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—¿El qué? —preguntó su hermano con impaciencia.

—Según Flint, cuando el hechicero vio que estaba a punto de caer derrotado, decidió destruirlo todo y se mató a sí mismo y a miles de guerreros de sus propias tropas. —Gesticuló señalando el túnel—. ¿Por qué iba a hacer algo así cuando podría haberse puesto a salvo?

—En eso tienes razón, hermano —convino el mago, pensativo—. Es extraño. Me pregunto...

—¿Qué te preguntas? —inquirió Caramon.

—Nada. —Raistlin sacudió la cabeza, pero siguió meditabundo.

—¡Bah! El hechicero estaba loco, consumido por su propia maldad —dijo Sturm, rotundo.

—A Fistandantilus se le podrán atribuir otras muchas cosas, pero no estaba loco —lo contradijo con suavidad el mago, que se encogió de hombros y pareció salir de su ensoñación—. Estamos perdiendo el tiempo con especulaciones vanas. No es probable que se llegue a saber la verdad de lo que ocurrió en Zhaman al final.

En la exploración que llevaron a cabo por el túnel descubrieron un depósito con armas y armaduras de manufactura enana, así como antorchas y faroles, picos y otras herramientas, provisiones de comida y barriles de cerveza. Los roedores habían devorado todos los alimentos. Para desencanto de Caramon, los barriles también estaban vacíos, aunque su hermano indicó que una cerveza que hubiese permanecido en barricas durante tres siglos difícilmente habría estado en condiciones de beberse.

Sturm encendió una de las antorchas y se puso a examinar la zona para buscar huellas u otras señales que indicaran que se hallaba habitada. Exploró el túnel a lo largo de más de un kilómetro y volvió para informar que no había encontrado ninguna indicación de que otros seres vivos hubiesen recorrido el túnel. Le dio un énfasis sombrío a la palabra «vivos», lo que les recordó que se suponía que en el Monte de la Calavera había fantasmas.

Raistlin sonrió y no dijo nada.

Caramon propuso pasar la noche en la entrada y al día siguiente recorrer el túnel. Raistlin habría seguido adelante a pesar de saber que no llegaría lejos antes de desplomarse. Aunque cansado hasta el agotamiento, estaba desasosegado, incapaz de quedarse quieto.

Comió poco y bebió su infusión. Caramon y Sturm se sentaron cómodamente y hablaron sobre lo que sabían de la Guerra de Dwarfgate, conocimientos que en su mayor parte provenían de las historias que les había contado Flint sobre el conflicto. Raistlin paseaba por el túnel y contemplaba fijamente la oscuridad deseando poder traspasarla y arrancarle sus secretos. Cuando por fin estuvo tan exhausto que no pudo dar un paso más, se tumbó en el petate y al instante se quedó profundamente dormido.

Caramon y Sturm debatieron si cerraban la entrada al túnel empujando la piedra hasta ponerla en su sitio. Decidieron dejarla abierta por si tenían que hacer una huida rápida.

Como dijo el caballero mientras se arropaba con la manta, sabían lo que había allí fuera, pero no lo que había ahí dentro.

—Y sabemos que no nos han seguido —añadió Caramon con un bostezo.

Resultó que los dos se equivocaban. Tas y Tika estaban allí fuera y los habían estado siguiendo.

Había pasado la mitad del día cuando Tasslehoff y Tika consiguieron por fin escabullirse de la asignación de la colada. Cuando llegó el momento de extender las empapadas prendas de vestir y la ropa de cama sobre los arbustos para que se secaran, Tika se había ofrecido voluntaria para la tarea. Un rápido codazo en las costillas había logrado que Tas se ofreciera voluntario también. El kender se las había ingeniado para recuperar las mochilas y esconderlas debajo de un tronco carcomido. Tras recogerlas, los dos habían tirado la colada que se suponía tenían que poner a secar y se habían marchado a hurtadillas del campamento.

No fue difícil dar con la vereda que habían tomado los tres hombres. En la nieve se marcaban las huellas de los pies estrechos de Raistlin y las marcas del roce del repulgo de la túnica, así como los hoyos dejados por la punta del bastón. Las grandes huellas de Caramon estaban siempre cerca de las más pequeñas de su hermano y las pesadas marcas de Sturm iban detrás, en la retaguardia.

