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Había estado ahí casi todo el día, reviviendo la relación que sostuvieron hasta el día en que se dijeron adiós. Durante meses no pudo olvidar la expresión que tenía Garrett de pie frente a la casa, y su reflejo en el retrovisor al perseguir el auto mientras ella se alejaba. Dejarlo entonces había sido lo más difícil que había hecho en toda su vida.

Por fin se incorporó. En silencio comenzó a caminar por la orilla, imaginando que él iba a su lado mientras ella contemplaba el horizonte. Se detuvo, hipnotizada por el agitado movimiento de las olas, y cuando por fin volvió la cabeza se dio cuenta de que también la imagen de Garrett la había abandonado. Se detuvo ahí largo rato, tratando de hacerlo regresar, pero la imagen no volvió y ella supo que era el momento de marcharse.

Sus pensamientos rememoraron los días posteriores a su último adiós. “Pasamos tanto tiempo disculpándonos por las cosas que no dijimos”, meditó. “Si tan sólo…” comenzó por centésima vez. Las imágenes de aquellos días pasaron ante sus ojos una y otra vez como en una película que era incapaz de detener.

“Si tan sólo…”

Cuando regresó a Boston, Theresa recogió a Kevin en la casa de una amiga en su camino de vuelta del aeropuerto. Cuando llegaron al departamento, lo sorprendió al pedirle que se sentara con ella un rato en lugar de hacer su tarea. Mientras descansaba en silencio junto a ella en el sofá, de vez en cuando le dirigía una mirada de ansiedad, pero ella sólo le acariciaba el cabello y sonreía como ausente, como si se encontrara en algún sitio muy lejano.

El lunes tuvo un largo almuerzo con Deanna y le contó todo lo que había ocurrido. Trató de parecer valiente.

– Es lo mejor -dijo resuelta cuando terminó-. Me siento bien con lo que he decidido.

Deanna la observó con atención y mirada compasiva, pero no dijo nada y sólo asintió ante las valientes afirmaciones de Theresa.

Durante los siguientes días Theresa hizo lo que pudo para evitar pensar en Garrett. Trabajar en su columna era reconfortante. La atmósfera caótica de la sala de redacción también le ayudaba y como la entrevista con Dan Mandel había resultado ser todo lo que Deanna le había asegurado que sería, Theresa se dedicó a su trabajo con renovado entusiasmo. Sin embargo, por las noches después de acostar a Kevin, cuando estaba a solas, le era muy difícil mantener alejada la imagen de Garrett.

Ese fin de semana le contó a Kevin, con cierta renuencia que ella y Garrett ya no se verían más.

– Mamá, ¿hizo algo Garrett para que te enojaras?

– No -respondió ella con suavidad-. Es sólo que no estábamos destinados uno para el otro.

La semana siguiente Theresa se encontraba trabajando con ahínco en la computadora cuando sonó el teléfono.

– ¿Habla Theresa?

– Sí, soy yo -respondió sin reconocer la voz.

– Habla Jeb Blake, el padre de Garrett. Sé que esto le parecerá extraño, pero me gustaría hablar con usted.

– ¡Ah, hola! -tartamudeó-. Eh… sí, tengo algunos minutos ahora mismo.

Él guardó silencio.

– Quisiera hablar con usted en persona, si es posible. No es algo que quiera tratar por teléfono.

– ¿Puedo preguntarle de qué se trata?

– Es acerca de Garrett -dijo en voz baja-. Sé que pido demasiado, pero ¿cree que podría volar hasta aquí? No se lo pediría si no fuera importante.

Finalmente Theresa aceptó ir y al salir del trabajo fue a recoger a Kevin a la escuela. Pasó temprano por él y lo dejó en casa de una amiga; luego fue al aeropuerto y tomó un vuelo a Wilmington. Se encaminó directo a la casa de Garrett, donde Jeb la esperaba.

– Me alegra que viniera -le dijo Jeb en cuanto llegó.

– ¿Qué sucede? -preguntó.

Jeb se veía más viejo de lo que ella recordaba. La condujo hasta la mesa de la cocina y sacó una silla para que ella pudiera sentarse frente a él.

