Sin embargo, intento sobrevivir. Al anochecer, cuando estay a solas, te llamo y cuando parece que mi dolor no puede ser más grande, encuentras una manera de regresar a mí. Anoche, en mis sueños, te vi en el muelle cerca de Wrightsville Beach. El viento te alborotaba los cabellos y tenías los ojos brillantes por la luz del atardecer. Mientras te contemplaba pensaba en lo hermosa que eres. Lentamente comencé a caminar hacia ti y, cuando por fin te volviste a verme, notó que los demás también te habían estado observando. “¿Acaso la conoces?”, me preguntaron con un celoso susurro, y mientras tú me sonreías respondí la pura verdad: “Mejor que a mi propio corazón”.
Me detuve al llegar hasta ti, te toqué con suavidad en la mejilla y tú inclinaste la cabeza y cerraste los ojos. Luego, como siempre, empezó a aparecer una niebla lenta que envolvió el mundo a nuestro alrededor, rodeándonos como si tratara de evitar que escapáramos. Como una nube que se expande y lo cubre todo, fue cerrándose, hasta que sólo quedamos tú y yo. La mirada que me diriges en ese momento me persigue. Siento tu tristeza y mi soledad. Y luego abres los brazos y das un paso atrás en la niebla, porque ése es tu sitio y no el mío. Anhelo ir contigo, pero tu única respuesta es negar con la cabeza porque los dos sabemos que eso es imposible.
Y observo con el corazón destrozado mientras te desvaneces poco a poco. Me encuentro esforzándome por recordar cada uno de los detalles de ese momento, cada detalle de ti. Pero pronto, siempre demasiado pronto, tu imagen desaparece y me quedo solo en el muelle y sin importar lo que otros piensen, inclino la cabeza y lloro, mucho, mucho.
Garrett
Capítulo Dos
– ¿Estuviste llorando? -preguntó Deanna cuando Theresa llegó al porche trasero con la botella y el mensaje en la ruano.
Theresa se sintió avergonzada y se limpió los ojos mientras la mujer dejaba el diario y se levantaba de su asiento. Aunque tenía sobrepeso, y así había sido desde que Theresa la conocía, se movió rápidamente para rodear la mesa con expresión preocupada.
– ¿Te sientes bien? ¿Qué te ocurrió? ¿Estás herida? -tropezó con una de las sillas mientras se acercaba a tomar una de las manos de Theresa.
Ella negó con la cabeza.
– No me pasó nada, créeme. Me siento bien, de verdad. Es sólo que acabo de encontrar esta carta. Estaba dentro de una botella que arrojó el mar a la playa. Cuando la abrí y la leí… -se apartó un mechón que el viento le había volado a la cara-, me llegó muy hondo. Tal vez es una cosa tonta, lo sé -se enjugó una lágrima, le dio la carta a Deanna y se acercó a la mesa de hierro forjado de donde su amiga se había levantado-. Pero no pude evitarlo.
Deanna leyó la carta con lentitud y cuando la terminó miró a Theresa. También tenía húmedos los ojos.
– Es… hermosa -comentó por fin-. Es una de las cartas más conmovedoras que he leído.
– Eso fue lo que pensé.
Deanna acarició con los dedos las letras del escrito y se detuvo un momento.
– Me pregunto quiénes serán. Y por qué razón lanzarían al mar esta botella.
– No tengo idea.
– ¿No tienes curiosidad?
El hecho era que Theresa sí tenía curiosidad. Después de leerla la primera vez, la releyó y luego la leyó una tercera vez. Y se preguntó qué se sentiría que alguien la amara de ese modo.
– Una poca, pero ¿qué puedo hacer? No hay modo de que lo sepamos jamás.
– ¿Qué harás con ella?
– Guardarla, supongo. En realidad no he pensado mucho en eso -Theresa bebió un poco de jugo que se había servido-. Así que… ¿qué haremos hoy?
– Pensé que podríamos hacer algunas compras y después ir a comer a Provincetown. ¿Qué te parece?
– Es precisamente lo que creí que haríamos.
Las dos mujeres charlaron sobre los lugares a los que irían. Después Deanna se levantó y entró en la casa para servirse otra taza de café y Theresa la observó mientras se marchaba.
Deanna había cumplido cincuenta y ocho años, tenía la cara redonda; llevaba el cabello corto, que poco a poco se volvía gris, peinado de manera sencilla, y era la mejor persona que conocía Theresa. Sabía mucho de música y de arte y vivía en un mundo lleno de optimismo y buen humor.
