Su cueva era una de las muchas que salpicaban la ladera de la montaña como un sarpullido. Los refugiados de Pax Tharkas no eran las primeras personas que habitaban esas cuevas. Las pinturas en las paredes de algunas indicaban que pueblos antiguos habían vivido allí antes. Las escenas representaban cazadores con arcos y flechas, así como animales que parecían ciervos si bien eran unos cuernos afilados los que les adornaban la testa, en lugar de las cuernas ramosas de los venados. En algunas se veían criaturas aladas. Enormes criaturas que expulsaban fuego por la boca. Dragones.
Se quedó parado un momento en la cornisa que había delante de la cueva y contempló el valle que se extendía a sus pies, allá abajo. No veía el arroyo; el valle estaba envuelto en una niebla baja que se levantaba del agua. El sol alumbraba el cielo, pero todavía no había salido por encima de las montañas, de modo que el valle permanecía arropado en su manto de bruma, en apariencia tan reacio a despertarse como el viejo enano.
Mientras bajaba de la zona rocosa al húmedo tapiz de hierba bajo la penumbra de la niebla y se encaminaba hacia el arroyo flanqueado por árboles, Tanis pensó que era un lugar bello.
Las hojas rojizas de los arces y las doradas de los castaños y los robles ofrecían un colorido contraste con el verde oscuro de los pinos, del mismo modo que el gris de las piedras de la montaña contrastaba con el puro e intenso blanco de las recientes nevadas. Vio el rastro de animales de caza en la embarrada trocha que conducía al arroyo. En el suelo había nueces caídas y las bayas colgaban, relucientes, de las ramas de los arbustos.
—Podríamos quedarnos en este valle durante los meses invernales —dijo Tanis, de nuevo hablando en voz alta. Resbaló y se deslizó por la ribera hasta llegar al borde de la corriente profunda y rápida—. ¿Qué mal puede haber en eso? —preguntó a su reflejo en el agua.
El rostro que lo contemplaba sonrió en respuesta. Por sus venas corría sangre elfa, pero nadie lo habría pensado al verlo. Laurana lo acusaba de ocultarlo. Bueno, a lo mejor era verdad; eso le hacía la vida más fácil. Se rascó la barba que a ningún elfo le crecería. El largo cabello le tapaba las orejas ligeramente puntiagudas. Su cuerpo no tenía la esbelta delicadeza de la constitución elfa, sino la corpulencia de las hechuras humanas.
Quitándose la túnica de suave cuero, los calzones y las botas, Tanis se metió en el frío arroyo y se echó agua en el pecho y en la nuca. Después, conteniendo la respiración, se dio un chapuzón. Salió resoplando y echando agua por la nariz y la boca y con una sonrisa de oreja a oreja por la cosquilleante sensación que le recorría todo el cuerpo. Ya se sentía mejor.
Después de todo ¿por qué no podían quedarse allí?
—Las montañas nos protegen de los vientos fríos. Tenemos víveres suficientes para que nos duren todo el invierno, si tenemos cuidado. —Tanis lanzó agua al aire, como un niño que jugara—. Estamos a salvo de nuestros enemigos...
—¿Durante cuánto tiempo?
Tanis, que creía encontrarse solo, casi salió del agua de un brinco cuando oyó la otra voz.
—¡Riverwind! —exclamó mientras se daba la vuelta y miraba al hombre alto plantado de pie en la orilla—. ¡Me has dado un susto que me has quitado seis años de vida!
—Puesto que eres semielfo y tu esperanza de vida se calcula en varios cientos de años, seis no parecen muchos para que te preocupes por eso —comentó Riverwind.
Tanis observó al Hombre de las Llanuras de manera escrutadora. Riverwind no había visto a nadie con sangre elfa hasta que lo había conocido a él y, aunque Tanis era sólo medio humano y medio elfo, a Riverwind le parecía extraño, totalmente fuera de lo normal. Había habido ocasiones entre ambos en las que tal comentario sobre la raza de Tanis habría significado un insulto.
Sin embargo, el semielfo reparó en la afectuosa sonrisa que se reflejaba en los ojos castaños del Hombre de las Llanuras y respondió con otra igual. Riverwind y él habían pasado juntos por demasiadas cosas para que los viejos prejuicios perduraran. El fuego de los dragones había abrasado la desconfianza y el odio, y las lágrimas de alegría y de aflicción habían arrastrado las cenizas.
