—Es un buen razonamiento, amigo mío, pero Hederick dirá que ésa no es la verdadera razón de que quieras marcharte —señaló Tanis—. Tú y los tuyos queréis regresar a vuestras tierras. Deseáis volver a las Llanuras.
—Queremos reclamar lo que es nuestro —dijo Riverwind—, lo que nos quitaron.
—No queda nada —murmuró Tanis con delicadeza al recordar el pueblo arrasado de Que-shu.
—Quedamos nosotros —argüyó Riverwind.
Tanis tuvo un escalofrío. El sol se había ocultado detrás de una nube, y el semielfo se había quedado helado. Llevaba tiempo temiéndose que el propósito de Riverwind fuera ése.
—De modo que tú y tu gente planeáis atacar sin ayuda de nadie.
—Aún no hemos decidido nada —repuso Riverwind—, pero ésa es la dirección en la que se dirigen nuestros pensamientos.
—Mira, Riverwind, sé que es mucho pedir, pero tus guerreros han sido una gran ayuda para nosotros. Estas personas no están acostumbradas a vivir así. Antes de que los hicieran esclavos eran tenderos, comerciantes, granjeros y zapateros remendones. Proceden de ciudades como Haven y Solace y un montón más de villas y pueblos de toda Abanasinia. Nunca han tenido que vivir en lugares agrestes. No saben cómo hacerlo.
—Y durante siglos esos moradores de ciudades nos han despreciado —replicó el Hombre de las Llanuras—. Nos llaman bárbaros, salvajes.
«Y tú me llamas semielfo» pensó Tanis, aunque no lo dijo en voz alta.
—Cuando estuvimos prisioneros, todos dejamos a un lado los odios y los malentendidos. Trabajamos juntos para ayudarnos unos a otros a escapar. ¿Por qué sacar a relucir eso ahora?
—Porque los otros lo sacaron primero —repuso duramente Riverwind.
—Hederick —dijo Tanis, que suspiró—. Ese hombre es un asno, simple y llanamente. Tú lo sabes. Aunque gracias al hecho de que sea un asno os conocimos a Goldmoon y a ti.
—Cierto —convino Riverwind, que sonrió y su tono se suavizó al evocar la escena—. No lo he olvidado.
—Hederick se cayó en la chimenea. La Vara de Cristal Azul de Goldmoon lo sanó y a ese hombre sólo se le ocurrió empezar a gritar que era una bruja y volvió a meter la mano en el fuego, tras lo cual salió corriendo y llamó a la guardia. Eso deja claro la clase de majadero que es. No puedes hacer caso de las tonterías que dice.
—Otros lo hacen, amigo mío.
—Lo sé —admitió el semielfo, sombrío. Cogió un puñado de piedrecillas y empezó a tirarlas al agua de una en una.
—Hemos cumplido con nuestra parte —continuó Riverwind—. Ayudamos a explorar el terreno para encontrar este valle. Explicamos a vuestros tenderos cómo transformar cuevas en moradas. Les enseñamos a rastrear y a cobrar piezas de caza, a poner trampas y lazos. Les mostramos qué bayas eran comestibles y cuáles venenosas. Goldmoon, mi esposa —era la primera vez que utilizaba ese término y lo hizo con tierno orgullo—, ha curado a los enfermos.
—Están agradecidos, aunque no lo digan. Es posible que tú y los tuyos podáis cruzar las montañas y regresar a vuestra tierra sin peligro antes de que llegue lo peor del invierno, pero sabes tan bien como yo que es arriesgado. Me gustaría que os quedaseis con nosotros. Tengo esa sensación en el estómago de que todos deberíamos permanecer juntos.
»Sé que aquí no podemos quedarnos —reconoció Tanis con un suspiro—. Sé que es peligroso. —Vaciló antes de continuar, consciente de cómo sería recibida su propuesta. Después, como si volviera a zambullirse en el agua fría, se lanzó—. Estoy seguro de que si encontramos el reino enano de Thorbardin...
—¡Thorbardin! ¿La plaza fuerte en la montaña de los enanos? —Riverwind frunció el entrecejo—. Ni siquiera consideraré la posibilidad.
