caramon se sonrojó hasta la raíz del cabello.

—No iba a decírselo a nadie, pero Tika me... acorraló. ¿Está muy enfadada? —preguntó, entristecido.

Sturm no contestó y se atusó el largo bigote, que era la forma que tenía el caballero de no entrar en un tema desagradable. Caramon suspiró y sacudió la cabeza.

—Me sorprende que Tanis no intentara detener a Raistlin. —Cree que hay algo de verdad en las afirmaciones de tu hermano, aunque no quiso decirlo delante de Hederick. Si conseguimos hallar la llave de las puertas de Thorbardin y si encontramos las puertas a tiempo, hemos de hacérselo saber de inmediato.

—¿Y cómo sabremos dónde buscarlo? —inquirió el guerrero—. Va a estar de caminata por las montañas con Flint.

Sturm dirigió una mirada penetrante a Caramon.

—Es interesante que a Raistlin no se le ocurriera preguntar eso a Tanis, ¿verdad? Sospecho que su plan es buscar Thorbardin él mismo si da con la llave. ¿Qué crees tú que anda buscando en el Monte de la Calavera?

—Eh... No lo sé —contestó Caramon, con los ojos clavados en el suelo cubierto de nieve—. No me lo había planteado.

—No —dijo Sturm en voz baja mientras le lanzaba una mirada penetrante—. Supongo que no te lo plantearías.

—¡Raist dice que vamos a ayudar a los refugiados! —argüyó el guerrero, a la defensiva, y Sturm gruñó.

—¿Cómo sabe dónde va? —preguntó luego en voz baja—. ¿Cómo es que conoce el camino? ¿O es que vamos a deambular a la aventura por ahí?

Caramon observó a su gemelo, que caminaba con seguridad por la vereda entre los árboles. El mago iba ahora más despacio y de vez en cuando tanteaba con la punta del bastón en el suelo, como haría un ciego, y, sin embargo, no daba la impresión de que se hubiera perdido. Avanzaba con determinación y cuando se paraba para mirar a su alrededor lo hacía sólo con brevedad y en seguida reanudaba la marcha.

—Dice que conoce un camino, un camino secreto. —Al advertir la expresión de Sturm añadió:— Raist sabe muchas cosas. Lee libros.

Nada más haber hablado, Caramon lamentó haberlo hecho porque le hizo pensar en algo que no le gustaba —el libro de encuadernación azul oscura— y rechazó el recuerdo rápidamente. Si Raistlin había encontrado indicaciones en el libro que había pertenecido a un malvado hechicero, él no quería saberlo.

—A lo mejor se lo dijo Flint —sugirió el guerrero, y la posibilidad de que hubiese sido así lo alegró—. Sí, eso es. Flint tiene que habérselo dicho.

Sturm sabía que era inútil señalar lo obvio: Flint no le diría a Raistlin ni la hora que era. Caramon llevaba tantos años engañándose a sí mismo con respecto a su hermano que no vería la verdad ahora ni aunque le diera una patada en el trasero.

Unos pasos por delante de los otros, Raistlin sabía perfectamente que su hermano y el caballero hablaban de él. Incluso sabía sobre qué hablaban. Podría haber citado palabra por palabra las frases de cada uno de ellos. Le daba igual. Si el caballero lo difamaba, Caramon lo defendería. Él lo defendía siempre. A veces, Raistlin se sorprendía a sí mismo deseando que Caramon sacara a relucir un poco de carácter y le hiciera frente, que lo desafiara. Entonces razonaba que si tal cosa ocurría Caramon dejaría de serle útil y todavía lo necesitaba. Llegaría el día en el que podría vivir sin depender de su hermano, pero por ahora no. Todavía no.

El mago echó una mirada de soslayo por encima del hombro a los dos hombres: su hermano cargado como una acémila y Sturm Brightblade, el caballero venido a menos, a cuestas por el mundo con su nobleza dentro de un petate.

«¿Por qué habrá querido venir? —se preguntó Raistlin, intrigado—. ¡Desde luego, al noble caballero no le preocupa la suerte que pueda correr yo! Finge estar preocupado por Caramon, pero sabe perfectamente que mi hermano es un guerrero experimentado que sabe cuidar de sí mismo. Sturm tiene alguna razón propia para acompañarnos. Me pregunto qué será... ¿Por qué se muestra tan interesado en el Monte de la Calavera? En realidad ¿por qué me interesa tanto a mí?» se planteó Raistlin.

No sabía la respuesta a eso.

El mago se quedó plantado en medio del sendero, obstruyéndoles el paso a los otros dos, y escudriñó la pared rocosa de la montaña. Buscaba la imagen que todavía era borrosa en su mente, pero que se iba haciendo más clara y más precisa a cada paso que daba. Sabía lo que estaba buscando... O, más bien, lo sabría cuando lo viera. Sabía un camino secreto que llevaba al Monte de la Calavera, pero aún no lo conocía. Había recorrido ese camino antes y jamás había puesto los pies en él. Había estado allí y no había estado. Había hecho todo aquello sin hacerlo.

El día del ataque del dragón en la arboleda, Raistlin estaba escribiendo un nuevo conjuro en su libro de hechizos cuando de repente el cálamo, aparentemente por voluntad propia, se había puesto a garabatear las palabras «Monte de la Calavera» sobre la página.

Raistlin había mirado de hito en hito aquellas palabras, el cálamo y la mano con la que lo sujetaba. Tras romper la página estropeada había intentado anotar de nuevo el encantamiento. Por segunda vez, la pluma había escrito el mismo nombre. Raistlin había arrojado lejos de sí el cálamo mientras rebuscaba en su mente hasta recordar, por fin, dónde había oído ese nombre y relacionado con qué y con quién.

Fistandantilus. El Monte de la Calavera era la tumba del hechicero.

Un escalofrío desagradable le había recorrido todo el cuerpo al tiempo que sentía un hormigueo en la sangre, como si le estuviera entrando fiebre. No lo había pensado hasta ese momento, pero el Monte de la Calavera tenía que hallarse cerca de donde estaban acampados. ¡Las maravillas que podría encontrar allí! Artefactos mágicos de la antigüedad, los libros de encantamientos del hechicero, iguales al que ya tenía en su poder.

Esa sería su recompensa, pero Raistlin tenía la incómoda sensación de que alguien lo estaba guiando hacia el Monte de la Calavera por razones más oscuras y siniestras. De ser así —y tal era la razón de que hubiese decidido admitir a Sturm en el grupo— ya se enfrentaría a ello llegado el momento.