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Theresa estaba sentada a la mesa con Jeb. Durante largo rato, de manera entrecortada, él le había contado todo lo que sabía.

Más tarde Theresa recordaría que mientras escuchaba la historia no lo hacía tanto con un sentimiento de temor, como de curiosidad. Garrett era un marino experto y aún mejor nadador. Era demasiado cuidadoso, demasiado vital para que algo así lo venciera. Si alguien podía salir de una situación así, ése era él.

Se acercó a Jeb por encima de la mesa, confundida.

– No comprendo. ¿Por qué sacó el bote si sabía que se aproximaba una tormenta?

– No sé -respondió él en voz baja. No podía mirarla a los ojos.

Jeb tenía el rostro color ceniza y los ojos clavados en el suelo, como si ocultara algo. Sin pensarlo, Theresa miró la cocina. Todo estaba muy limpio, como si la hubieran arreglado poco antes de que ella llegara. Por la puerta abierta de la habitación vio el cobertor de Garrett bien tendido sobre la cama. Curiosamente le habían colocado un par de enormes arreglos florales.

– No lo entiendo. Garrett está bien, ¿no es cierto?

– Theresa -dijo por fin Jeb con lágrimas en los ojos-. Lo encontraron ayer por la mañana.

– ¿Está en el hospital?

– No -respondió.

– Entonces, ¿dónde está? -preguntó; se negaba a reconocer algo que de alguna manera ya sabía.

Jeb no respondió. Inclinó la cabeza para que ella no pudiera ver sus lágrimas, pero Theresa pudo oírlo sollozar.

– Theresa… -dijo, y su voz se quebró.

– ¿Dónde está? -exigió saber poniéndose de pie ante una súbita descarga de adrenalina. Como si ocurriera en un sitio muy lejano, oyó cómo la silla golpeaba el piso al caer a sus espaldas.

Jeb la miró.

– Encontraron su cuerpo ayer por la mañana.

Ella sintió una opresión en el pecho que la ahogaba.

– Ha muerto, Theresa.

Lo enterraron al lado de Catherine en el pequeño cementerio cerca de su hogar. Jeb y Theresa permanecieron juntos durante el servicio religioso al pie de la tumba. Fue una ceremonia sencilla y, aunque comenzó a llover casi en el instante en que el ministro terminó de hablar, la gente se quedó un rato más.

Se llevó a cabo una recepción en la casa de Garrett. Una por una, las personas pasaron a ofrecer sus condolencias y a compartir sus recuerdos: amigos de la secundaria, personas a las que había enseñado a bucear, los empleados de la tienda. Cuando todos se marcharon y dejaron solos a Jeb y a Theresa, él sacó una caja del clóset y le pidió que se sentara con él para revisarla juntos.

En la caja había cientos de fotografías. Durante las horas siguientes Theresa vio pasar ante sus ojos la infancia y la adolescencia de Garrett: todas las partes faltantes de su vida que ella sólo había imaginado: la graduación del bachillerato y de la universidad, la restauración del Happenstance, Garrett frente a la tienda antes de la inauguración.

Más tarde, mientras revisaban las últimas fotografías, vio al Garrett del que se había enamorado. Una fotografía en particular llamó su atención y la contempló un largo rato. Jeb le explicó que la habían tomado durante la celebración del Memorial Day, unas cuantas semanas antes de que la botella tocara tierra en Cape Cod. Ahí, Garrett estaba de pie en el porche trasero y se veía casi como la primera vez que ella había ido a su casa.

Cuando por fin pudo soltar esa fotografía, Jeb sólo se limitó a tomarla con suavidad.

A la mañana siguiente le entregó un sobre. Al abrirlo, Theresa vio que le había dado aquella fotografía y varias más. Además estaban también las tres cartas que le habían permitido a Theresa conocer a Garrett.

– Creo que a él le hubiera gustado que te quedaras con ellas.

Demasiado emocionada para responder, ella movió la cabeza para agradecerle en silencio.

Theresa no recordaba mucho de lo que ocurrió los primeros días después de que regresó de Boston y, en retrospectiva, se dio cuenta de que no deseaba hacerlo. Se acordaba que Deanna la esperaba en el Aeropuerto Logan cuando bajó del avión. Después de verla, Deanna llamó de inmediato a su esposo y le pidió que le llevara algo de ropa a la casa de Theresa porque iba a quedarse con ella por unos días. Theresa pasé la mayor parte del tiempo en la cama, sin levantarse siquiera cuando Kevin llegaba de la escuela.

– ¿Se va a poner bien mi mamá? -preguntó el niño.

– Sólo necesita algo de tiempo, Kevin -respondió Deanna-. Sé que también es difícil para ti, pero todo va a estar bien.

