– ¿Cómo sabes que Svend tiene un Mercedes? Jonas y Lars me han dado la impresión de que siempre vais con ellos en la furgoneta.
– Así es. Pero Svend y yo solemos alternar también en privado. Llevamos años haciéndolo. Bueno, tendría que decir que solíamos hacerlo. Porque no he estado en su casa los últimos dos o tres años, ya comprenderá por qué; pero antes, sí. Y, que yo sepa, no ha cambiado de coche recientemente. Los que tienen una pensión de invalidez no pueden hacer maravillas con el dinero.
– ¿Qué es lo que debo «comprender» sobre ese Svend?
– Sus viajes a Tailandia, por supuesto. ¿No estamos hablando de eso?
Aquello parecía una maniobra de distracción.
– ¿Qué viajes? No soy del departamento de Narcóticos, si es lo que piensas.
El hombre pareció que fuera a derrumbarse, pero podía ser un gesto de cara a la galería.
– ¿Narcóticos? No, hombre -aseguró-. Joder, no quiero meterlo en un aprieto, será cosa mía, puedo estar equivocado.
– ¿Quieres ser tan amable de decirme enseguida qué es lo que piensas? De lo contrario tendré que llevarte a Jefatura para interrogarte.
El hombre ladeó la cabeza.
– Santo cielo, no, gracias. Solo quiero decir que en una de esas Svend me desveló que sus numerosos viajes a Tailandia tienen que ver con que organiza a mujeres de allí para acompañar a recién nacidos a Alemania. Niños que son dados en adopción a parejas sin hijos previamente escogidas. Se encarga del papeleo y dice que es una buena acción, pero creo que no se preocupa demasiado por cómo se consiguen los niños. Es lo que pienso yo -explicó, adelantando la cabeza-. Juega bien a los bolos, así que no me importa jugar con él, pero desde que supe lo de los niños, no he vuelto a su casa.
Carl miró al hombre de chaqueta azul. ¿Sería una cortina de humo que Svend echaba cuando no le quedaba otro remedio? Era muy posible. «Andar cerca de la verdad, pero no demasiado cerca», ese era el lema de la mayoría de los criminales. Tal vez no fuera nunca a Tailandia. Tal vez fuera el secuestrador, que necesitaba una coartada ante sus amigos de la bolera mientras él practicaba su repugnante oficio.
– ¿Sabes quién canta bien o mal en tu equipo?
El hombre se echó hacia delante con una súbita carcajada.
– No cantamos mucho, no.
– ¿Y tú?
– Canto bastante bien, gracias. En el pasado estuve de sacristán en la iglesia de Fløng. También he estado en el coro de allí. ¿Quiere que le enseñe?
– No, gracias. ¿Y Svend? ¿Canta bien?
Sacudió la cabeza.
– Ni idea. Pero ¿ha venido por eso?
Carl esbozó una sonrisa irónica.
– ¿Sabes si alguno de vosotros tiene una cicatriz visible?
El hombre se encogió de hombros. Carl no podía dejarlo marchar aún. No podía.
– ¿Me puedes enseñar algún documento de identidad? ¿Donde aparezca el número de registro civil?
El hombre no respondió. Sacó del bolsillo una de esas carteritas que solo contienen tarjetas de plástico. Lars Bjørn, el de Jefatura, tenía una así. Un símbolo de su estatus, lo más seguro, vete a saber.
Carl escribió el número de registro. Cuarenta y cuatro años. Coincidía con su hipótesis.
– Oye, dime otra vez: ¿cómo se llamaba tu empresa?
– 773 PB 55. ¿Por qué?
Carl se alzó de hombros. Si hubiera sido él quien hubiera inventado de la nada un nombre tan demencial como aquel, no se habría acordado pasados dos minutos. Así que sería verdad.
– Una última cosa. ¿Qué has hecho hoy entre las tres y las cuatro?
El hombre se puso a pensar.
– Entre las tres y las cuatro. Estaba en el peluquero de Allehelgensgade. Tengo una reunión importante mañana y debo estar presentable.