– Por lo que pude saber después de hablar con varias personas -dijo en voz baja-, Garrett salió en el Happenstance más tarde de lo normal…

Sencillamente era algo que tenía que hacer. Garrett sabía que las pesadas nubes negras en el horizonte presagiaban tormenta. Sin embargo, parecían estar aún bastante lejos para darle el tiempo que necesitaba. Además sólo iba a salir a mar abierto algunos kilómetros. Incluso si la tormenta lo alcanzaba, estaría lo suficientemente cerca para regresar al puerto.

Durante tres años había tomado la misma ruta siempre que salía, dirigido por el instinto y por el recuerdo de Catherine. Había sido ella la de la idea de navegar hacia el este aquella noche, la primera en que el Happenstance estuvo listo para navegar. Imaginaba que navegaban hacia Europa, un sitio al que ella siempre quiso ir. Siempre deseó ver los castillos del valle del Loira, el Partenón y las Tierras Altas de Escocia… todos los lugares de los que había 1eído.

Por supuesto que nunca llegaron a Europa.

Sin embargo, la primera noche en que salieron a navegar en el Happenstance, el sueño de Catherine aún estaba vivo. Permanecía de pie en la proa y miraba a la distancia; así era como él siempre la recordaba: con el cabello ondeando al viento y con una expresión radiante y llena de esperanza.

Menos de un año después, con el hijo de los dos en el vientre, Catherine moría en el hospital, teniendo a Garrett a su lado.

Luego, cuando los sueños comenzaron, él no supo qué hacer. Una mañana, en un arranque de desesperación, trató de encontrar consuelo al poner sus sentimientos en palabras. Cuando terminó, llevó la carta con él a navegar y al volverla a leer se le ocurrió una idea. La corriente del Golfo, que fluía hacia el norte a lo largo de la costa de Estados Unidos, daba vuelta al este una vez que llegaba a las aguas más frías del Atlántico. Con un poco de suerte la botella podría llegar a Europa y tocar tierra en aquellos países lejanos que ella siempre había querido visitar. Una vez tomada la decisión, selló la carta en una botella y la arrojó por la borda. Se convirtió en una costumbre que nunca rompería.

Desde entonces le había escrito dieciséis cartas más… diecisiete si contaba la que había recuperado. De pie frente al timón, dirigía ahora el bote precisamente hacia el este; tocó sin darse cuenta la botella que llevaba metida en el bolsillo de su chaqueta.

Después de escribir aquella carta para Catherine, había escrito otra más. Esa ya la había enviado. Sin embargo, a causa de esa segunda carta, sabía que tenía que enviar la de Catherine ese mismo día. Había tormentas por todo el Atlántico que se movían lentamente hacia el oeste, en dirección de la Costa este. Por los informes de la televisión no parecía que pudiera volver a salir durante por lo menos una semana y ésa era una espera demasiado larga. Para entonces tal vez ya se habría marchado.

La agitación del mar iba en aumento, las olas rompían con más fuerza y los espacios entre ellas se hacían más profundos. Las velas comenzaban a tensarse demasiado bajo los fuertes vientos. Garrett evalué su posición. En ese sitio el agua no era demasiado profunda. La corriente del Golfo, un fenómeno del verano, ya había desaparecido y la única oportunidad de que la botella llegara al otro lado del océano era que la lanzara mucho más lejos, mar adentro. De otra manera la tormenta la arrojaría a la playa en unos cuantos días. De todas las cartas que le había escrito, quería que ésa, en particular, llegara a Europa. Sería la última carta que iba a enviarle.

El Happenstance comenzó a subir y bajar en sacudidas rápidas mientras se internaba cada vez más mar adentro. Garrett sujetó el timón con ambas manos, manteniéndolo tan firme como se lo permitieron sus fuerzas. Cuando el viento cambió y arreció, lo que le indicó el frente de la tormenta, empezó a virar en diagonal a través de las olas, a pesar del peligro.

En el cielo las nubes seguían amontonándose, girando y retorciéndose en diferentes formas. Comenzó a caer una lluvia ligera.