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Rose se dio cuenta de la cobarde retirada, así que se volvió lentamente y se quedó mirándolo con las pupilas centelleando.

– Pero ha sido una buena idea, Rose. Muy buena idea -se apresuró a añadir Carl, aunque ella no tragó el anzuelo.

– Te doy dos posibilidades, Carl -masculló Rose, mientras Assad, en lo alto de la escalera, ponía los ojos en blanco-. O cierras el pico o me largo a casa. Así puedo mandar de sustituta a mi hermana gemela, y ¿sabes qué?

Carl sacudió levemente la cabeza. Tampoco estaba seguro de querer saberlo.

– Sí, que vendrá con tres críos y cuatro gatos, cuatro inquilinos y un cabrón de marido, era eso, ¿no? Entonces sí que va a estar rebosante tu despacho. ¿Era esa la respuesta? -preguntó.

Rose cerró los puños y se puso en jarras, inclinándose hacia él.

– No sé de dónde has sacado esas historias. Yrsa vive conmigo y no tiene gatos ni inquilinos, joder.

Sus ojos pintados de negro parecían estar gritando «¡imbécil!».

Carl adelantó las palmas de sus manos, a la defensiva.

La silla de su despacho lo llamaba con dulzura.

– ¿Qué cuento es ese de su hermana gemela, Assad? ¿Ha amenazado alguna vez Rose con algo así?

Assad subió, ligero, junto a él un par de peldaños de las escaleras de caracol, mientras Carl sentía ya las piernas de plomo.

– Venga, no lo tomes tan a pecho, Carl. Rose es como la arena sobre la espalda de un camello. A veces te pica el culo y a veces no. Depende del grosor de piel que tengas.

Se volvió hacia Carl y enseñó dos columnatas de esmalte dental. Si el culo de alguien estaba encallecido con el paso del tiempo, era sin duda el suyo.

– Ya me ha hablado de su hermana. Se llama Yrsa, lo recuerdo porque es parecido a Irma. Me parece que no son muy buenas amigas juntas -añadió Assad.

¿Yrsa? ¿Todavía queda alguien que se llame así?, pensó Carl cuando llegaron al segundo piso y su corazón cabalgaba desbocado.

– Hola, chicos -sonó una voz maravillosamente conocida del otro lado de la mesa. Así que Lis había vuelto al tajo. Lis, cuarenta años de cuerpo bien conservado, igual que sus células cerebrales. Un auténtico premio para los sentidos, al contrario de la señora Sørensen, que sonrió con dulzura a Assad y alzó la cabeza hacia Carl como una cobra irritada.

– Cuéntale al señor Mørck lo bien que lo habéis pasado Frank y tú en Estados Unidos, Lis -dijo la arpía con una sonrisa inquietante.

– Tendrá que ser en otra ocasión -se apresuró a replicar Carl-. Marcus me espera.

Tiró en vano a Assad de la manga.

Que te lleve el diablo, Assad, pensó Carl mientras los labios infrarrojos de Lis, radiantes de alegría, relataban la travesía de todo un mes por América con un marido medio mustio que de repente se inflamaba como un bisonte en celo sobre la cama doble de la autocaravana. Imágenes que Carl trataba de borrar con todas sus fuerzas, igual que los pensamientos relacionados con su involuntario celibato.

Maldita señora Sørensen, pensó. Maldito Assad y maldito el hombre que pescó a Lis. Y mil veces maldita la ONG Médicos Sin Fronteras, que atrajo a Mona, epicentro de su deseo, hasta lo más profundo de África.

– Esa psicóloga, entonces, ¿cuándo va a volver, Carl? -preguntó Assad junto a la puerta de la sala de conferencias-. ¿Cómo se llamaba, además de Mona?

Carl no hizo caso de la sonrisa burlona de Assad y abrió la puerta del despacho del inspector jefe de Homicidios. Allí estaba casi todo el Departamento A frotándose los ojos. Habían pasado unos días duros en el cenagal de la sociedad, pero el descubrimiento de Assad los había sacado de allí.

