—Los humanos tienen que viajar hacia el sur, una ruta que los llevará a las montañas Kharolis. Estando el invierno a las puertas, habrán de hallar refugio y alimento. ¿Cuántos han escapado?
—Unos ochocientos. Los que trabajaban en las minas. Hombres, mujeres, niños.
—Ah, llevan niños con ellos. —Dray-yan parecía complacido—. Eso los hará ir más despacio. Podemos actuar sin precipitación, comandante, perseguirlos cuando nos venga bien.
—¿Y qué pasa con las minas? El ejército necesita acero. Al emperador le disgustará que se cierren las minas.
—Tengo algunas ideas sobre ese asunto. En cuanto a los humanos...
—Por desgracia ahora tienen cabecillas —se quejó Grag—. Líderes inteligentes, no como esos temblorosos viejos idiotas, los Buscadores. Los mismos cabecillas que planearon la revuelta de los esclavos y combatieron y mataron a su señoría.
—Eso fue suerte, no destreza —manifestó el aurak, desdeñoso—. Vi a esos que llamas líderes: un mestizo elfo, un mago enfermo y un bárbaro salvaje. Los otros eran incluso menos dignos de prestarles atención. No creo que tengamos que preocuparnos por ellos demasiado.
—Hemos de perseguir a los humanos —insistió Grag—. Tenemos que encontrarlos y traerlos de vuelta, no sólo por el trabajo en las minas. Hay algo en ellos que es de vital importancia para su Oscura Majestad. Me ha ordenado ir tras ellos.
—Sé de qué se trata —contestó Dray-yan con aire triunfante—. Verminaard lo tenía puesto en sus notas. La reina teme que puedan descubrir algún tipo de artefacto enmohecido, un martillo o algo por el estilo. Se me ha olvidado cómo se llama.
Grag sacudió la cabeza. No le interesaban los artefactos.
»Los perseguiremos, Grag, te lo prometo —dijo el aurak—. Traeremos de vuelta a los hombres para que trabajen en las minas, aunque no nos tomaremos esa molestia con las mujeres y los niños. Sólo ocasionan problemas. Nos limitaremos a deshacernos de ellos...
—No de todas las mujeres. Mis soldados necesitan divertirse un poco... —comentó Grag en tono lascivo.
Dray-yan hizo una mueca de asco. Consideraba repulsiva la lujuria antinatural que algunos draconianos sentían por las hembras humanas.
—Mientras tanto, en el mundo tienen lugar otros acontecimientos más importantes sucesos que podrían tener repercusiones para la guerra y para nosotros.
Dray-yan sirvió una copa de vino a Grag, hizo que éste se sentara frente al escritorio y le acercó uno de los montones de papeles.
—Repasa tú estos documentos. Sobre todo presta atención cuando se hable de un sitio llamado Thorbardin.
1
El conjuro para la tos. Infusión caliente. Las gallinas no son águilas
Con cansancio, Raistlin Majere se arrebujó en una manta y se tendió en el suelo de tierra de la cueva, oscura como boca de lobo, e intentó conciliar el sueño. Casi de inmediato se puso a toser. Esperó que fuera un corto ataque de tos, como ocurría a veces, y que se le pasara pronto, pero la sensación de opresión en el pecho no cesó. Por el contrario, la tos empeoró. Se sentó derecho y respiró con esfuerzo mientras un regusto a hierro le llenaba la boca. Buscó a tientas el pañuelo y se lo llevó a los labios. En la profunda oscuridad de la pequeña cueva no podía verlo, pero tampoco era necesario. Sabía muy bien que cuando retirara el pañuelo la tela tendría manchas rojas.
Raistlin era un hombre joven, de poco más de veinte años, pero a veces se sentía como si hubiese vivido un siglo y cada uno de esos años le hubiera pasado factura. La salud se le había hecho añicos en cuestión de instantes, durante la temida Prueba en la Torre de la Alta Hechicería. Había entrado en esa prueba como un hombre joven, físicamente débil, quizá, pero relativamente sano. Había salido de ella como un viejo y con la salud irreparablemente dañada; el cabello, castaño rojizo, se había vuelto blanco; la tez tenía un brillo dorado; su sentido de la vista era una maldición.