El otro recuerdo claro que Theresa tenía de aquella semana era su imperiosa necesidad de comprender cómo pudo haber sucedido. Antes de marcharse de Wilmington le hizo prometer a Jeb que la llamaría si se enteraba de algo más sobre el día en que Garrett salió con el Happenstance. De alguna manera extraña creía que si sabía los detalles, el por qué, su pena disminuiría.

Por supuesto, muy en su interior sabía que eso no iba a suceder. Jeb no iba a llamarla con una explicación esa semana, y la respuesta no le llegaría tampoco en un momento de contemplación. No. La respuesta la obtuvo, finalmente, en la forma en que menos la esperaba.

Un año después, en la playa de Cape Cod, Theresa reflexionaba sin amargura acerca del giro que tomaron las cosas y de las razonnes que la habían llevado hasta aquel lugar. Por fin lista, metió la mano en su bolso. Después de sacar el objeto que había llevado, lo miró y revivió el momento en que por fin obtuvo la respuesta que tanto buscaba.

Deanna se había marchado y Theresa trataba de restablecer un rutina de algún tipo. En su confusión de la semana anterior, simplemente había amontonado la correspondencia en un rincón del comedor. Una noche, después de cenar, mientras Kevin estaba en el cine, Theresa comenzó a clasificar las cartas sin gran interés.

Había una docena de cartas, tres revistas y un paquete envuelto en papel café sin remitente. Tenía pegadas dos etiquetas de FRAGIL, una cerca de la dirección y la otra en el lado opuesto de la caja.

– En ese momento notó el sello postal de Wilmington, North Carolina, con fecha de dos semanas atrás. Rápidamente revisó la dirección garabateada al frente. Era la letra de Garrett.

– No… -dejó el paquete, con el estómago súbitamente tenso. Buscó un par de tijeras en un cajón y con manos temblorosas comenzó a cortar la cinta, tirando del papel con sumo cuidado mientras lo hacía. Ya sabía lo que iba a encontrar adentro. Después de tomar el objeto y revisar el resto del paquete para asegurarse de que no hubiera nada más adentro, quitó la envoltura plástica con burbujas de aire.

La botella tenía el corcho puesto y en el interior había una carta enrollada. Después de sacar el corcho, la dio vuelta y la carta salió con facilidad. Al igual que la carta que había encontrado apenas unos meses antes, estaba amarrada con un hilo. La extendió con delicadeza.

En la esquina superior derecha se encontraba la imagen de un viejo barco con las velas al viento.

Querida Theresa:

¿Podrás perdonarme?

En un mundo que rara vez comprendo soplan los vientos del destino cuando menos lo esperamos. A veces soplan con la fuerza de un huracán; otras apenas nos rozan las mejillas. Sin embargo no puede negarse su existencia porque a menudo traen consigo un futuro que es imposible negar. Tú, querida mía, eres ese viento que no anticipé, el viento que ha soplado con más fuerza de la que creí posible. Eres mi destino.

Estaba equivocado, muy equivocado al tratar de negar lo que era evidente y te ruego que me perdones. Como el viajero cauto, traté de protegerme del viento y sólo logré perder mi alma. Fui un tonto al no hacer caso de mi destino, pero hasta los tontos tenemos sentimientos y me he dado cuenta de que tú eres lo más importante que tengo en este mundo.

He cometido más errores en los pasados meses de los que algunas personas cometen en toda su vida. Me equivoqué al actuar como lo hice cuando encontré las cartas, del mismo modo en que me equivoqué al ocultar la verdad de lo que estaba ocurriéndome en relación con mi pasado. Pero en lo que más me equivoqué fue al negar lo que está claro en mi corazón: que no puedo vivir sin ti.

Lo que más deseo en esta vida es que me des otra oportunidad. Como tal vez supongas, espero que esta botella obre su magia, igual que lo hizo antes, y de alguna manera logre que volvamos a reunirnos.

Durante los primeros días después de que te marchaste quise creer que podía seguir viviendo como siempre, pero no fue así. Cada vez que veía ponerse el Sol pensaba en ti y en los maravillosos momentos que pasamos juntos. El corazón sabía que mi vida nunca volvería a ser la misma. Quería que regresaras más de lo que pensé que fuera posible, pero siempre que pensaba en ti seguía oyendo tus palabras en nuestra última conversación. Sin importar cuánto te amara, sabía que nada sería posible a menos que nosotros, los dos, estuviéramos seguros de que yo podía comprometerme por completo con el sendero por delante. Seguí preocupado con estas ideas hasta que anoche, muy tarde, la respuesta vino por fin a mí.