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Le parecía claro que Catherine, fuera quien fuera, probablemente estaba muerta o tal vez desaparecida. Y sin embargo Garrett seguía amándola lo suficiente para enviarle cartas por tres años. Por lo menos había demostrado que era capaz de amar a alguien profundamente y, lo más importante, seguir comprometido por completo incluso mucho después de haber perdido a su amada.

Pensó en la primera línea de la segunda carta. ¿Dónde estás?

Theresa no lo sabía exactamente, pero él existía y una de las cosas que había aprendido desde muy joven era que si uno descubre algo que toca una fibra en su interior, es mejor tratar de indagar más al respecto.

En su fuero interno entendía que la fascinación que sentía por Garrett no la iba a llevar a ningún lado. Seguiría con su vida, escribiendo su columna, pasando el tiempo con Kevin, haciendo todo lo que una madre soltera tenía que hacer.

Y casi estuvo en lo cierto. Su vida pudo seguir exactamente como la había imaginado, pero tres días más tarde ocurrió algo que la hizo emprender un viaje a lo desconocido con sólo una maleta llena de ropa y un montón de papeles que pudieran o no tener algún significado.

Descubrió una tercera carta de Garrett.

Por supuesto, el día que descubrió la tercera carta, no esperaba que ocurriera nada fuera de lo normal. Era un típico día de mediados de verano en Boston, cálido y húmedo. Theresa estaba en la sala de redacción haciendo una investigación para un artículo que escribía acerca de niños autistas. Su computadora tenía acceso a la biblioteca de Harvard University y en un par de horas logró encontrar casi treinta artículos escritos en los últimos tres años. Seis de los títulos lucían muy prometedores y tal vez pudiera usarlos. Como iba a pasar cerca de Harvard de camino a casa, decidió que los recogería ella misma.

Estaba a punto de apagar la computadora cuando se le ocurrió una idea y se detuvo. “¿Por qué no?”, se dijo, “es poco probable, pero ¿qué puedo perder?”. Volvió a entrar en la base de datos de la universidad y escribió las palabras “mensajes en botellas”.

Después de presionar la tecla para entrar, se retrepó en su asiento y esperó a que la computadora le desplegara la información que le había solicitado.

La respuesta la sorprendió. Durante los últimos años se había escrito una docena de artículos diferentes sobre ese tema. La mayoría, publicados por alguna revista científica, y los títulos parecían sugerir que se usaban botellas en un intento por aprender más acerca de las corrientes marinas, pero tres parecían interesantes. Le pareció bien tener esa información y anotó los títulos.

El tránsito era lento y pesado y tardó más tiempo del que pensó en llegar a la biblioteca y obtener una copia de los nueve artículos que iba a buscar. Llegó bastante tarde a su casa y, después de pedir de cenar a un restaurante chino cercano, se sentó en el sofá con los tres artículos sobre botellas frente a ella.

El primero, publicado en la revista Yankee en marzo del año anterior, narraba historias acerca de botellas que habían sido encontradas en las costas de Nueva Inglaterra durante los últimos años. Casi al final del artículo, Theresa llegó a dos párrafos que hablaban de un mensaje que se había encontrado en Long Island.

La mayor parte de los mensajes que se envían en una botella piden a quien los encuentre que responda. Sin embargo, en ocasiones quienes los envían no quieren una respuesta. Una carta semejante, un conmovedor tributo a un amor perdido, se encontró el año pasado en una playa de Long Island. He aquí una parte:

Sin tenerte a ti en los brazos siento un vacío en el alma. Me sorprendo buscando tu rostro entre la multitud… sé que es algo imposible, pero no puedo evitarlo. Tú y yo hablamos acerca de lo que pasaría si las circunstancias nos obligaran a separarnos, pero no puedo cumplir la promesa que te hice esa noche. Lo siento, mi amor, pero nunca podrá haber nadie que ocupe tu lugar. Tú y sólo tú eres lo único que he deseado, y a hora que te has ido no siento deseos de encontrar a nadie más.

Dejó de leer y de súbito bajó el tenedor.

“¡No puede ser!”, pensó mientras observaba las palabras. “Sencillamente no es posible”.

Se secó la frente y se dio cuenta de que le temblaban las manos. ¿Otra carta? Dio vuelta a la hoja para ver el frente del artículo y el nombre del autor. Fue escrito por el doctor Arthur Shendakin, profesor de historia de Boston University.

