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Jeb suspiró.

– Tal vez no te dijo lo de las cartas, de acuerdo, y tal vez sí debió hacerlo. Pero eso no es lo que te molesta ahora. Estás enojado porque te hizo darte cuenta de algo que no deseas admitir.

Garrett miró a su padre sin tener nada que responder. Luego se levantó del sofá y se dirigió a la cocina, con la repentina urgencia de escapar de aquella conversación. En el refrigerador encontró una jarra de té y se sirvió un vaso. Abrió el congelador y tomó la bandeja de metal con hielos para sacar un par de cubos. En un arranque repentino de frustración, tiró de la palanca con demasiada fuerza y los cubos de hielo salieron volando sobre el mostrador y cayeron al suelo.

Mientras Garrett murmuraba maldiciones en la cocina, Jeb caminó hasta la puerta corrediza. La abrió y miró cómo los vientos fríos de diciembre, provenientes del Atlántico, hacían que las olas rompieran con violencia; el ruido hacía eco por toda la casa. Jeb contempló el mar, lo miró agitarse y revolverse, hasta que oyó que llamaban a la puerta.

Se volvió, preguntándose quién podría ser. Entonces se dio cuenta de que todas las veces que estuvo antes en casa de su hijo nadie lo había ido a visitar.

Garrett estaba en la cocina y, aparentemente, no había oído que llamaban.

Jeb fue a abrir.

– ¡Ya voy! -gritó.

Cuando abrió la puerta del frente, una ráfaga de viento se coló en la sala, lanzando las cartas al suelo. Sin embargo, Jeb no lo notó. Toda su atención se centró en la visitante que estaba en el porche.

Frente a él se encontraba una mujer joven, de cabello oscuro a la que nunca había visto. Se detuvo un instante y supo exactamente de quién se trataba. Se hizo a un lado para dejarla pasar.

– Pase -murmuró en voz baja.

Cuando entró y cerró la puerta a sus espaldas, el viento cesó de pronto. Theresa miró a Jeb incómoda.

– Usted debe de ser Theresa -dijo Jeb-. He oído hablar mucho de usted.

Ella se cruzó de brazos, sin saber qué hacer.

– Sé que no me esperaba, pero…

– No se preocupe -la animó Jeb.

– ¿Está Garrett en casa?

Jeb asintió y le indicó la cocina con la cabeza.

– Sí, aquí está. Fue a servirse algo de beber.

– ¿Cómo está?

Jeb se limitó a encogerse de hombros y con cierta lentitud esbozó una sonrisa irónica.

– Tendrá que hablar con él.

Theresa asintió, preguntándose de pronto si habría sido una buena idea ir allá. Miró a su alrededor y de inmediato vio las cartas tiradas en el piso y, por encima del hombro de Jeb, la fotografía de Catherine.

Por lo general aquella fotografía estaba en el dormitorio y, por alguna razón, ahora estaba ahí, a la vista, y ella no podía quitarle los ojos de encima. Todavía la miraba cuando Garrett volvió a la sala.

– Papá, ¿qué ocurrió aquí…?

Se quedó inmóvil. Theresa se enfrentó a él, insegura. Durante un largo rato ninguno de los dos dijo nada. Luego Theresa aspiró profundo.

– Hola, Garrett -dijo.

Garrett no contestó nada. Jeb tomó sus llaves de la mesa.

– Ustedes dos tienen mucho de qué hablar, así que me marcho. Jeb se dirigió a la puerta del frente y, mirando de lado a Theresa, murmuró:

– Fue un placer conocerla -enarcó las cejas y se encogió de hombros, como si le deseara suerte. Un momento después se encontraba afuera.

– ¿A qué viniste? -preguntó Garrett con suavidad una vez que estuvieron solos.

– Quería volver a verte -respondió ella en voz baja.

– ¿Por qué?

Ella no respondió. En vez de ello, tras un leve titubeo se acercó a él mirándolo a los ojos. Cuando estuvo cerca le puso un dedo en los labios y movió la cabeza para evitar que hablara.

– Chitón -susurró-. No hagas preguntas ahora. Por favor. Lo abrazó. Con cierta renuencia él también la abrazó y Theresa descansó la cabeza en él. Le besó el cuello y lo acercó más a ella. La boca de Theresa pasó poco a poco a la mejilla y después a los labios. Sin darse cuenta, él comenzó a responder. Las manos de Garrett le recorrieron la espalda, apretándola contra él.

En la sala, con el rugido del mar haciendo eco por la casa, se abrazaron con fuerza. Por fin, Theresa se separé y le dio la mano. Sujetó la de él y lo guié hasta el dormitorio.