Cuando Deanna regresó a la mesa, se sentó y volvió a tomar la carta. Mientras la examinaba con atención, arqueó las cejas.
– Me pregunto… -comenzó en voz baja.
– ¿Qué?
– Bueno, cuando estaba adentro se me ocurrió que deberíamos publicar esta carta en tu columna de esta semana.
– ¿Cómo dices?
Deanna se inclinó sobre la mesa.
– Precisamente lo que oyes. Creo que deberíamos publicar esta carta. Es de verdad muy conmovedora. Puedo imaginarme a cientos de mujeres recortándola y pegándola en sus refrigeradores para que sus esposos puedan verla al regresar del trabajo.
– Ni siquiera sabemos quiénes son. ¿No crees que deberíamos pedir su permiso primero?
– No usaremos sus verdaderos nombres, y mientras no nos atribuyamos el crédito de haberla escrito ni divulguemos de dónde podría venir, estoy segura de que no habrá problema.
– Sé que probablemente sería legal, pero no estoy segura de que hacerlo sea correcto. Me refiero a que es una carta muy personal.
– Theresa, es una historia de interés humano. A la gente le entusiasma mucho este tipo de cosas. Y recuerda, el tal Garrett envió la carta en una botella al mar. Tiene que haber imaginado que aparecería en alguna playa.
Theresa negó con la cabeza.
– No lo sé, Deanna…
– Bueno, piénsalo. No necesitas decidirlo ahora. Aunque yo creo que es una magnífica idea.
Theresa pensó en la carta mientras se desvestía para darse una ducha. Se encontró preguntándose cómo sería el hombre que la escribió… Garrett, si es que ése era su verdadero nombre. Y ¿quién sería Catherine? Su amante o su esposa, eso era obvio. Se preguntó si estaría muerta o si algo más habría ocurrido para separarlos. Ella jamás, en toda su vida, había recibido una carta que siquiera se pareciera remotamente a ésa. David nunca había sido buen escritor, ni tampoco nadie más con quien hubiera salido. ¿Cómo sería aquel hombre? ¿Sería tan devoto en persona como parecía en aquella carta?
Se enjabonó y enjuagó el cabello y todas aquellas preguntas salieron de su cabeza mientras el agua fresca la recorría. Se lavó el resto del cuerpo con un paño y jabón humectante, pasó en el baño más tiempo del que necesitaba y finalmente salió de la ducha.
Se miró al espejo mientras se secaba con la toalla. Pensó que no lucía mal para ser una mujer de treinta y seis años con un hijo adolescente. Su pecho siempre había sido pequeño y no estaba colgado como el de otras mujeres de su edad. Tenía el abdomen plano y las piernas largas y delgadas por el ejercicio. En general se sentía satisfecha con el modo en que se veía aquella mañana y atribuyó su fácil y peculiar aceptación de sí misma al hecho de que estaba de vacaciones.
Después de aplicarse un poco de maquillaje se vistió con unos pantaloncillos cortos beige, una blusa sin mangas y unas sandalias marrón. En una hora el día sería caluroso y húmedo y no deseaba sentirse incómoda.
Ir de compras con Deanna era toda una experiencia.
Una vez que llegaron a Provincetown pasaron el resto de la mañana en las diversas tiendas. Theresa compró tres vestidos nuevos y un traje de baño antes de que Deanna la arrastrara hasta una tienda de lencería que se llamaba Nightingales.
Ahí Deanna se volvió absolutamente loca. No pensaba comprar algo para ella misma, por supuesto, sino animar a Theresa a hacerlo. Tomaba de los estantes alguna prenda interior de encaje y la sostenía en alto para que Theresa la observara, y hacía comentarios como: “Esta se ve muy sensual” o “No tienes ninguno de este color, ¿o sí?”. Había por supuesto muchas otras personas a su alrededor cuando le hacía aquellos comentarios y Theresa no podía evitar reír siempre que ocurría. La falta de inhibición de Deanna era una de las cosas que más le agradaban de ella. En verdad no le importaba lo que la gente pensara, y a menudo Theresa deseaba parecerse un poco a ella.
Cuando regresaron a la casa, Brian leía el diario en la sala.
– ¡Hola! ¿Cómo les fue?
– Bien -respondió Deanna-. Comimos en Provincetown y luego hicimos algunas compras. ¿Qué tal te fue hoy en el juego?