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Nicholas Sparks

El Mensaje En La Botella

PRÓLOGO

La botella fue arrojada por la borda una cálida tarde de verano, horas antes de que la lluvia empezara a caer. Igual que todas las botellas, era frágil y si la hubieran lanzado a medio metro del suelo, se habría roto. Pero bien sellada y echada al mar como hicieron con ésta, es uno de los objetos que mejor navega en el mundo. Flotaba sin problemas atravesando huracanes o tormentas tropicales, podía avanzar sobre las más peligrosas corrientes de resaca. Era, en cierta forma, el sitio ideal para conservar el mensaje que llevaba en su interior, un mensaje que se envió para cumplir una promesa.

Como todas las botellas abandonadas a su suerte en el mar, su destino era impredecible. Los vientos y las corrientes juegan un papel determinante en el rumbo que sigue cualquier botella; también las tormentas y los desechos pueden desviar su curso. En ocasiones, una red de pescadores atrapa una botella y la conduce docenas de kilómetros en dirección opuesta a la que llevaba. El resultado es que si se arrojan dos botellas al mar, de manera simultánea, cada una podría terminar en un continente distinto o hasta en lugares completamente opuestos del planeta.

Esta botella contenía un mensaje que iba a cambiar para siempre a dos personas que de otro modo nunca se hubieran conocido. Durante seis días flotó lentamente hacia el noreste, empujada por los vientos de un sistema de alta presión que se encontraba sobre el Golfo de México.

Dos semanas y media después de que la lanzaron, la botella comenzó a flotar hacía Nueva Inglaterra. Sin la Corriente del Golfo que la empujara, la botella avanzó con más lentitud y zigzagueó durante cinco días cerca de las costas de Massachusetts hasta que apareció en la red de pesca de John Hanes. Hanes la halló rodeada de cientos de percas que se agitaban y la tiró a un lado mientras examinaba su pesca. La botella estuvo cerca de la proa por el resto de tarde hasta que cayó la noche y el bote inició su regreso a Cape Cod. A las ocho y media, una vez que se encontró a salvo dentro de los confines de la bahía, Hanes tropezó de nuevo con la botella y la arrojó por la borda sin rnolestarse en mirarla.

La botella flotó unos días más antes de tocar tierra en una playa cerca de Chatham. Y fue ahí donde, después de veintiséis días y mil ciento ochenta y siete kilómetros, finalmente terminó su viaje.

Capítulo Uno

Soplaba un viento de diciembre y Theresa Osborne se cruzó de brazos mientras contemplaba el mar. Al llegar un poco más temprano, algunas personas caminaban por la playa, pero en cuanto se dieron cuenta de los nubarrones se marcharon. Se encontraba sola en la playa y observó el paisaje que la rodeaba. El mar se veía del mismo color del cielo, parecía de hierro líquido, y la niebla, que comenzaba a hacerse densa, ocultaba el horizonte. En otro lugar, en otro tiempo, habría percibido la majestuosa belleza que la rodeaba, pero en ese momento, de pie en la playa, notó que no sentía nada en absoluto. En cierta forma le daba la impresión de que no estaba realmente ahí, como si todo aquello no fuera más que un sueño.

Apenas recordaba el viaje desde Boston aquella mañana, y al contemplar el mar agitado que se arremolinaba comprendió que en realidad no deseaba quedarse. Conduciría de vuelta a casa en cuanto terminara con lo que tenía pensado llevar a cabo, sin importar le tarde que fuera.

Cuando estuvo lista, Theresa comenzó a caminar con lentitud hacia el agua. Llevaba bajo el brazo una bolsa que había empacado con esmero esa mañana. Pronto llegaría la marea alta y ése era el momento en que por fin lo haría. Encontró un lugar en una pequeña duna que se veía cómoda, se sentó en ella y abrió la bolsa. Buscó en ella hasta encontrar el sobre que quería. Aspiró profundo y parsimoniosamente levantó el sello.

En el interior había tres cartas dobladas con sumo cuidado, cartas que había leído más veces de las que podía recordar.

Él usó una pluma fuente para escribirlas y se veían manchas en varios lugares en los que la pluma había goteado. El papel de la carta, con la imagen de un velero en la esquina superior derecha, comenzaba a cambiar de color con el paso del tiempo. Sabía que llegaría el momento en que sería imposible leerlas, pero tal vez después de ese día ya no sentiría la necesidad de regresar a ellas con tanta frecuencia.

