Lo primero que vio fue una bola de muchos colores. Pulida y muy moderna. Después otro par de zapatos. Una latita de polvos de talco. Un pequeño frasco de aceite de menta japonés.
Levantó el frasco ante los compañeros de equipo.
– ¿Para qué empleaba esto?
El mecánico lo miró.
– Era una costumbre suya. Antes de empezar, se metía una gota de ese mejunje en cada fosa nasal. Debía de pensar que le daba más oxígeno. Algo de la concentración; pero debería probarlo, es una mierda.
Carl fue abriendo los otros compartimentos. Una bola en uno de ellos, y el otro vacío. Eso era todo.
– ¿Puedo mirar, entonces, yo también? -quiso saber Assad cuando Carl retrocedió un poco-. ¿Y los compartimentos delanteros? ¿Has mirado ahí?
– Eso iba a hacer -replicó Carl. Con la mente ya en otra parte.
– ¿Sabéis dónde ha comprado esta bolsa? -preguntó sin mirar a nadie.
– Por internet -dijeron tres voces a la vez.
Joder, en la red. Puñetera red.
– ¿Y los zapatos y el resto? -quiso saber, mientras Assad sacaba un bolígrafo del bolsillo y empezaba a hurgar en uno de los agujeros de la bola.
– Lo compramos todo por internet, es más barato -explicó el mecánico.
– ¿Nunca hablabais de vuestra vida privada? ¿De vuestra infancia o juventud, de cuándo empezasteis a jugar? ¿De la primera vez que pasasteis de doscientos puntos?
Decid algo, cretinos. Esto no puede ser.
– No. De hecho, solo hablábamos de lo que íbamos a hacer en cada momento -continuó el mecánico-. Y al terminar la sesión hablábamos de cómo había ido.
– Toma, Carl.
Carl miró el papel que le tendía su ayudante. Estaba muy arrugado y duro como la madera.
– Estaba en el fondo del agujero para el dedo pulgar -indicó Assad.
Carl miró a su ayudante. Sentía vacío en el coco. ¿En el agujero del dedo pulgar, había dicho?
– Ah, sí -recordó Lars Brande-. Es verdad. René forraba el fondo del agujero del dedo pulgar. Sus pulgares eran bastante cortos, y tenía la obsesión de que el dedo debía estar en contacto con la base. Decía que sentía mejor la bola cuando la agarraba.
Su hermano Jonas metió baza.
– Tenía muchos rituales. El aceite de menta, forrar el agujero del pulgar, el color de las bolas. Por ejemplo, era incapaz de jugar con bolas rojas. Decía que distraían su concentración en los bolos al balancear el brazo.
– Sí -añadió el pianista, que hablaba por primera vez-. Y se quedaba tres o cuatro segundos sobre una pierna antes de coger carrerilla. No deberíamos llamarlo Tres, sino la Cigüeña. Más de una vez hemos bromeado con ello.
Rieron un poco. Después se callaron.
– Este es el de la otra bola -dijo Assad, tendiéndole otro pedazo de papel-. Lo he sacado, o sea, con mucho cuidado.
Carl alisó los dos papeles sobre el mostrador del bar.
Después alzó la vista hacia Assad. ¿Qué diablos iba a hacer sin él?
– Parecen recibos, Carl. Recibos de un cajero automático.
Carl hizo un gesto afirmativo. Algunos empleados de banco iban a tener que hacer horas.
Un bono de Kvickly y dos recibos de cajero automático del Danske Bank. Tres papelitos insignificantes.
La caza continuaba.
Capítulo 48
Respiró con tranquilidad. Así era como mantenía activos los mecanismos de defensa del cuerpo. Si la adrenalina se metía en sus venas, el corazón latía más deprisa, y no tenía ninguna necesidad de eso, ya manaba suficiente sangre de su cadera.
Analizó la situación.
Lo primero, que había escapado. No comprendía cómo se le habían podido acercar tanto, pero ya lo analizaría después. Lo más importante ahora era que no apareciera nada en el retrovisor que indicara que lo perseguían.
La cuestión era cuál sería el siguiente movimiento de la Policía.
