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Estaba claro que sospechaban de él. ¿Por qué, si no, preguntar por el Mercedes y si tenía buena voz, y después dos veces por el nombre de la empresa que se había inventado? Menos mal que recordó el número.

Justo antes había enseñado a uno de los agentes su carné de conducir falso y le había dado el nombre falso que había empleado en el club durante años, y de momento el agente lo había dado por bueno. Al fin y al cabo, tampoco lo sabían todo.

El problema era que lo estaban arrinconando, literalmente. Algunas mentiras que acababa de decir eran muy fáciles de comprobar, y lo peor era que se le estaban agotando las identidades y las bases logísticas, y tampoco podía largarse sin más. Estaba en un local donde todos podrían verlo si intentaba huir.

Miró al Papa, que estaba sentado frente al agente de la Policía mascando como loco y parecía bastante agobiado.

Aquel hombre era el eterno chivo expiatorio que varias veces había usado como modelo de conducta. Un hombre como el Papa constituía la esencia del señor equidistante. Ese era el aspecto que debía tener uno si deseaba pasar desapercibido. Normal, como él. Bueno, de hecho se parecían en muchas cosas. Misma forma de cabeza, misma estatura, talla y peso. Ambos eran elegantes. Parecían dignos de confianza, incluso algo aburridos. Personas que sabían cuidarse, pero sin exagerar. Fue el Papa quien le dio la idea de maquillarse para que pareciera que los ojos estaban demasiado cerca y las cejas casi juntas. Y si se daba un poco de maquillaje en los pómulos, estos se ensanchaban como los del Papa.

Sí, un par de veces había empleado justo aquellos rasgos.

Pero, además de esas características, el Papa tenía otra, que era la que él se proponía emplear en su contra.

Svend viajaba a Tailandia varias veces al año, y no era por la hermosa naturaleza.

El agente de Homicidios dijo al Papa que se sentara en la mesa junto a la suya. El pobre estaba blanco, y, a juzgar por la expresión de su rostro, se sentía herido en lo más hondo.

Después fue el turno de Birger, y tras él solo quedaría uno de ellos. No había tiempo que perder antes de que terminaran los interrogatorios.

Se levantó y se sentó a la mesa del Papa. Si el policía hubiera tratado de detenerlo, aun así se habría sentado. Se habría puesto a gritar contra los métodos policiales, y si la cosa hubiera llegado más lejos, habría salido por la puerta diciendo que se pusieran en contacto con él en casa. Al fin y al cabo, tenían su número de registro civil, así que no les costaría mucho encontrar su dirección si es que tenían más preguntas que hacerle.

Era otra solución. Y es que no podían detenerlo sin una razón concreta. Y si había algo que les faltaba con seguridad, eran pruebas concretas. Porque, aunque en el país habían cambiado muchas cosas, todavía no se detenía a los ciudadanos a menos que se tuviera algún indicio sólido sobre el cual basar una acusación, y seguro que Isabel no había podido proporcionársela todavía.

Y esa prueba podía llegar; bueno, tendría que llegar, pero no ahora.

Había visto el estado de Isabel.

No, no tenían ninguna prueba. No tenían ningún cadáver, y tampoco sabían nada de su caseta de botes. El fiordo pronto se tragaría sus crímenes.

Al fin y al cabo, solo se trataba de mantenerse lejos unas semanas y de borrar su rastro.

El Papa lo miró cabreado. Con los puños cerrados, los músculos del cuello en tensión y la respiración agitada. Era la reacción adecuada, muy útil para la situación. Si hacía esto bien, todo habría terminado en tres minutos.

– ¿Qué le has contado, cabrón? -susurró el Papa cuando se sentó a su lado.

– Nada que no supiera de antes, Svend -susurró también él-. Te lo aseguro. Parece ser que lo sabe todo. Además, te tienen fichado de aquellos tiempos, recuerda.

Notó que la respiración del hombre se hacía más y más forzada.

– Pero es culpa tuya, Svend. Los pedófilos no son muy populares hoy en día -dijo en voz algo más alta.

– Yo no soy un pedófilo. ¿Le has dicho eso? -preguntó, subiendo el registro.

– Lo sabe todo. Te han seguido la pista. Saben que tienes pornografía infantil en el ordenador.