—Pues deberías planteártelo. Oculto a gran profundidad bajo tierra, el reino enano sería el refugio perfecto para los nuestros. Podríamos quedarnos allí durante el invierno, a salvo bajo la montaña. Ni tan siquiera los ojos de los dragones podrían encontrarnos...
—¡También estaríamos a salvo enterrados en una tumba! —manifestó Riverwind con mordacidad—. Mi gente no irá a Thorbardin. No nos acercaremos a los enanos. Exploraremos y encontraremos nuestro propio camino. Después de todo, no llevamos niños con nosotros que nos retrasen.
Su semblante se ensombreció. Todos los niños de las tribus de las Llanuras habían perecido en el ataque de los draconianos a sus poblados.
»Ahora tenéis a Elistan con vosotros —prosiguió Riverwind—. Es un clérigo de Paladine, capaz de curar a los enfermos en ausencia de Goldmoon y de dar a conocer a vuestra gente el regreso de los dioses. Los míos y yo deseamos volver a casa. ¿Es que no lo entiendes?
Tanis pensó en su casa de Solace y se preguntó si seguiría en pie, si habría resistido al ataque del ejército de los Dragones. Le gustaba pensar que sí. Aunque no había pisado su casa hacía cinco años, saber que estaba allí, esperando para recibirlo, era un consuelo.
—Sí, claro que lo entiendo —contestó.
—Todavía no hemos tomado una decisión definitiva —apuntó Riverwind al ver abatido a su amigo—. Algunos de los nuestros creen como tú que deberíamos permanecer juntos, que hay seguridad en un grupo numeroso.
—Entre ellos, tu esposa —dijo Goldmoon, que se había acercado a los dos hombres por detrás.
Riverwind se puso de pie y se giró para recibir a su recién desposada mujer, que llegaba a él con el amanecer.
Goldmoon siempre había sido hermosa. El largo cabello como finas hebras de oro y plata, tan poco común entre su pueblo, siempre resplandecía a la media luz del alba. Como era habitual en ella, lucía las ropas de piel suave y flexible de su pueblo con una gracia y una elegancia que habrían envidiado las damas de Palanthas. Esa mañana hacía que el término «bella» sonara insignificante e inadecuado para describirla. Era como si a su paso la niebla se abriera y las sombras se disiparan.
—No estarías preocupada por mí, ¿verdad? —preguntó Riverwind con un atisbo de inquietud en la voz.
—No, esposo mío —contestó Goldmoon, que pareció recrearse amorosamente en esas palabras—. Sabía dónde encontrarte. —Alzó los ojos hacia el azul del cielo—. Sabía que estarías bajo el firmamento, aquí fuera, donde puedes respirar.
Ella tomó de las manos y se saludaron rozándose las mejillas. Los habitantes de las Llanuras pensaban que los sentimientos sólo debían expresarse en privado.
—Reclamo el privilegio de besar a la novia —dijo Tanis.
—Ese privilegio ya lo reclamaste anoche —protestó Riverwind, sonriente.
—Me gustaría seguir reclamándolo el resto de mi vida —dijo el semielfo, que besó a Goldmoon en la mejilla.
El sol, que salió por detrás de la cumbre de la montaña como si lo hiciera expresamente para admirar a Goldmoon, hizo que el cabello oro y plata de la mujer irradiara con su luz.
—Con semejante belleza en el mundo ¿cómo puede existir el mal? —preguntó Tanis.
Goldmoon se echó a reír.
—Quizá para hacerme parecer más guapa en contraste —bromeó—. Estabais hablando de asuntos serios antes de que os interrumpiera —añadió en un tono más circunspecto.
—Riverwind cree que vosotros y vuestra gente deberíais continuar solos, viajar hacia el este, a las Llanuras. Dice que tú quieres quedarte con nosotros.
—Es cierto —contestó la mujer con complacencia—. Me gustaría quedarme con vosotros y con los demás. Creo que hago falta, pero mi voto es sólo uno más entre nuestra gente. Si mi esposo y el resto deciden que deberíamos irnos, entonces nos marcharemos.
Tanis miró alternativamente a uno y a otro. No sabía bien cómo decirles lo que pensaba, de modo que decidió soltarlo sin darle más vueltas.