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Hace cuatro días, mientras estaba de vacaciones, encontré una botella en la playa con un mensaje profundamente conmovedor. No he podido olvidarlo y, aunque es algo distinto de lo que suelo escribir, en una época en la que el amor eterno y el compromiso parecen estar tan ausentes de nuestra vida, tengo la esperanza de que la encuentren tan significativa como lo fue para mí.

El resto de la columna estaba dedicado a la carta.

– ¡Maravilloso! -dijo cuando terminó de leer-. Ya impresa se ve mucho mejor de lo que imaginé. Vas a recibir muchas cartas por esta columna.

– Ya lo veremos -respondió Theresa mientras comía un bagel sin estar muy segura de si debía creerle o no a Deanna, pero todas maneras con curiosidad.

Capítulo Tres

El sábado, ocho días después de haber llegado a Cape Cod, Theresa regresó a Boston.

Entró de prisa en el departamento y abrió las puertas de vidrio que daban al patio trasero para poder ventilar el sitio. Después de desempacar, se sirvió una copa de vino, se acercó al aparato de sonido y puso un disco compacto de John Coltrane. Mientras el ritmo del jazz se filtraba por la habitación, revisó la correspondencia. Como siempre, había muchas cuentas y las hizo a un lado para revisarlas más tarde.

No había ninguna llamada de su hijo en la máquina contestadora cuando la escuchó. En ese momento estaría cerca de un río, acampando con su padre en algún lugar de Arizona. Sin Kevin, la casa parecía extrañamente silenciosa. Pensó en las dos semanas de vacaciones que todavía le quedaban ese año. Pasaría con Kevin unos días en la playa porque se lo había prometido, y aún así tendría libre una semana. Podría tomarla en Navidad, pero ese año a Kevin le tocaba ir con su padre así que no tenía mucho caso hacerlo. Tal vez podría usar esa semana para arreglar algunas cosas en la casa que tenía pendientes, pero… ¿acaso alguien querría pasar sus vacaciones pintando y colocando papel tapiz?

Al fin se dio por vencida y decidió que si nada más emocionante se le ocurría, guardaría esa semana para el siguiente año. Tal vez Kevin y ella podrían ir a Hawai.

Se acostó y tomó una de las novelas que había comenzado en Cape Cod. Leyó rápido y sin distracción y terminó casi cien páginas antes de sentirse cansada. A medianoche apagó la luz. Por segunda vez en dos días soñó que caminaba por una playa desierta.

La correspondencia en su escritorio el lunes por la mañana era abrumadora. Cuando llegó había casi doscientas cartas y el cartero le llevó ese día cincuenta más. Tan pronto como entró en la oficina, Deanna señaló con orgullo el montón.

– ¿Lo ves? Te lo dije -comentó con una sonrisa.

Theresa pidió que no le pasaran llamadas y comenzó a abrir la correspondencia de inmediato. Todas, sin excepción, eran alusivas a la carta que había publicado en su columna. La gran mayoría era de mujeres pero también escribieron algunos hombres, y la uniformidad de opinión que expresaban la sorprendió. Carta por carta leyó lo mucho que los había conmovido aquel mensaje anónimo.

Al terminar el día casi había leído todas las cartas y se sentía cansada. A las cinco y media empezó a escribir una columna acerca del Viaje de Kevin y lo que sentía ella al tenerlo lejos. Iba mejor de lo que esperaba y estaba a punto de terminar cuando el teléfono sonó.

Era la recepcionista del diario.

– Oye. Theresa, ya sé que me pediste que no te pasara llamadas y es lo que he estado haciendo -comenzó-, pero esta mujer ha insistido mucho. Es la quinta vez que llama hoy y la semana pasada llamó dos veces. Me sigue pidiendo que la ponga en espera hasta que tengas un minuto libre. Dice que es una llamada de larga distancia, pero que tiene que hablar contigo.

– De acuerdo. ¿En qué línea está?

– En la cinco.

– Gracias -Theresa tomó el auricular y oprimió el botón línea cinco-. Hola.

La línea permaneció en silencio por un momento. Luego una voz suave y melodiosa, la persona en la línea preguntó:

– ¿Es usted Theresa Osborne?

– Sí, soy yo -Theresa se retrepó en su silla y comenzó a retorcer un mechón de su cabello.

– ¿Fue usted la que escribió la columna acerca del mensaje en la botella?

– Sí. ¿En qué puedo servirla?

La mujer hizo una pausa.

– ¿Puede decirme los nombres que estaban en la carta?

Theresa cerró los ojos y dejó de retorcer su cabello.

– No, lo siento pero no puedo. No quiero hacer pública esa información.