Más tarde, Garrett despertó solo. Al darse cuenta de que la ropa de Theresa tampoco estaba, tomó sus pantalones vaqueros y su camisa. Todavía se estaba abotonando cuando salió de la habitación y Comenzó a buscar a Theresa por la casa.

La encontró en la cocina, sentada a la mesa. Tenía una taza de café frente a ella, casi vacía. La cafetera ya estaba en el fregadero.

Theresa lo miró por encima del hombro.

– Ven a sentarte conmigo -pidió-. Tengo mucho que decirte.

Garrett se sentó a la mesa.

Sin mirarlo, ella buscó en su regazo, sacó las cartas y las colocó lentamente sobre la mesa. Al parecer las había recogido del suelo mientras él dormía.

– Encontré la botella cuando corría, el verano pasado -comenzó con voz firme pero distante-. Después de leerla, me solté a llorar. Era muy hermosa. Supongo que me identifiqué con lo que escribías porque yo también me sentía muy sola.

Lo miró.

– Esa mañana se la mostré a Deanna. El publicarla fue su idea. Al principio yo no quería. Pensaba que era demasiado personal, pero ella consideró que no le haría mal a nadie. Creía que era un bello documento humano que la gente podría leer, así que cedí.

Suspiró.

– Cuando volví a Boston recibí la llamada de una persona que había leído la columna. Ella me envió la segunda carta; la había encontrado algunos años antes.

Se detuvo.

– ¿Alguna vez has oído hablar de la revista Yankee?

– No.

– Es una publicación regional de Nueva Inglaterra. Ahí fue donde encontré la tercera carta.

Garrett la miró sorprendido.

– ¿La publicaron ahí?

– Sí. Tenía tres cartas, Garrett, y cada una de ellas me había hecho el mismo efecto que la primera. Así que con la ayuda de Deanna averigüé quién eras y vine aquí a conocerte -sonrió con tristeza-. No vine a enamorarme de ti, ni a escribir una columna. Vine a ver quién eras. Eso era todo, pero luego hablamos y si lo recuerdas, me invitaste a navegar. De no haberlo hecho probablemente habría vuelto a casa ese mismo día.

Theresa se acercó y colocó la mano sobre la de Garrett.

– Pero ¿sabes qué? La pasamos tan bien esa noche, que entonces me di cuenta de que quería volver a verte. No por las cartas sino por la forma en que me trataste. Y desde ahí todo pareció darse de manera natural.

Él permaneció en silencio un instante, contemplando las cartas.

– ¿Por qué no me dijiste que las tenías? -preguntó.

– Hubo veces en que quise hacerlo, pero supongo que me convencí a mí misma de que no importaba cómo nos habíamos conocido, sino lo bien que nos llevábamos -se detuvo-. Además, pensé que no lo comprenderías. No quería perderte.

– Si me lo hubieras dicho antes, lo habría entendido.

Ella lo miró con atención mientras él hablaba.

– ¿En verdad, Garrett? ¿Realmente lo habrías comprendido?

Él sabía que era el momento de la verdad. Al ver que él no respondió, Theresa movió la cabeza y desvió la mirada. Se enjugó una lágrima en el rabillo del ojo, tratando a todas luces de no llorar, decidida a no derrumbarse.

– Cuando me hablaste por primera vez de Catherine vi tu expresión. Era evidente que todavía la amabas. Y anoche, a pesar de tu furia, volví a ver ese gesto en tu rostro. A pesar de todo el tiempo que hemos pasado juntos, todavía no la olvidas. Y luego… lo que dijiste… -ella aspiró profundo y de manera irregular-. No sólo estabas enojado por haber encontrado las cartas; estabas furioso porque sentías que yo amenazaba lo que Catherine y tú compartieron… y todavía lo crees.

Otra vez se acercó para tocarle la mano.

– Eres quien eres, Garrett. Eres un hombre que ama profundamente, pero también que se enamora para siempre. Sin importar cuánto me ames, no creo que puedas olvidar alguna vez a tu esposa y yo no puedo vivir siempre preguntándome si soy tan buena como ella.

– Podemos tratar -comenzó a decir él con voz ronca-. Quiero decir, puedo intentarlo. Sé que puedo hacer que sea diferente…

Theresa lo interrumpió con un breve apretón de mano.

– Sé que lo crees y parte de mí quiere creerlo también. Si me abrazaras ahora y me pidieras que me quedara, estoy segura de que no podría negarme. Y seguiríamos como hasta ahora lo hemos hecho, los dos creyendo que todo está bien; pero no puede ser ¿no lo ves? -se detuvo-. Garrett, no puedo competir con ella. Y por más que quisiera seguir con esto, no puedo, porque mismo no permitirás que continúe.