Cuando terminó de leerlas las volvió a meter en el sobre de manera tan meticulosa como las había sacado. Después de poner el sobre en la bolsa, miró de nuevo la playa. Desde donde estaba sentada podía ver el sitio en el que todo eso había comenzado.

Recordó que en cuanto amaneció se fue a correr. Era el inicio de un hermoso día de verano. Iba percibiendo poco a poco el mundo a su alrededor: oía el chillido agudo de las golondrinas de mar y el suave golpeteo de las olas que rompían en la arena. Aunque estaba de vacaciones, se había levantado a correr muy temprano para no tener que cuidarse de ver por dónde pasaba. En unas cuantas horas la playa estaría llena de turistas tendidos sobre sus toallas bajo el cálido Sol de Nueva Inglaterra, recibiendo sus rayos. Cape Cod siempre se encontraba repleto en aquella época del año, pero la mayor parte de los paseantes solían dormir hasta más tarde y Theresa disfrutaba de la sensación de correr por la dura y lisa arena que quedaba al bajar la marea. Lo consideraba como un tipo de meditación, por lo que le gustaba hacerlo a solas.

Aunque adoraba a su hijo, se sentía feliz de no tenerlo a su lado. Todas las madres necesitan un descanso de vez en cuando y ansiaba tranquilizarse mientras estuviera ahí. Sin partidos vespertinos de fútbol ni reuniones de natación ni el canal MTV siempre sonando estrepitosamente en el fondo, sin tareas en las que tuviera que ayudarlo. Tres días antes había llevado a Kevin al aeropuerto para que tomara un avión y fuera a visitar a su padre, su ex marido, en California, y sólo cuando ella se lo recordó, él se dio cuenta que no le había dado un beso de despedida.

– Lo siento, mamá -había dicho mientras le echaba los brazos al cuello-. No me extrañes mucho, ¿de acuerdo? -luego se volvió hacia la sobrecargo para entregarle su boleto y casi saltó al avión.

Ella no lo culpaba por casi haberlo olvidado. A los doce años de edad se hallaba en esa extraña fase en la que uno piensa que besar a la madre en público no es precisamente algo grandioso. Además, tenía la mente en otro lado. Su padre y él planeaban visitar primero el Cañón del Colorado; luego recorrerían el río Colorado en balsa, durante una semana y al final irían a Disneylandia. Aunque estaría fuera durante varias semanas, ella sabía que era bueno para Kevin pasar algunas temporadas con su padre.

David no había sido el mejor de los maridos, pero era un buen padre para Kevin. Annette, su nueva esposa, estaba muy ocupada con su bebé, pero a Kevin le agradaba mucho y casi siempre hablaba con entusiasmo de sus visitas y de todo lo que se había divertido. En algunas ocasiones Theresa se sentía un poco celosa al respecto, pero hacía lo posible para que Kevin no se diera cuenta.

Ahora, en la playa, corría a un paso moderadamente rápido. Deanna estaría esperando a que terminara de correr para desayunar juntas; sabía que Brian ya se habría ido y Theresa moría de ganas de verla. Ellos eran una pareja madura, ambos frisaban los sesenta años, a pesar de lo cual Deanna era su mejor amiga.

Deanna, directora administrativa del diario en el que Theresa trabajaba, había tomado vacaciones en Cape Cod con su esposo Brian muchas veces a lo largo de los años. Siempre se alojaban en el mismo lugar, The Fisher House, y cuando ella se enteró de que Kevin iba a ir a visitar a su padre en California, Deanna insistió en que Theresa los acompañara.

– Brian juega al golf todos los días que pasamos ahí y a mí me gustaría tener compañía -le había comentado- y además, ¿qué mas tienes que hacer?

Theresa sabía que tenía razón, y después de algunos días aceptó.

– Me da mucho gusto -le había dicho Deanna con una expresión de victoria en el rostro-. Te va a encantar el sitio.

Theresa tuvo que admitir que era un hermoso lugar para ir de visita, The Fisher House era la casa de un capitán de navío, bellamente restaurada, y se encontraba en el borde de un risco rocoso por encima de la bahía; al verla a la distancia, disminuyó su carrera a un trote. A diferencia de los corredores más jóvenes que aceleraban al final de sus carreras, ella prefería disminuir la velocidad y tomárselo con calma. A los treinta y seis ya no se recuperaba con tanta rapidez como antes.