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—Eso huele como el picnic de un enano gully —dijo Tas mientras se frotaba la nariz—. ¿Seguro que te mejora?

Raistlin, deleitándose con el calor, se tomó la infusión a sorbos.

—Ahora que puedes hablar —prosiguió Tas—, quiero hacer una pregunta sobre esta pluma. ¿Dónde la he dejado...?

El kender se puso a buscar en los bolsillos de la zamarra.

Raistlin lo miró con frialdad.

—Estoy agotado y me gustaría volver a acostarme, pero supongo que no podré librarme de ti, ¿verdad?

—Fui a buscarte el agua caliente —le recordó Tas, que de repente pareció preocupado—. No tengo mi pluma.

Raistlin suspiró fuerte y observó cómo el kender seguía rebuscando en los bolsillos decorados con trencilla dorada que había tomado «prestada» de una capa ceremonial que se había encontrado en algún sitio. Al no hallar lo que buscaba, Tas se puso a rebuscar en los bolsillos de los pantalones amplios y después siguió con las botas. Raistlin no tenía energías para hacerlo o, de otro modo, habría sacado al kender a la fuerza.

—Es por esta zamarra nueva —protestó Tas—. Nunca sé dónde encontrar las cosas.

Había desechado la ropa que antes llevaba por un conjunto totalmente nuevo que había reunido durante las pasadas semanas de lo que descartaban los refugiados de Pax Tharkas, con los que viajaba en la actualidad.

Los refugiados habían sido esclavos, obligados a trabajar en minas de hierro para el Señor del Dragón Verminaard, que había muerto en una revuelta dirigida por Raistlin y sus amigos. Habían liberado a los esclavos y habían huido con ellos hacia la región montañosa, al sur de Pax Tharkas. Aunque costara creerlo, aquel molesto kender, Tasslehoff Burrfoot, había sido uno de los héroes de la revuelta. Él y el viejo y atolondrado mago, que se daba a sí mismo el pomposo nombre de Fizban el Fabuloso, habían puesto en marcha, inadvertidamente, el mecanismo que dejó caer cientos de toneladas de rocas en el paso de montaña que daba paso a Pax Tharkas, lo que impidió que el ejército de draconianos entrara en la fortaleza para sofocar la revuelta.

Verminaard había muerto a manos de Tanis y de Sturm Brightblade. La espada mágica del legendario rey elfo Kith-Kanan y la espada heredada del Caballero de Solamnia, Sturm Brightblade, atravesaron la armadura del Señor del Dragón y se hundieron profundamente en el cuerpo del hombre. Sobre sus cabezas, los dos Dragones Rojos combatían y ambos murieron. La sangre de los reptiles había caído como una lluvia espantosa sobre los aterrados espectadores.

Tanis y los demás habían actuado con rapidez para controlar la caótica situación. Algunos esclavos querían cobrarse venganza de los monstruosos draconianos que habían sido sus amos. Conscientes de que su única esperanza de sobrevivir era la huida, Tanis, Sturm y Elistan habían convencido a los hombres y las mujeres de que tenían una oportunidad como caída del cielo para escapar y conducir a sus familias a un lugar seguro.

Tanis había organizado los grupos de trabajo. Las mujeres y los niños habían reunido todas las provisiones que pudieron encontrar. Cargaron comida, mantas, herramientas y todo lo que creyeron que necesitarían en su viaje a la libertad en las carretas utilizadas para transportar el mineral desde las minas.

El enano, Flint Fireforge, que había nacido y crecido en aquellas montañas, se había puesto al frente de exploradores de los Hombres de las Llanuras que había entre los esclavos y emprendieron una expedición al sur en busca de un refugio seguro para los refugiados. Habían descubierto un valle cobijado entre los picos de las Kharolis. Las cumbres de las montañas ya estaban blancas por la nieve, pero el valle, situado mucho más abajo, seguía verde y exuberante, con las hojas apenas tocadas por los rojos y dorados del otoño. Había caza en abundancia y arroyos claros se cruzaban y entrelazaban por el valle. Las estribaciones de las montañas eran un enjambre de cuevas que se podían usar como casas, almacenes y refugio en caso de sufrir ataques.