Tanis salió del arroyo y usó la túnica de fina piel para secarse antes de sentarse al lado de Riverwind, tiritando por el aire frío. El sol, que brillaba por una brecha entre las montañas, evaporó la niebla y lo hizo entrar en calor en seguida.
El semielfo miró a su amigo con una preocupación que estaba a medio camino entre fingida y en serio.
—¿Qué hace el novio levantado tan temprano a la mañana siguiente de su boda? No esperaba veros ni a ti ni a Goldmoon en varios días.
Riverwind siguió contemplando el agua. El sol le daba de lleno en el rostro. Era un hombre muy reservado; sus sentimientos y pensamientos íntimos eran suyos, personales y privados, no para compartirlos con cualquiera. El rostro atezado mostraba normalmente una máscara inexpresiva, lo mismo que ese día, pero Tanis percibía un resplandor que emanaba de dentro.
—Mi gozo era demasiado grande para que cupiera dentro de unos muros de piedra —susurró el Hombre de las Llanuras—. Tenía que salir para compartirlo con la tierra y con el viento, con el agua y con el sol. Pero incluso el ancho y vasto mundo parece demasiado pequeño para contenerlo.
Tanis tuvo que mirar a otro lado. Se alegraba por Riverwind, pero también sentía envidia y no quería que se le notara. El mismo anhelaba un amor y un gozo así. Lo irónico era que podía tenerlos. Sólo tenía que borrar de su mente el recuerdo de un cabello oscuro y rizoso, unos centelleantes ojos negros y una sonrisa encantadora y equívoca.
—Deseo lo mismo para ti, amigo mío —dijo Riverwind como si le hubiese leído el pensamiento—. Quizá tú y Laurana...
Dejó la frase sin terminar. Tanis sacudió la cabeza y cambió de tema.
—Hoy tenemos esa reunión con Elistan y los Buscadores. Quiero que tú y los tuyos asistáis. Hemos de decidir qué hacer, si nos quedamos aquí o nos marchamos.
Riverwind asintió con la cabeza, pero no dijo nada.
»Sé que esto no podría ser más inoportuno —añadió Tanis, pesaroso—. Si hay alguien capaz de agriar la alegría es Hederick el Sumo Teócrata, pero hemos de tomar una decisión en seguida, antes de que empiecen las nevadas.
—Por lo que estabas diciendo ya has decidido que nos quedemos —adujo Riverwind—. ¿Es prudente hacerlo? Aún estamos muy cerca de Pax Tharkas y del ejército de los Dragones.
—Cierto —convino Tanis—, pero el paso entre Pax Tharkas y aquí está bloqueado con rocas y nieve. El ejército de los Dragones tiene mejores cosas que hacer que perseguirnos. Han de conquistar naciones y nosotros somos una chusma de antiguos esclavos...
—... que se les han escapado después de ponerles un ojo morado. —Riverwind giró la cabeza y clavó la intensa mirada en Tanis—. El enemigo tiene que perseguirnos. Si los pueblos que conquistan se enteran de que otros se quitaron los grilletes y se liberaron, empezarán a creer que también pueden derrocar a sus amos. Los ejércitos de la Reina Oscura vendrán tras nosotros. Tal vez no sea en seguida, pero vendrán.
Tanis sabía que tenía razón. Sabía que Raistlin con su analogía sobre la zanahoria tenía razón. Quedarse allí era peligroso. Cada día que pasara podría ir acercando a sus enemigos. No quería admitirlo. Tanis el Semielfo había recorrido el mundo durante cinco años para buscarse a sí mismo. Pensó que lo había conseguido y a su vuelta descubrió que no era quien había creído ser.
Le habría gustado pasar un tiempo —aunque sólo fuera durante un corto período— en un lugar tranquilo al que pudiera llamar su hogar, un lugar donde pudiera reflexionar, comprender ciertas cosas. Una cueva compartida con un enano irascible y un kender ratero y en ocasiones muy irritante no era la idea que tenía de un hogar, pero comparado con la calzada le resultaba muy atractivo.