Muy conscientes de que habían perdido un tiempo valioso y que sólo les quedaba medio día antes de que la oscuridad les diera alcance, Tika intentó hacer todo lo posible para avanzar de prisa. No era cosa fácil, ya que Tasslehoff se distraía continuamente con algo que veía y se desviaba cada dos por tres para investigar. Tika tenía que convencerlo por las buenas para que se olvidara de ello o retenerlo a la fuerza o, si miraba hacia otro lado cuando se escabullía, salir en su persecución.

Cuando cayó la noche los dos estaban dentro del bosque.

—Tenemos que parar —dijo la joven, desanimada—. Si seguimos adelante podríamos perderles el rastro en la oscuridad. ¿Este claro sería un buen sitio para acampar?

—Como cualquier otro —contestó Tas—. Probablemente habrá lobos rondando por ahí, listos para hacernos pedazos, pero si encendemos una hoguera los mantendremos a raya.

—¿Lobos? —Tika echó una ojeada inquieta al oscuro bosque.

Había llegado muy lejos de Solace y de la posada El Ultimo Hogar, donde había trabajado como camarera, al emprender un viaje que nunca había imaginado que haría. Tampoco había imaginado que se enamoraría en ese viaje y desde luego no de Caramon Majere, que se había burlado cruelmente de ella cuando era una chiquilla llamándola «pelo de zanahoria», «cara pecosa» y «flacucha».

Ahora ya no la llamaba esas cosas, claro. Nadie lo hacía. Tika se había rellenado muy bien; demasiado, a su entender, si se comparaba con la grácil Laurana, que parecía una sílfide. De generosos senos, ancha de hombros, brazos fuertes y musculosos conseguidos tras años de acarrear pesadas bandejas y levantar grandes jarros de cervezas, a Tika le hacía gracia cuando alguien la decía «bonita». Los rizos pelirrojos, los ojos verdes y la fulgurante sonrisa habían robado más de un corazón en Solace y ahora el de Caramon se contaba entre ellos; el que ella atesoraba de verdad.

Y allí estaba ahora, lejos de casa, lejos de cualquier cosa parecida a un hogar, y pasando la noche en un bosque oscuro, muy oscuro, con un kender por toda compañía. Aunque Tasslehoff era su mejor amigo y se alegraba de que estuviera con ella, no podía evitar desear que no hablara tanto ni tan alto y, sobre todo, que dejara de dar brincos con cada ruido raro mientras chillaba: «¿Has oído eso, Tika? ¡Ha sonado como si fuese un oso!»

Tika había pasado muchas noches al raso en terreno agreste durante ese viaje, pero siempre en compañía de guerreros experimentados que sabían cómo defenderse. La muchacha había participado en unos cuantos combates, pero hasta el momento la única arma que había manejado con brío era una pesada sartén de hierro. Había encontrado una espada, pero era muy consciente, ya que se lo habían dicho hasta la saciedad, de que cuando la blandía sólo era peligrosa para sí misma.

La joven no había tenido intención de pasar la noche sola, sino con Caramon. Sabía que cuando los alcanzaran ni Sturm ni Caramon la obligarían a regresar sola y sin protección, dijera lo que dijera Raistlin. Tendrían que dejar que Tas y ella se unieran al grupo y así podría impedir que Caramon se metiera en cualquier situación peligrosa a la que sin duda su hermano lo arrastraría.

Un chasquido cercano hizo que se le parara el corazón.

—¿Qué ha sido eso? —dijo con un respingo.

A Tas le había entrado sueño para entonces y se había acostado.

—Probablemente un goblin —respondió adormilado—. Tú haces la primera guardia.

Tika dio un chillido ahogado y asió la espada.

—No te preocupes —la animó Tas mientras se tapaba la cabeza con la manta—. Los goblins casi nunca atacan de noche. Los fantasmas y los espectros sí lo hacen.

Tika, que se había calmado un poco, dejó de sentirse tranquila.

—No crees que haya fantasmas aquí, ¿verdad? —preguntó consternada.