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Sturm Brightblade era un mojigato arrogante e insufrible que no meaba sin antes rezar por ello. Aun así, era un diestro espadachín. Quizás el Monte de la Calavera sólo era un montón de antiguas ruinas, como les había dicho a los demás en la asamblea la noche anterior.

Ni siquiera él mismo lo creía.

—Así que Raistlin ha ido al Monte de la Calavera —dijo Flint, que añadió con acritud—: Pues... ¡adiós muy buenas! Pero ha llevado a dos buenos hombres, Caramon y Sturm, a su muerte.

—Esperemos que las cosas no lleguen a eso —deseó Tanis—. ¿Estás listo?

—Todo lo listo que puedo estar —rezongó el enano—. Pero quiero hacer constar que todo esto es una pérdida de tiempo. Si damos con las puertas, cosa que dudo, los enanos no las abrirán para nosotros jamás. Si las abren, no nos dejarán entrar. Los corazones de los clanes de Thorbardin son duros y fríos como la misma montaña. La única razón de que vaya, semielfo, es para tener la oportunidad de decir: «¡Te lo dije!»

—Son tantas las cosas que están cambiando en el mundo que quizá los corazones de los enanos han cambiado también —sugirió Tanis.

Flint soltó un sonoro resoplido y continuó haciendo el equipaje. Dejó que Tanis se encargara de apaciguar al kender, que se mostraba tremendamente defraudado.

—¡Por favor, por favor, por favor, Tanis, déjame ir! —suplicaba Tasslehoff. Estaba sentado en una silla, la misma a la que lo habían atado hacía poco, y daba patadas contra las patas—. Es justo y lo sabes. Después de todo, vas a utilizar uno de mis mejores mapas.

—¡Que le llevemos, dice! —rezongó Flint desde el otro lado de la cueva—. Nos dejarían fuera otros trescientos años. Los enanos nunca permitirían entrar a un kender en la montaña.

—Creo que sí lo harían —argumentó Tas, anhelante—. Después de todo, los enanos y los kenders estamos emparentados.

—¡No es cierto! —bramó Flint.

—Pues claro que sí —discutió Tas—. Al principio éramos gnomos, luego apareció la Gema Gris y los gnomos intentaron atraparla y ocurrió algo, ahora no me acuerdo qué, y Reorx convirtió a algunos gnomos en enanos y a otros en kenders, así que, ya ves, somos primos hermanos, Flint.

El enano empezó a farfullar.

—¿Por qué no me esperas fuera? —le pidió Tanis.

Flint lanzó una mirada furibunda a Tas y después recogió su mochila y salió pisando fuerte.

—Por favor, Tanis —imploró el kender, que lo miraba con ojos suplicantes—. Sabes que me necesitas para evitar que te metas en líos.

—Aquí te necesito mucho más, Tas —adujo el semielfo.

—Eso sólo lo dices por decir. —El kender sacudió la cabeza con aire abatido.

—Estando ausentes Sturm, Caramon y Raistlin, cuando nos marchemos Flint y yo ¿quién va a cuidar de Tika y de Laurana? Y de Riverwind y Goldmoon.

Tas reflexionó sobre ello.

—Riverwind tiene a Goldmoon. Laurana tiene a Elistan... ¿Qué pasa, Tanis? ¿Te duele el estómago?

—No, qué va a dolerme el estómago —repuso el semielfo, irritado. No sabía por qué la mención de Laurana y Elistan tenía que ponerlo de mal humor. Al fin y al cabo, lo que hicieran no era de su incumbencia.

—Es que has puesto ese gesto que tiene la gente cuando les da dolor de...

—¡He dicho que no me duele el estómago! —gritó Tanis.

—Pues mejor así —comentó Tas—. No hay nada peor que un dolor de estómago cuando se emprende un largo viaje. Tienes razón. Estando fuera Caramon, Tika no tiene a nadie. Me quedaré para cuidar de ella.

