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—Las gallinas no son águilas. No pueden volar —dijo.

—¡Gracias! —exclamó alegremente Tasslehoff—. ¡Lo sabía! ¡Las gallinas no son águilas!

Apartó la mampara de ramas con brusquedad y, dejándola tirada en el suelo, se marchó sin llevarse el farol, cuya luz le daba de lleno a Raistlin en los ojos. El mago empezaba de nuevo a quedarse dormido cuando la vocecilla penetrante de Tas volvió a despertarlo.

—¡Caramon! ¡Ahí estás! —chilló Tas—. ¿A que no sabes qué? Las gallinas no son águilas. ¡No vuelan! Raistlin me lo ha dicho. ¡Aún hay esperanza, Caramon! Tu hermano se equivoca. No en lo de las gallinas, sino en lo de la esperanza. ¡Esta pluma es una señal! Fizban lanzó un conjuro al que llamaba «caída de pluma» para salvarnos cuando nos precipitamos desde la cadena y se suponía que debíamos caer como plumas, pero en cambio lo que pasó fue que cayeron montones de plumas... Plumas de gallina. Las plumas me salvaron, aunque a Fizban no.

La voz del kender se apagó para dar paso a un gimoteo al recordar a su tristemente fallecido amigo.

—¿Has estado molestando a Raist? —demandó Caramon.

—¡No, lo he estado ayudando! —repuso Tas, enorgullecido—. La tos lo ahogaba hasta casi matarlo, como le pasa siempre, ya sabes. ¡Tenía sangre en los labios al toser! Lo salvé. Corrí a buscar el agua que usa para prepararse esa porquería que se toma y que huele tan mal. Ahora está mejor, así que no tienes que preocuparte. Caramon, ¿es que no quieres que te cuente lo de las plumas de...?

Al parecer, Caramon no quería, porque Raistlin oyó el ruido de las pesadas botas que calzaba su gemelo cuando éste echó a correr hacia el cobertizo.

—¡Raist! —llamó Caramon con tono nervioso—. ¿Te encuentras bien?

—No gracias a ti —masculló el mago, que se arrebujó más en la manta y mantuvo los ojos cerrados. Podía ver a Caramon muy bien sin necesidad de mirarlo.

Grande, musculoso, ancho de hombros, sonrisa pronta, campechano, apuesto... Su hermano era amigo de todo el mundo y el preferido de todas las chicas.

—Me has dejado abandonado a los cuidados de un kender mientras tú andabas por ahí achuchándote con esa exuberante Tika —le reprochó Raistlin.

—No hables de ella así, Raist —pidió Caramon con un leve timbre cortante en su voz, por lo general afable—. Tika es una buena chica. Estuvimos bailando, nada más.

Raistlin gruñó.

Caramon siguió plantado en el mismo sitio, apoyando el peso ora en un pie, ora en otro.

—Siento no haber estado aquí para prepararte la infusión —dijo al cabo, con remordimiento—. No me di cuenta de que era tan tarde. ¿Quieres que...? ¿Necesitas que te traiga algo? ¿O que haga algo?

—¡Puedes dejar de parlotear, cerrar esa pobre imitación de puerta y apagar esa maldita luz!

—Sí, Raist, claro. —Caramon recogió la mampara de ramas entretejidas y volvió a colocarla en su sitio. Apagó de un soplo la vela que había dentro del farol y se desnudó a oscuras.

Intentó no hacer ruido, pero el hombretón —musculoso y sano en contraste con su débil gemelo— tropezó con la mesa, tiró la silla y, a juzgar por el juramento que soltó, se golpeó en la cabeza con la pared de la cueva mientras buscaba a tientas su jergón.

Raistlin rechinó los dientes y esperó, sumido en un silencio iracundo, a que Caramon acabara de acomodarse. Poco después su hermano roncaba y Raistlin, a pesar de lo rendido que estaba, yació despierto, incapaz de conciliar el sueño.

Se quedó mirando la oscuridad, que no lo cegaba del todo como a su gemelo y a todos los demás. Sus ojos seguían abiertos a lo que vivía en ella.

—¡Plumas de gallina! —masculló con mordacidad y empezó a toser de nuevo.

2

Amanecer de un nuevo día. La añoranza del hogar

Tanis el Semielfo se despertó con resaca; lo curioso era que no había bebido nada. Su resaca no era resultado de pasar la noche de regocijo, bailando y bebiendo demasiada cerveza, sino de estar la mitad de la noche despierto y preocupado en su jergón.