Había miles de Mercedes como el que conducía él. Solo la cantidad de taxis reconvertidos era enorme. Pero si ponían controles en los accesos a Roskilde, sería fácil detener a todos los Mercedes.
Por eso tenía que darse prisa. Llegar a casa cuanto antes. Meter el cadáver de su mujer en el portamaletas y llevarse las tres cajas de mudanza más comprometedoras. Cerrar la casa con llave y largarse a la casa junto al fiordo.
Aquella sería su base durante las próximas semanas.
Y si debía salir al exterior, tendría que maquillarse. Solía protestar cuando ganaban trofeos y les sacaban fotos de equipo, y las más de las veces las evitaba. Pero aun así encontrarían fotos suyas si buscaban lo bastante. Seguro que las encontrarían.
Por eso, pasar un par de semanas aislado en Vibegården era de todas todas una buena idea. Descomponer los cadáveres, y largo.
Tendría que dar por perdida la casa de Roskilde, y Benjamin tendría que vivir con su tía. Cuando llegara la hora ya lo recuperaría. Dos o tres años en el archivo de la Policía, y el caso empezaría a almacenar polvo.
Había sido previsor, y en Vibegården tenía cosas para utilizar en un caso como aquel. Nueva documentación, mucho dinero. No como para poder darse la vida padre, pero suficiente para vivir bien en un lugar apartado hasta empezar algo nuevo. Tampoco le vendrían mal un año o dos de paz y tranquilidad.
Volvió a mirar por el retrovisor y echó a reír.
Le habían preguntado si sabía cantar.
– Claro que sé cantaaaaar -cantó, y la cabina se puso a retumbar. Pensó en las reuniones comunitarias de la Iglesia Madre en Frederiks. Era cierto, todos se acordaban si alguien desafinaba. Por eso lo hacía él. Así la gente creía que sabía algo importante de uno, pero no era cierto.
Porque en realidad tenía una voz mejor que la media.
Pero había una cosa que debía hacer. Debía encontrar un cirujano plástico que le quitara la cicatriz que tenía tras la oreja derecha. Donde se incrustó el clavo cuando lo sorprendieron espiando a su hermanastra. ¿Cómo diablos sabían lo de la cicatriz? ¿En algún momento no la había tapado con suficiente maquillaje? Era algo que hacía desde que el chico raro que mató una vez le preguntó cómo se la había hecho. ¿Cómo se llamaba el chico? Ya casi ni distinguía entre sus víctimas.
Olvidó aquello y se centró en lo sucedido en la bolera.
No iban a encontrar sus huellas dactilares en su agua mineral, si es lo que pensaban, porque las había borrado con una servilleta mientras interrogaban a Lars Brande. Tampoco encontrarían huellas en sillas ni mesas, ya se había cuidado bien de ello.
Sonrió para sí un momento. No, había pensado bien las cosas.
Fue entonces cuando pensó en su bolsa de bolos. Fue entonces cuando pensó que habría huellas dactilares en sus bolas, y que en los agujeros de las bolas para el pulgar había metido recibos que podían llevarlos hasta su casa de Roskilde.
Respiró hondo y volvió a tomárselo con calma para no sangrar demasiado.
Chorradas, se dijo. No van a encontrar los recibos. Al menos, no enseguida.
No, había tiempo suficiente. Tal vez encontraran su casa de Roskilde pasados uno o dos días. De momento solo necesitaba media hora.
Torció hacia el camino de entrada y vio al joven en el césped delante de su casa. Llamaba a Mia a gritos.
Otro contratiempo.
Tengo que eliminarlo rápido, pensó, y sopesó aparcar en una de las calles laterales.
Buscó a tientas la navaja ensangrentada en la guantera y la sacó.
Después pasó sin prisas ante la casa, mirando hacia el otro lado. El pavo sonaba como un gato en celo con sus gritos de añoranza. Mia ¿prefería de verdad a aquel crío?
Fue entonces cuando reparó en los dos viejos que vivían enfrente mirando por la rendija de las cortinas. Tenían muchos años a sus espaldas, pero su curiosidad seguía intacta.
En ese momento, aceleró.