En aquellos primeros días, los refugiados esperaban que los dragones los atacaran en cualquier momento, perseguidos por los horribles hombres-dragón conocidos como draconianos. Y podrían haberlos perseguido sin dificultad, ya que el ejército de los draconianos estaba capacitado para escalar el paso que conducía al valle. Sorprendentemente, había sido idea del gemelo de Raistlin, Caramon, bloquear el paso provocando una avalancha.

Y había sido la magia de Raistlin —un devastador conjuro de rayos que había aprendido en un libro de hechizos encuadernado en azul oscuro que había conseguido en la ciudad hundida de Xak Tsaroth— lo que había provocado el atronador chasquido que sacudió y soltó la nieve acumulada y que arrastró peñascos hasta el paso. Encima de la avalancha había caído más nieve, había nevado día y noche durante varias jornadas, de forma que el paso quedó taponado con ella al poco tiempo. Ningún ser —ni siquiera los hombres-lagarto con sus garras y sus alas— podría entrar ahora en el valle.

Los días habían transcurrido con pacífica tranquilidad para los refugiados y la gente se relajó. Las hojas rojas y doradas cayeron al suelo y se pusieron marrones. El recuerdo de los dragones y el terror de la cautividad se desvaneció. Seguros, cómodos y a salvo, los refugiados hablaban de pasar allí el invierno con idea de continuar el viaje hacia el sur cuando llegara la primavera. Hablaban de construir moradas permanentes. Hablaron de desmantelar las carretas y usar la madera para levantar toscas cabañas o construir edificios con piedras y barro en los que estarían calientes cuando las frías lluvias y las nieves del invierno llegaran finalmente al valle.

Raistlin frunció la boca en una mueca de desprecio.

—Me voy a acostar —dijo.

—¡La encontré! —gritó Tasslehoff, que en el último instante recordó que había ensartado la pluma en lugar seguro: su copete de cabello castaño.

El kender se sacó la pluma del pelo y, contemplándola con sobrecogimiento, la sostuvo en la palma de la mano como si se tratara de la más preciada joya.

Raistlin le dedicó una mirada desdeñosa.

—Es una pluma de gallina —precisó.

Se levantó de la silla, recogió los vuelos de la larga túnica de color rojo alrededor del consumido cuerpo y regresó al jergón extendido en el suelo de tierra.

—Ah, eso me parecía —susurró en voz queda Tasslehoff.

—Cierra la puerta cuando salgas —ordenó el mago, que se tendió en el jergón, se arrebujó en la manta y cerró los ojos.

Se estaba quedando dormido cuando una mano lo sacudió por el hombro y lo despertó.

—¿Qué? —espetó Raistlin.

—Esto es muy importante —dijo Tas en tono solemne mientras se inclinaba sobre el mago, al que echó en la cara el aliento a ajo de la cena—. ¿Las gallinas vuelan?

Raistlin cerró los ojos. Quizá sólo era una pesadilla.

—Sé que tienen alas —continuó Tas— y sé que los gallos pueden revolotear para posarse en el tejado del gallinero y cantar cuando sale el sol, pero lo que me pregunto es si las gallinas son capaces de volar muy alto, como las águilas. Porque, verás, resulta que esta pluma llegó flotando del cielo y miré hacia arriba pero no vi que pasara ninguna gallina volando, y entonces caí en la cuenta de que nunca había visto volar a las gallinas...

—¡Sal de aquí! —gruñó Raistlin, que alargó la mano hacia el Bastón de Mago que yacía junto al jergón—. O no respondo de que no te...

—Me conviertas en un sapo y me des de merienda a una serpiente. Sí, ya lo sé. —Tas suspiró y se puso de pie—. En cuanto a las gallinas...

Raistlin sabía que el kender no lo dejaría en paz ni siquiera con la amenaza de convertirlo en sapo, algo que, por otro lado, no tenía fuerzas para hacer.