El policía se levantó de un tirón y su silla cayó hacia atrás. Todos los que estaban en aquella parte del local volvieron sus rostros hacia el espectáculo.
Entonces se quitó al Papa de encima con un empujón, y el Papa echó a andar de lado mientras reparaba en la sangre de sus manos. Estaba conmocionado. Todo había sucedido muy rápido. No lo comprendía.
– Lárgate, asesino -le susurró, haciéndose a un lado.
El Papa giró sobre sus talones, presa del pánico, derribó un par de mesas en la huida y siguió avanzando hacia las pistas.
Era evidente que conocía la bolera como la palma de su mano; ahora iba a entrar en la sala de máquinas y desaparecer.
– ¡Cuidado, tiene una navaja! -volvió a gritar, mientras la gente retrocedía ante el Papa a medida que este huía.
Vio que el Papa saltaba a la pista diecinueve y que el pequeño policía moreno arrancaba de la barra como una fiera. Iba a ser una caza desigual.
Entonces se acercó al portabolas y cogió una bola.
Cuando el policía moreno alcanzó al Papa en el extremo de la pista, este se puso a agitar el brazo de la navaja como loco. Era como si hubiera sufrido un cortocircuito. Pero el policía se abalanzó contra sus pantorrillas, y los dos cayeron con estruendo en medio del surco para las bolas que había entre las dos últimas pistas.
Para entonces, el otro policía ya estaba a medio camino, pero la bola que lanzó el mejor jugador del equipo desde la última pista llegó antes.
Se oyó con claridad el golpe cuando alcanzó la sien del Papa. Como al aplastar una bolsa de patatas. Un crujido.
La navaja resbaló de la mano del Papa y cayó a la pista.
Todas las miradas se deslizaron de la figura inerte hasta él. Los que habían oído el tumulto sabían que era él quien había lanzado la bola. Un par de ellos sabían también por qué había caído de rodillas y se agarraba el costado.
Todo iba como debía.
El agente de policía parecía impresionado cuando se le acercó y lo ayudó a ponerse en pie.
– Esto es muy serio -anunció-. No parece que Svend vaya a sobrevivir a esa rotura de cráneo. Así que reza para que los de la ambulancia hagan bien su trabajo.
Miró a la pista, donde estaban dando al Papa los primeros auxilios. «Reza para que hagan bien su trabajo», le había dicho el policía, pero no tenía la menor intención.
Uno del servicio de ambulancias estaba vaciando los bolsillos del Papa y entregando su contenido al policía moreno. Estaba claro que aquellos policías trabajaban con método. Dentro de poco los dos agentes iban a pedir refuerzos y a telefonear para pedir información. Comprobar el nombre y número de registro tanto del Papa como de él. Comprobar coartadas. Llamar a un peluquero a quien no había visto nunca. Pasaría un tiempo hasta que empezaran a sospechar, y ese tiempo era lo único que tenía.
El agente de policía estaba a su lado, con el ceño fruncido y devanándose los sesos. Después lo miró a los ojos.
– Ese hombre al que quizá hayas matado ha secuestrado a dos niños. Es posible que los haya matado ya; si no lo ha hecho, van a morir de hambre o de sed a menos que los encontremos rápido. Dentro de poco vamos a ir a registrar su casa, pero tal vez puedas ayudarnos. ¿Tienes conocimiento de que tenga una casa de veraneo o algo parecido que esté en un lugar apartado? ¿Una casa con una caseta de botes?
Logró disimular la conmoción que provocó la pregunta. ¿De dónde sabía aquel policía que había una caseta de botes? Aquello lo pilló por sorpresa. La hostia, ¿cómo podía saber eso?
– Lo siento -dijo con voz controlada. Miró al hombre del suelo, que respiraba con dificultad-. Lo siento de verdad, pero no sé nada.
El policía sacudió la cabeza.
– A pesar de las circunstancias, no podrás evitar que se abra un expediente. Más vale que lo sepas.
Hizo un lento gesto afirmativo. ¿Para qué protestar por algo tan evidente? Quería mostrarse colaborador. Así se relajarían.