El tipo deslizó los dedos por una de sus sienes para ilustrarlo. Sí, parecía recién cortado. Pero tendrían que comprobarlo en la peluquería cuando terminasen allí.
– René Henriksen, haz el favor de sentarte ahí, junto a la mesa blanca de la esquina, ¿vale? Puede que hablemos contigo después.
El tipo hizo un gesto afirmativo y dijo que lo ayudaría con sumo gusto.
Era lo que decían casi todos al hablar con la Policía.
Después indicó a Assad, con un gesto, que le enviara al hombre de la chaqueta azul. No había tiempo que perder.
No parecía para nada que aquel hombre tuviera una pensión de invalidez. Sus hombros llenaban la chaqueta, y no era por las reminiscencias de las hombreras de los años ochenta. Tenía un semblante notable, sus mandíbulas se acentuaban cada vez que mascaba su chicle. Cabeza ancha. Cejas pobladas, casi juntas. Pelo al rape y un caminar algo encorvado. Un hombre que seguro que tenía más recursos de los que aparentaba.
Olía bien, un olor neutro. Su mirada era algo vacilante, con grandes ojeras que hacían que la distancia entre los ojos pareciera menor de lo que era en realidad.
Desde luego, un perfil y un aspecto que merecían una investigación más detallada.
El tipo saludó con la cabeza a René Henriksen cuando se sentó.
A primera vista parecía un saludo cordial.
Capítulo 46
Descubrió bastante pronto en la vida que podía controlar sus sentimientos hasta hacerlos invisibles.
Su vida en casa del pastor aceleró el proceso. Allí no se vivía a la luz del Señor, sino a su sombra, y los sentimientos se interpretaban mal casi siempre. La alegría se confundía con la superficialidad, y la ira con la mala voluntad y la obstinación. Y cada vez que era mal interpretado lo castigaban. Por eso se guardaba para sí los sentimientos. Era lo mejor.
Después le vino muy bien. Cuando las injusticias lo arrastraban al desánimo, cuando llegaban las decepciones.
Por eso nadie sabía lo que ocurría en su interior.
Eso lo había salvado hoy.
Había sido una conmoción ver aparecer a los dos policías. Un susto de aquí te espero. Pero no lo dejó traslucir.
Se dio cuenta al entrar en la recepción de la bolera. Eran sin duda los dos hombres que estaban hablando con el hermano de Isabel en la planta baja del Hospital Central por la tarde, cuando él tenía prisa por largarse. Aquella pareja dispar no era tan fácil de olvidar.
La cuestión era si lo habrían reconocido.
No lo creía. Si fuera así, sus preguntas habrían sido mucho más impertinentes de lo que fueron. El policía habría podido mirarlo de una manera muy diferente a como lo hizo.
Miró alrededor. Había dos vías de salida si las cosas se ponían feas. Bajar a la sala de máquinas, salir por la puerta de atrás y subir por la escalera de incendios junto a la ridícula silla sin patas que alguien había colocado allí para advertir que por allí no se podía salir. O bien podía tomar el camino que pasaba junto al otro policía. Los servicios estaban entre la recepción y la salida, así que nada más natural que ir en aquella dirección.
Pero, en ese caso, el hombre moreno vería que pasaba junto a los servicios sin entrar. Tendría que dejar el coche, porque estaba, como siempre, aparcado algo lejos, en la planta de aparcamientos de las galerías comerciales. No iba a tener tiempo de salir del aparcamiento. Le cortarían el paso.
No, con esa solución tendría que dejar el coche y largarse corriendo de allí. Y aunque conocía muchos atajos de su ciudad, no estaba seguro de que fuera lo bastante rápido. Ni mucho menos.
Lo más probable era que el foco de atención se centrara en otro lugar, lejos de él. Por eso, si tenía que largarse y al mismo tiempo dominar la situación, y de eso no cabía la menor duda, tendría que recurrir a medios más radicales.
Una cosa era segura: debía alejarse de aquellos policías que habían sido capaces de seguir su pista hasta allí. No comprendía cómo carajo había ocurrido.