Sus manos estaban blancas.

– Eso no pueden saberlo.

Lo dijo controlando la voz, pero más alto de lo que había pensado. Miró alrededor.

Sí, era verdad. El policía de Homicidios no les quitaba ojo, tal como había pensado. Era un tipo astuto el poli aquel. Seguro que los había puesto frente a frente para ver qué podía surgir. Ambos eran sospechosos. Sin duda.

Giró la cabeza hacia el bar y no pudo ver al otro policía. Así que tampoco él podría verlo.

– El agente sabe bien que no bajas pornografía infantil de internet, Svend, sino que consigues las imágenes gracias a amigos -dijo con voz neutra.

– ¡Eso es mentira!

– Pues es lo que me ha dicho él, Svend.

– ¿Por qué os pregunta a todos si se trata de mí? ¿Estás seguro de que se trata de mí?

Por un momento olvidó mascar su chicle.

– Seguro que ha preguntado a otros conocidos tuyos. Ahora está haciendo esto en público para que te desenmascares del todo.

El Papa estaba temblando.

– No tengo nada que esconder. No hago nada que no hagan los demás. En Tailandia es así. No les hago nada a los niños. Solo estoy con ellos. No hay nada sexual. No mientras estoy con ellos.

– Ya lo sé, Svend, ya lo has dicho, pero él sostiene que comercias con los niños. Que tienes cosas guardadas en el ordenador. Que comercias con imágenes y también con los niños. ¿No te lo ha dicho? -Frunció las cejas-. ¿Hay algo de eso, Svend? Sueles tener mucho que hacer cuando estás allí, tú mismo lo has dicho.

– ¡¿Te ha dicho que COMERCIO con ellos?! -se le escapó, en voz demasiado alta, y volvió a mirar alrededor. Después se calmó-. ¿Por eso me ha preguntado a ver si se me daba bien rellenar impresos y cosas así? ¿Por eso me ha preguntado cómo podía permitirme viajar tanto con una pensión de invalidez? Es algo que le has hecho creer tú, René. Yo no cobro pensión de invalidez, como me ha dicho que le habías contado, y así se lo he dicho. Vendí mis tiendas, ya lo sabes.

– Te está mirando. No, no lo mires. Yo que tú me levantaría con tranquilidad y me iría. No creo que te detengan.

Metió la mano en el bolsillo y abrió la navaja dentro. Después la fue sacando poco a poco.

– Cuando llegues a casa destrúyelo todo, Svend. Todo lo que pueda comprometerte, ¿vale? Es un buen consejo de un buen amigo. Nombres, contactos y billetes de avión antiguos, haz desaparecer todo, ¿entiendes? Ve a casa y hazlo. Levántate y vete. Ahora mismo, si no vas a pudrirte en la cárcel. ¿Sabes lo que suelen hacer los presidiarios a hombres como tú?

El Papa lo miró un momento con los ojos muy abiertos, y después fue como si se calmara. Luego echó su silla hacia atrás y se levantó. Había captado el mensaje.

También él se levantó y tendió la mano al Papa como si fuera a estrecharla. Cerró la mano en torno a la empuñadura, tapándola con el dorso de su mano, y con la hoja vuelta hacia él.

El Papa miró vacilante la mano, y después sonrió. Todas sus reservas se desvanecieron. Era un desgraciado incapaz de controlar sus apetitos. Una persona religiosa que había luchado contra la vergüenza, con la excomunión de la iglesia católica como una espada de Damocles. Y allí estaba su amigo ofreciéndole la mano. Solo deseaba hacerle bien.

En el mismo instante en que el Papa iba a estrechar su mano, él actuó, colocó la navaja en la mano del hombre, asió sus dedos, los apretó, de manera que el Papa, sin querer, agarró el mango, y después arrastró hacia sí la mano del hombre desconcertado con un golpe que hirió el músculo sobre su cadera de manera superficial, pero limpia. No le hizo mucho daño, pero es lo que parecería.

– ¿Qué haces? ¡Ay, ay! ¡Cuidado, tiene una navaja! -chilló, y volvió a tirar del brazo del Papa. Los dos navajazos del costado eran perfectos. Ya estaba sangrando a través del polo.