– ¡Por favor! -insistió la mujer-. ¿Puede responder una sola pregunta? ¿La carta iba dirigida a Catherine y estaba firma un hombre llamado Garrett?

Theresa se enderezó en la silla.

– ¿Quién habla? -inquirió con repentina urgencia, y una vez que lo dijo se dio cuenta de que la persona que llamaba sabría la respuesta a su pregunta.

– Así es, ¿verdad?

– ¿Quién es usted? -preguntó Theresa de nuevo, esta vez con más amabilidad. Oyó cómo la mujer aspiraba profundo antes de responder.

– Me llamo Michelle Turner y vivo en Norfolk, Virginia. Hace tres años iba caminando por una playa de aquí y encontré una carta parecida a la que usted halló. Después de leer su columna supe que la había escrito la misma persona.

Theresa permaneció en silencio un momento. “No es posible”, pensó. “¿Hace tres años?”

– ¿En qué clase de papel estaba escrita? -preguntó.

– Era un papel color beige y tenía un dibujo de un velero en la esquina superior derecha. Su carta también tiene el dibujo de un barco, ¿no es verdad?

– Sí -balbuceó Theresa.

– Lo supe desde el momento en que leí su columna -parecía como si le hubieran quitado un peso de encima a Michelle.

– ¿Todavía tiene la carta? -preguntó Theresa.

– Sí. Es un poco distinta de la que usted copió en la columna, pero los sentimientos que expresa son los mismos.

– ¿Podría enviarme una copia por fax?

– Claro que sí -dijo antes de hacer una pausa-. Es sorprendente, ¿verdad?

– Sí -susurró Theresa-. ¡Vaya que lo es!

Después de darle a Michelle el número del fax, Theresa ya no pudo concentrarse en corregir su escrito. Michelle tenía que ir a una tienda de fotocopiado para enviar la carta, y Theresa caminaba de un lado a otro entre su escritorio y el fax, cada cinco minutos, mientras esperaba que llegara el fax. Cuarenta y seis minutos más tarde escuchó que la máquina cobraba vida. Sólo pasaron diez segundos para que saliera la página, pero hasta esa espera le pareció excesivamente larga.

Tomó la hoja cuando el fax comenzó a sonar para indicar el fin de la transmisión. La llevó a su escritorio sin leerla.

Aspiró profundo y la levantó. Una rápida mirada al logotipo del barco le probó que, en efecto, pertenecía al mismo escritor. Acercó el papel a la luz y comenzó a leer.

6 de marzo de 1994.

Mi querida Catherine:

¿Dónde estás? ¿Por qué nos han obligado a separarnos?

No sé la respuesta a estas preguntas, sin importar cuánto trate de entenderlas. La razón es evidente, pero mi mente me obliga a desecharla y me destroza la ansiedad cada momento que paso despierto. Quiero decirte que me siento perdido sin ti. No tengo alma, soy un hombre sin rumbo, sin hogar, un ave solitaria en un vuelo sin destino.

Trato de recordar cómo fuimos alguna vez, en la fresca cubierta del Happenstance. ¿Te acuerdas de cuánto trabajamos juntos en ella? Nos convertimos en parte del mar mientras reconstruíamos la nave, porque los dos sabíamos que fue el mar el que nos unió. Por las noches navegábamos en el agua oscura, y yo veía cómo la luz de la Luna reflejaba tu belleza. Te observaba con reverencia y sabía en mi corazón que estaríamos juntos para siempre, que estábamos destinados a seguir juntos.

Pero ahora, solo en casa, me doy cuenta de que el destino puede herir a una persona tanto como puede bendecirla, y me pregunto por qué, de toda la gente en el mundo a la que pude haber amado, me enamoré de aquella que me fue arrebatada.

Garrett

Después de leer la carta, Theresa se retrepó en su silla y se llevó los dedos a los labios. Los ruidos de la sala de redacción sonaron lejanos. Tomó su bolso, buscó la carta que había encontrado y la colocó al lado de la otra sobre el escritorio.

“¿Habrá mas?”, se preguntó. “¿Qué clase de hombre será el que las envía en una botella?” Sabía que en realidad no debería importarle mucho, pero de pronto sí le importó.

Cuando niña había llegado a creer en el hombre ideaclass="underline" el príncipe o caballero de los cuentos de su infancia. Sin embargo, que en el mundo no existían hombres como aquellos. La gente de carne y hueso tenía sus propios planes, exigencias muy reales y expectativas acerca de cómo debía comportarse el resto del mundo. Sin embargo, en ese momento se dio cuenta de que sí existía un hombre así, un hombre que ahora estaba solo, y el saberlo tocó una fibra en su interior.