La víspera había abandonado el festejo de la boda temprano. El espíritu de celebración le rechinaba en el alma. La música fuerte le provocaba una mueca de dolor y lo hacía mirar hacia atrás, temeroso de que estuvieran revelando su posición a sus enemigos. Deseaba decirles a los músicos que golpeaban y soplaban los toscos instrumentos que no tocaran tan alto. Había ojos que espiaban en la oscuridad, oídos que escuchaban. Finalmente había buscado a Raistlin, al encontrar la compañía del cínico y sombrío mago más acorde con sus propios pensamientos negros y pesimistas.

También lo había pagado. Cuando por fin consiguió dormirse, soñó con caballos y zanahorias, y que era una bestia de tiro que daba vueltas y más vueltas en un círculo sin fin siguiendo en vano la zanahoria que nunca podría alcanzar.

—Primero, la zanahoria es la Vara de Cristal Azul —dijo con resentimiento mientras se frotaba la dolorida frente—. Teníamos que ponerla a salvo para que no cayera en malas manos. Lo hicimos, y entonces dijeron que eso no era suficiente. Tuvimos que viajar a Xak Tsaroth para encontrar el mayor regalo de una deidad, los sagrados Discos de Mishakal, sólo para descubrir que somos incapaces de leerlos. Así que tuvimos que buscar a la persona que podía hacerlo y, mientras tanto, nos fuimos metiendo cada vez más en esta guerra... ¡Una guerra que ninguno de nosotros sabía que estaba teniendo lugar!

—Sí, claro que lo sabías —gruñó un bulto más bien grande y apenas distinguible en la penumbra del alba que empezaba a colarse entre las mantas que tapaban la boca de la cueva—. Habías viajado lo suficiente, habías visto lo suficiente, habías oído lo suficiente para saber que se avecinaba una guerra, sólo que no querías admitirlo.

—Lo siento, Flint, no era mi intención despertarte. No me di cuenta de que hablaba en voz alta.

—Eso es síntoma de locura, ¿sabes? —rezongó el enano—. Hablar consigo mismo, quiero decir, así que no lo cojas por costumbre. Y ahora, vuelve a dormirte antes de que despiertes al kender.

Tanis echó un vistazo al otro bulto tendido en el lado opuesto de la cueva, que más que cueva era un agujero excavado en la montaña. Flint, que de todos modos se había mostrado reacio a compartir su cueva con el kender, había relegado a Tas a un rincón apartado. Sin embargo, Tanis no quería perder de vista al kender y finalmente convenció al enano para que permitiera a Tas compartir su habitáculo.

—Creo que podría gritar y no lo despertaría —dijo el semielfo, sonriente.

El kender dormía el sueño plácido e inocente de los niños y de los perros. Muy a la manera de estos últimos, Tas rebullía y resoplaba en el jergón mientras los pequeños dedos se movían como si hasta en sueños estuviera examinando todo tipo de cosas curiosas y maravillosas. Los preciados saquillos de Tas, que contenían su tesoro de valiosos objetos «tomados prestados», yacían esparcidos a su alrededor. Uno de ellos lo usaba de almohada.

Tanis tomó nota de echar un vistazo a esos saquillos a lo largo del día, cuando Tas hubiera salido a una de sus excursiones. El semielfo registraba de forma regular las posesiones del kender en busca de objetos que la gente había «extraviado» o había «dejado caer». Tanis les devolvía esos objetos a sus propietarios, quienes los recibían de muy mal humor y le decían que habría que hacer algo respecto a las raterías del kender.

Puesto que los kenders habían sustraído cosas desde el día que el paso de la Gema Gris los había creado (si se daba crédito a las viejas leyendas), poco podía hacer Tanis para impedírselo, salvo llevar al kender a lo alto de la montaña y tirarlo de un empujón, que era la solución al problema preferida de Flint.

Tanis salió de debajo de su manta y, moviéndose tan en silencio como le era posible, abandonó el refugio. Tenía que tomar una decisión importante ese día y, si se quedaba en el jergón tratando de volver a dormirse, lo único que haría sería dar vueltas sin parar mientras pensaba en ello, además de arriesgarse a recibir otra reprimenda de Flint. A pesar del frío de la madrugada —y el invierno se hacía notar ya en el aire, sin la menor duda— Tanis decidió ir a quitarse de la mente la idea de las zanahorias dándose un baño en el arroyo.