Se puso en pie de un salto y tomó la guía telefónica del estante cercano a la mesa del comedor. Había menos de doce Shendakin, sólo dos tenían una A como primera inicial. Miró la hora antes de Marcar. Las nueve y media. Era tarde, pero no demasiado. Marcó el número y esperó mientras el teléfono comenzaba a sonar.

Una vez.

Dos veces.

Tres veces.

A la cuarta vez comenzó a perder la esperanza, pero en la quinta oyó que descolgaban el teléfono.

– ¡Hola! -oyó la voz de un hombre.

Ella se aclaró la garganta.

– Hola. Habla Theresa Osborne del Times de Boston. ¿Es usted Arthur Shendakin?

– Sí, soy yo -respondió el hombre en tono de sorpresa.

– ¡Ah! Buenas noches. Sólo le llamaba para saber si es usted quien publicó un artículo el año pasado en la revista Yankee sobre mensajes en botellas.

– Sí, yo lo escribí. ¿En qué puedo servirla?

Theresa sentía que le sudaban las manos en el teléfono.

– Tengo curiosidad acerca del mensaje que dice usted que apareció en Long Island. Sé que es una petición poco usual, doctor Shendakin, pero me interesa obtener una copia de la carta. Significaría mucho para mí.

– ¿Sólo una copia?

– Sí, por supuesto. Puedo darle mi número de fax o puede usted enviármela.

Él permaneció un momento en silencio antes de responder:

– Yo… creo que está bien.

– Gracias, doctor Shendakin -antes de que pudiera cambiar de Opinión Theresa le dio su número de fax.

Al día siguiente, cuando salió hacia su trabajo, sentía la cabeza en las nubes. La posible existencia de una tercera carta le hacía difícil pensar en nada más, pero al llegar a su escritorio esperó, con toda premeditación antes de ir a donde se encontraba el fax. Encendió su computadora, llamó a dos médicos con los que tenía que hablar para su artículo sobre autismo, y tomó algunas notas acerca de otros posibles temas.

Cuando ya no se le ocurrió qué otra cosa hacer, se dirigió hacia el fax y comenzó a revisar acuciosamente el material que había llegado. Todavía no estaba clasificado y encontró varias docenas de páginas dirigidas a otras personas. A la mitad halló una portada dirigida a ella, luego dos páginas más, y al revisarlas con más atención lo primero que reconoció fue el dibujo del velero grabado en la esquina superior derecha.

25 de septiembre de 1995.

Querida Catherine:

Ha pasado un mes desde la última vez que te escribí, pero ha transcurrido tan lentamente… ahora la vida pasa como un paisaje frente a la ventana de un auto en movimiento. No sé a dónde me dirijo ni cuando llegaré.

Ni siquiera el trabajo me quita el dolor. Tal vez bucee para divertirme o para enseñar a otros cómo hacerlo, pero cuando regreso a la tienda me parece vacía sin ti. Hago los pedidos para surtir la tienda como siempre, pero todavía hay momentos en los que miro por encima del hombro sin pensar y te llamo.

Sin tenerte a ti en los brazos siento un vacío en el alma. Me sorprendo buscando tu rostro entre la multitud… sé que es algo imposible, pero no puedo evitarlo. Tú y yo hablamos acerca de lo que pasaría si las circunstancias nos obligaran a separarnos, pero no puedo cumplir la promesa que te hice esa noche. Lo siento, mi amor, pero nunca podrá haber nadie que ocupe tu lugar. Tú y sólo tú eres lo único que he deseado, y ahora que te has ido no siento deseos de encontrar a nadie más. “Hasta que la muerte nos separe”, juramos en la iglesia, y he llegado a creer que esas palabras serán realidad; hasta que yo también me marche de este mundo.

Garrett

– Deanna, ¿tienes un minuto? Necesito hablar contigo.

Deanna levantó la mirada de la computadora y se quitó los anteojos para leer.

– Claro que sí. ¿Qué sucede?

Theresa puso las tres cartas sobre el escritorio de Deanna y le explicó cómo habían llegado a sus manos. Cuando terminó de contar la historia, Deanna leyó las cartas en silencio. Theresa se sentó en una silla frente a ella.