La generalidad de las personas se horrorizaba. Una prueba que dejaba a un joven lisiado no tenía nada prueba, argumentaban. Era una tortura sádica. Los sabios hechiceros sabían a qué atenerse. La magia era una fuerza muy poderosa, un regalo de los dioses de la magia, y una fuerza tan poderosa conllevaba una responsabilidad pareja. En el pasado, ese poder se había empleado mal. Hubo un tiempo en el que los hechiceros habían estado a punto de destruir el mundo. Los dioses de la magia habían intervenido y habían establecido reglas y leyes para hacer uso de la magia, y ahora sólo se permitía manejarla a aquellos mortales capaces de asumir tal responsabilidad.
Todos los magos que deseaban avanzar en su profesión tenían que pasar una prueba que les preparaban los hechiceros más poderosos de la Orden. A fin de asegurarse de que todos los magos que se presentan a esa prueba eran serios con su arte, las Ordenes de la Alta Hechicería habían decretado que el mago debía estar dispuesto a jugársela vida en el resultado. El fracaso significaba la muerte. Ni siquiera quienes tenían éxito lo lograban sin sacrificio. La Prueba estaba pensada para enseñar al mago algo sobre sí mismo.
Raistlin había aprendido muchísimo acerca de su persona, más de lo que habría querido llegar a saber. Había cometido un acto terrible en aquella Torre, un acto que horrorizaba a una parte de su ser, pero había otra parte que sabía muy bien que volvería a hacer lo mismo. No había sido un episodio real, aunque a él se lo había parecido en aquel momento ¡y cómo! La Prueba consistía en situar al mago en un mundo de ilusión. Las elecciones que hacía en ese mundo lo afectarían el resto de su vida... Incluso podían costarle la vida.
El terrible acto cometido por Raistlin tenía que ver con su hermano gemelo, Caramon, que había sido testigo aterrado de la escena. Los dos no hablaban nunca de lo ocurrido, pero la certeza de saberlo estaba siempre presente y arrojaba una sombra sobre ellos.
La Prueba de la Torre estaba preparada para que el mago descubriera más cosas sobre sus puntos fuertes y sus puntos débiles a fin de que mejorara. De ahí el castigo. De ahí la recompensa. En el caso de Raistlin el castigo había sido severo: la pérdida de la salud y una maldita anomalía en la vista. Había salido de la Prueba con las pupilas en forma de reloj de arena. Para que aprendiera humildad y compasión, veía el paso del tiempo acelerado; allí donde posara la vista, ya fuera una hermosa doncella o una manzana recién cogida del árbol, todo se marchitaba con la huella dejada por el tiempo mientras lo contemplaba.
Sin embargo, la recompensa lo merecía. Raistlin tenía poder ahora, un poder que asombraba, maravillaba y asustaba a quienes mejor conocían al joven mago. Par-Salian, jefe del Cónclave, le había entregado a Raistlin el Bastón de Mago, un artefacto excepcional y valioso. Aun ahora, mientras se doblaba por el ataque de tos, Raistlin alargó la mano para tocar el cayado. Su presencia lo reconfortaba, lo tranquilizaba. Merecía la pena su sufrimiento. El mágico bastón había sido creado por Magius, uno de los hechiceros mejor dotados de la historia. Ya hacía unos años que Raistlin tenía el bastón en su poder y aún no conocía los poderes del cayado en toda su extensión.
Volvió a toser, una tos que parecía que le desgarraba carne y huesos. El único remedio para esos ataques era una mezcla especial de hierbas en infusión. Tenía que tomarse caliente para que hiciera más efecto. La cueva que era su casa actual no tenía hoyo para lumbre ni medios para calentar agua. Raistlin habría tenido que abandonar la calidez de las mantas y salir en plena noche para buscar agua caliente.
Lo normal habría sido tener a Caramon a mano para que se ocupara de ir a buscar el agua y prepararle la infusión. Pero su hermano no estaba con él. Sano y robusto, con un corazón tan grande como su cuerpo y de espíritu generoso, el gemelo de Raistlin andaba por alguna parte allí fuera, en la noche, bailando alegremente con los otros invitados a la boda de Riverwind y Goldmoon.