El policía moreno se le acercó meneando la cabeza.
– ¿Estás de la olla, o qué? -gritó, mirándolo a los ojos-. No había ningún peligro, lo había reducido ya. ¿Por qué has lanzado, entonces, la bola? ¿Te das cuenta, o sea, de lo que has hecho?
Él sacudió la cabeza y alzó sus manos ensangrentadas hacia el policía.
– Es que el tío estaba fuera de sí -dijo-. He visto que estaba a punto de clavarle la navaja.
Volvió a llevarse la mano a la cadera. Achicó los ojos para que vieran cuánto le dolía.
Después se dirigió al policía moreno con expresión ofendida y cabreada.
– Debería agradecerme que tenga tan buena puntería.
Los dos policías estuvieron hablando un rato.
– La Policía de Roskilde llegará pronto y tendrás que firmarles un informe provisional -dijo el subordinado-. Nos encargaremos de que te atiendan enseguida. Ya hay otra ambulancia en camino. Estate tranquilo y no sangrarás tanto. La verdad es que no parece tan grave.
Asintió con la cabeza y se retiró a un lado.
Quedaba tiempo para la siguiente jugada.
Se oyeron unos avisos por los altavoces. El jurado había deliberado. El torneo quedaba suspendido a causa de los violentos sucesos.
Miró a sus compañeros de equipo, que con mirada apagada apenas registraban las instrucciones del agente de que no salieran del lugar.
Sí, los policías tenían trabajo. Las cosas se habían desbocado. Tendrían que dar muchas explicaciones a sus superiores antes de que terminara la noche.
Se levantó y se dirigió lentamente a lo largo de la pared exterior hacia los del servicio de ambulancias, al final de la pista veinte.
Les hizo un breve saludo con la cabeza, se agachó rápido tras ellos y recogió la navaja. Y cuando se aseguró de que nadie estaba mirando, se deslizó por el angosto pasillo a la sala de máquinas.
En menos de veinte segundos estaba en el aparcamiento al final de la escalera de incendios y se dirigía hacia la planta de aparcamientos de las galerías comerciales.
En el momento en que se encendieron a lo lejos los destellos azules de la ambulancia, en Københavnsvej, el Mercedes salió a la carretera.
Tres semáforos más y habría desaparecido.
Capítulo 47
El desarrollo de los acontecimientos había sido espantoso. Ni más ni menos.
Había dejado que los dos hombres se sentaran juntos, y había ocurrido lo peor.
Carl sacudió la cabeza. Maldita sea. Había actuado con demasiado afán, con demasiada determinación, pero ¿cómo iba a saber que las cosas iban a torcerse tanto? Solo quería estresarlos un poco.
Ambos hombres podían ser el secuestrador, pero ¿quién de ellos? Esa era la cuestión. Ambos se parecían en cierto modo al hombre del dibujo. Por eso había querido ver cómo reaccionaban al presionarlos. Él era un especialista en reconocer a personas cargadas por el peso de la culpa. O eso creía.
Y ahora todo se había complicado. El único que podía decirle dónde estaban los niños estaba al borde de la muerte, en una camilla, camino de la ambulancia, y era por su culpa. Era espantoso, ni más ni menos.
– Mira esto, Carl.
Volvió la cabeza hacia Assad, que tenía en la mano la cartera del Papa. No parecía contento.
– ¿Qué es? Te veo en la cara que no has encontrado nada. ¿No aparece la dirección?
– Sí. No es por eso, es otra cosa, Carl, y no trae nada bueno. ¡Mira!
Le tendió un bono de caja del supermercado Kvickly.
– Mira la hora.
Carl miró un momento y notó que empezaba a sudar en el cuello.
Assad tenía razón. Una vez más surgía algo que no auguraba nada bueno.
Era un bono de caja del Kvickly de Roskilde. Un recibo de una compra modesta. El cupón de Lotto, un tabloide y un paquete de Stimorol. Comprados aquel día a las 15.25. Minuto arriba, minuto abajo, el momento en que Isabel Jønsson fue atacada en el Hospital Central de Copenhague. A más de treinta kilómetros de allí.