—Gracias, Tas. Me has quitado un peso de encima.

—Será mejor que vaya a buscarla ahora mismo —añadió Tas, encantado con su nueva responsabilidad—. A lo mejor está en peligro.

A decir verdad, el que corría peligro era el kender. Tika no se levantaba nunca antes del mediodía si podía evitarlo y justo en ese momento el día estaba rompiendo. Tanis no quería imaginar lo que le podía ocurrir al pobre Tas cuando irrumpiera en la cueva y la despertara a esa hora tan temprana.

Tanis encontró a Riverwind y a Goldmoon esperándolo. La mujer le dio un suave beso.

—Pediré a los dioses que te acompañen, Tanis —dijo y añadió con una sonrisa traviesa—: tanto si quieres que vayan contigo como si no.

Tanis esbozó una mueca un tanto tímida y se rascó la barba. No sabía qué decir y, para cambiar de tema, se volvió hacia Riverwind.

—Gracias por aceptar tomar el mando de la gente, amigo mío —le dijo—. Sé que no ha sido una decisión fácil y tampoco lo será la tarea que te espera, me temo. ¿Sabes lo que hay que hacer si atacan el valle?

—Lo sé. —Riverwind tenía una expresión sombría, si bien agregó en voz queda—: Los dioses están con nosotros. Confiemos en que ese ataque no se produzca.

«Los dioses están más con Verrninaard que con nosotros —pensó el semielfo con amargura—. Lo trajeron de vuelta a la vida.»

Sin embargo, se limitó a asentir con la cabeza y, mientras estrechaba la mano a Riverwind, volvió a recordarle la ubicación del lugar en el que habían acordado reunirse, un poblado de enanos gullys al mismo pie de la montaña donde Flint decía que podría encontrarse la puerta a Thorbardin.

A regañadientes y sólo después de muchos esfuerzos para persuadirlo, el enano reveló la existencia de ese poblado. Se negó a decir cómo sabía que estaba allí, pero Tanis sospechaba que había sido allí donde el viejo enano había sido capturado por los gullys unos cuantos años atrás y lo habían tenido prisionero. Flint nunca había querido hablar de los detalles de aquella experiencia horrenda y traumática.

Riverwind señaló el mapa enrollado que llevaba metido debajo del cinturón. Lo había dibujado la noche anterior con las indicaciones de Flint y consultando uno de los mapas de Tasslehoff.

—Sé dónde está situado el poblado —dijo—. Se encuentra al otro lado de las monrañas y, por ahora, no hay forma de cruzar esa cordillera.

—Hay un paso —afirmó, impasible, Flint.

—No dejas de repetir eso, pero mi gente ha rastreado el área y no ha encontrado la menor señal de que lo haya.

—¿Tus exploradores son enanos? Cuando lo sean, vuelve y hablaremos —rezongó Flint. Colgados de un correaje a la espalda llevaba el hacha de guerra y el zapapico y se ajustó las armas hasta encontrar una postura más cómoda, tras lo cual dirigió una mirada ceñuda a Tanis—. Si vamos a marcharnos, más vale que nos pongamos en camino y nos dejemos de cháchara.

—Bien, pues, nos vamos. Iremos marcando el camino para que lo sigáis si tenéis que hacerlo. Espero que...

Enmudeció en mitad de la frase cuando un escalofrío de miedo le estrujó las entrañas. Se le puso piel de gallina y el vello de la nuca se le erizó. Las viejas comadres habrían dicho que alguien caminaba sobre su tumba. Goldmoon había empalidecido y la respiración de Riverwind, que tenía prietos los puños, era agitada. Flint sacó el hacha y buscó al enemigo, pero la sensación pasó sin que hubiese aparecido enemigo alguno.

—Dragones —dijo el enano, sombrío.

—Están ahí arriba —convino Goldmoon con un escalofrío, y se arrebujó en la capa—, observándonos.