Marcus Jacobsen tardó diez minutos en informar a sus jefes de grupo, y tanto él como Lars Bjørn parecían bastante entusiasmados. Citaron a Assad varias veces, y varias veces su rostro feliz se topó con las miradas entornadas tras las cuales se extendía el asombro porque aquel negrata ayudante de limpieza se encontrara de pronto entre ellos.

Pero nadie se sentía con energía para hacer preguntas. Al fin y al cabo, Assad había encontrado una relación entre casos de incendio antiguos y recientes que parecía cierta. Todos los cadáveres de los incendios tenían un estrechamiento en la falange del dedo meñique de la mano izquierda, aparte del caso en que el dedo meñique había desaparecido por completo. Ahora se sabía que los forenses lo habían observado en todos los casos, lo que pasa es que nadie había caído en la conexión entre ellos.

Según los forenses, todo parecía indicar que dos de los fallecidos habían llevado un anillo en el dedo meñique. Dijeron que la causa del estrechamiento del hueso no fue producto del sobrecalentamiento de los anillos producido por las llamas. Una conclusión más probable era que los fallecidos hubieran llevado los anillos desde su juventud y que por eso les quedaran unas marcas que llegaban hasta el hueso. Uno de ellos sugirió que los anillos tal vez tuvieran un trasfondo cultural parecido al antiguo vendado de pies de las chinas, mientras que otro mencionó que podría tener que ver con algún rito.

Marcus Jacobsen asintió con la cabeza. Algo por el estilo. Tampoco podía descartarse algún tipo de hermandad. Una vez puesto, el anillo nunca volvía a quitarse.

Que los dedos no estuvieran intactos en todos los cadáveres era otra cuestión. Podría haber varias razones para ello. Amputación, por ejemplo.

– Ahora solo se trata de saber el porqué y el quién -resumió el subinspector Lars Bjørn.

Casi todos los presentes asintieron en silencio, y alguno suspiró. Sí, solo se trataba de saber eso; estaba chupado, ¿no?

– El Departamento Q nos comunicará si encuentran más casos relacionados -anunció el inspector jefe, y a Assad le dio una única palmada en el hombro uno de los policías que seguro que no tenía nada que ver con el caso.

Y volvieron a estar en el pasillo.

– Bueno, ¿qué hay de esa Mona Ibsen, Carl? -siguió Assad donde lo había dejado-. Más te vale hacer que vuelva, antes de que se te pongan los huevos como balas de cañón.

Abajo en el sótano todo estaba más o menos como antes. Rose había colocado una banqueta frente al mensaje fijado en la pared, y cavilaba con tal intensidad que incluso de espaldas casi se le veían los pliegues del rostro.

Por lo visto, se había quedado bloqueada.

Carl miró la copia gigante. Tampoco era tarea fácil. Para nada.

Rose había escrito las letras pulcramente con un rotulador. Puede que no fuera tan buena idea, pero la impresión general era mejor, saltaba a la vista.

Con un gesto coqueto pasó los dedos, con las uñas bien tiznadas de rotulador, por el pelo negro desordenado. Iban bien a juego.

Ya se pintaría después las uñas de negro. Solía hacerlo.

– ¿Qué se entiende? ¿Se entiende algo? -preguntó, mientras Carl intentaba leer.

Esto es lo que ponía:

SOCORRO

.l… rero… cu… raron… l… ta… n… ob… esde… ut. op… Bal… -…omb… 18… pelo… – Tiene… rec… c… urgo… zu. Papá… le co… – Fr. d… con… B -…ame… li. o…atar. -… re… mer… mano – Fuimos… 1 hora…gua… vi… A… el… -… o…s.ry. g… -… años

P…

Pues eso, un grito de ayuda, y, además de eso, referencias a un hombre, a un padre y a un viaje en coche. Firmado con una P y nada más. No, aquello no tenía sentido.

¿Qué había ocurrido? ¿Dónde?, ¿cuándo? ¿y por qué?

– Estoy segura de que es el remitente -dijo Rose, apuntando con su rotulador a la P del final del texto. Desde luego, no tenía un pelo de tonta. Después, siguiendo con los dedos las marcas del lápiz de Assad, añadió-: estoy también segura de que su nombre son dos palabras de cuatro letras cada una.