Riverwind tenía la cabeza echada hacia atrás y escudriñaba el cielo. Tanis hizo otro tanto, pero ninguno de los dos consiguió divisar nada en el pálido azul del alba. Los dos hombres se miraron y comprendieron que ambos habían adivinado lo que pasaba.

—Tanto si los vemos como si no, están ahí arriba. Haz que la gente esté preparada, Riverwind. Si surgen problemas, no dispondréis de mucho tiempo para huir.

Tanis se entretuvo un poco más buscando alguna frase de esperanza o de consuelo. No se le ocurrió nada que decir. Recogió la mochila y el enano y él echaron a andar por la vereda que conducía pendiente abajo. El enano se detuvo un instante y se giró hacia atrás.

—¡Traed picos! —gritó.

—¡Picos! —repitió Riverwind, fruncido el entrecejo—. ¿Es que quiere que nos abramos camino al interior de la montaña a golpe de pico? Esto no me gusta. Empiezo a pensar que me equivoqué al tomar esta decisión. Nuestro pueblo debería haber partido sin otra compañía.

—Tus razones para tomar esta decisión eran acertadas, esposo. Ni siquiera los guerreros que-kiris se opusieron cuando les comunicaste tu decisión. Tienen suficiente sentido común para darse cuenta de que un grupo numeroso da más seguridad. No empieces a cuestionar tus decisiones. El jefe de tribu que mira hacia atrás mientras camina hacia adelante tropezará y caerá. Es lo que decía mi padre.

—¡Otra vez a vueltas con tu padre! —replicó Riverwind, furioso—. ¡No siempre tomó decisiones acertadas! Fue él quien ordenó a la gente que me lapidara ¿o es que te has olvidado de eso, Hija de Chieftain?

Echó a andar y dejó a Goldmoon, que no salía de su asombro, siguiéndolo con la mirada.

—No lo dijo en serio —la tranquilizó Laurana, que subía por la ladera y se paró a su lado—. Lo siento, no pude evitar oír lo que hablabais. Está preocupado, eso es todo. Carga con una gran responsabilidad.

—Lo sé. —Goldmoon suspiró con tristeza—. Y me temo que no soy precisamente una ayuda. Tiene razón. No tendría que compararlo cada dos por tres con mi padre. Mi intención era aconsejarlo, nada más. Mi padre era un hombre sabio y un buen jefe. Cometió un error, pero eso fue porque no entendía la situación. —Miró de nuevo a su esposo y suspiró otra vez.

»Lo amo muchísimo y, sin embargo, parece que le hago más daño del que le haría a mi peor enemigo.

—El amor nos da un poder mayor para hacer daño que el que da el odio —susurró Laurana.

Dirigió la vista hacia Flint y Tanis, unas formas imprecisas en el plomizo amanecer que descendían hacia el valle.

—¿Viniste a decirle adiós a Tanis? —preguntó Goldmoon al observar que la mirada de la joven los seguía.

—Pensé que querría despedirse de mí —contestó Laurana—. Esperé, pero no vino. —Se encogió de hombros—. Por lo visto le da igual.

—No le da igual, Laurana —la contradijo Goldmoon—. He visto cómo te mira. Lo que pasa es que... —Vaciló.

—No puedo competir con el recuerdo de una rival —dijo la elfa con amargura—. Kitiara siempre será perfecta para él. Sus besos siempre sabrán más dulces. No está aquí y no puede decir o hacer mal algo. Así es imposible que yo gane.

Goldmoon estaba impresionada con el comentario de la elfa. Competir con un recuerdo. Eso era lo que ella le estaba obligando a hacer a Riverwind. No era extraño que se sintiera molesto. Fue en su busca para disculparse, cosa que, al estar recién casados, sabía que un tierno «lo siento» sería bien acogido.

Laurana se quedó allí, con la mirada prendida en Tanis.