No podía hacer nada. Había demasiados testigos para atacar al joven.
Tendrían que encontrar el cadáver en la casa, no había más remedio. Pero aquello no iba a servir de mucho. De todas formas, la Policía sospechaba de él por cosas graves: no sabía por cuáles, pero desde luego, graves.
Puede que encontrasen también una caja de mudanzas con catálogos de casas de veraneo en venta, pero ¿de qué les iba a servir? Si es que no sabían nada. No existían papeles que certificasen cuál de ellas había decidido comprar hacía mucho tiempo.
No, no le parecía una amenaza real. Las escrituras de Vibegården estaban allí, en la caja, junto con el dinero y los pasaportes. No se sentía presionado.
Bastaba que detuviera la hemorragia y no lo parasen en un control por el camino. Así todo saldría bien.
Cogió el botiquín de primeros auxilios y se desvistió de cintura para arriba.
Las heridas eran más profundas de lo que había creído. Sobre todo la última. Y eso que había calculado la fuerza con la que tirar del brazo del Papa, pero no la poca resistencia que opondría.
Por eso sangraba tanto. Y por eso tendría que sacrificar algo de tiempo para borrar las huellas del asiento delantero del Mercedes antes de venderlo.
Sacó la jeringa y la ampolla de anestesia local y aplicó alcohol a las heridas. Después se puso la inyección.
Estuvo un rato en la sala mirando alrededor. Esperaba que no encontrasen Vibegården. Era justo allí donde se sentía más en casa. Libre del mundo, libre de sus engaños y traiciones.
Preparó la aguja y el hilo. Pasado un minuto, pudo meter la aguja en el borde de las heridas sin notarla.
Un par de cicatrices más para el cirujano, pensó, y se echó a reír.
Cuando terminó observó lo que había cosido y volvió a reír. No quedaba muy bonito, pero había detenido la hemorragia.
Aplicó a las heridas una compresa de gasa con esparadrapo y se tumbó en el sofá. Cuando estuviera listo saldría y mataría a los niños. Cuanto antes lo hiciera, antes se descompondrían los cadáveres y antes podría marcharse otra vez.
Dentro de diez minutos iría al anexo a por el martillo.
Capítulo 49
Pasados veinte minutos ya sabían quién había sacado dinero del cajero y dónde vivía. Se llamaba Claus Larsen y vivía tan cerca que podrían llegar allí en menos de cinco minutos.
– ¿En qué piensas, Carl? -preguntó Assad cuando Carl entró en la rotonda de Kong Valdemars Vej.
– Pienso que menos mal que tenemos a unos compañeros detrás que llevan su arma reglamentaria.
– Entonces, crees que va a ser necesario.
Carl asintió con la cabeza.
Se metieron por la zona de villas y ya a cien metros de la casa vieron a un hombre gritando en la semipenumbra de la calle escasamente iluminada.
Desde luego, no era el que buscaban. Era más joven, más delgado y estaba desesperado a más no poder.
– ¡Ayúdenme, deprisa! ¡Ahí arriba hay fuego! -gritó cuando se le acercaron corriendo.
Carl vio que sus compañeros del coche de atrás frenaban y pedían ayuda, pero seguro que la pareja de ancianos vecinos que estaban con la bata puesta en la acera de enfrente ya lo habían hecho.
– ¿Sabes si hay alguien en la casa? -gritó.
– Creo que sí. En esa casa pasa algo muy raro -aseguró el joven entre jadeos-. Llevo varios días llamando a la puerta, pero no abren, y cuando llamo al móvil de mi amiga, que se llama Mia, lo oigo sonar arriba, pero no lo coge.
Señaló hacia una ventana abuhardillada y se llevó la mano a la frente, espantado.
– ¿Por qué ARDE ahora? -gritó.
Carl alzó la vista hacia las llamas, que ahora se veían con claridad en la ventana abuhardillada del primer piso, justo encima de la puerta de entrada, que había señalado el joven.
– ¿No has visto a un hombre entrar en la casa hace poco? -preguntó.
El tipo sacudió la cabeza, no podía estar quieto.
– Voy a echar la puerta abajo. ¡Yo la echo! -gritó, desesperado-. La echo abajo, ¿vale?
Carl miró a sus compañeros. Hicieron un gesto afirmativo.
Era un muchachote fuerte. Bien entrenado y que sabía lo que hacía. Cogió carrerilla, y en el instante en que llegó a la puerta saltó en el aire y golpeó fuerte la cerradura con el talón. Gimió en voz alta y soltó una sarta de juramentos cuando cayó al suelo y la puerta seguía intacta.
– Hostias, es demasiado dura para mí -soltó, y se volvió presa del pánico hacia el coche patrulla de atrás, gritando-. ¡Pero ayúdenme! ¡Creo que Mia está dentro!
Justo entonces se oyó un enorme estruendo. Carl volvió la cabeza hacia el origen del ruido y vio a Assad desaparecer por la destrozada ventana de la sala.
Carl echó a correr, y el joven lo siguió. Había sido una reacción eficaz por parte de Assad, porque los travesaños de la ventana y la contravidriera estaban hechos añicos en el suelo, bajo la rueda de repuesto que había arrojado Assad.
Saltaron al interior.
– ¡Es por aquí! -gritó el joven, y llevó a Assad y a Carl al recibidor.
No había tanto humo en las escaleras, pero sí en el primer piso. De hecho, no se veía nada a dos palmos.
Carl se cubrió la boca con el cuello de la camisa, y dijo a los demás que hicieran lo mismo. Y es que estaba oyendo la tos de Assad detrás.
– ¡Baja, Assad! -gritó, pero Assad no obedeció.
Oyeron que los coches de bomberos se acercaban, pero eso no era ningún consuelo para el joven, que avanzaba a tientas por el pasillo.
– Creo que está ahí dentro. Dice que siempre lleva el móvil encima -explicó tosiendo en la espesa humareda-. Oigan lo que pasa ahora.
Debió de marcar un número en el móvil, porque a los pocos segundos se oyó un débil tono de llamada a unos metros de ellos.
El joven dio un salto adelante y buscó la puerta a tientas. Entonces oyeron que la ventana Velux reventaba por el calor.
En aquel momento llegó uno de los compañeros de Roskilde tosiendo por la escalera.
– ¡Tengo un pequeño extintor de incendios! -gritó-. ¿Dónde está el fuego?
Lo vieron en cuanto el joven echó abajo la puerta y las llamas avanzaron hacia ellos. Después se oyó el sonido sibilante del extintor; no fue muy efectivo, aunque consiguió apagar lo bastante para poder ver el interior del cuarto.
No tenía buen aspecto. Las llamas habían alcanzado el techo y un montón de cajas de cartón que había dentro.
– ¡Mia! -gritó el joven con voz desesperada-. Mia, ¿estás ahí?
En el mismo instante un chorro de agua atravesó la ventana abuhardillada y les llegó un latigazo de vapor.
Cuando Carl se echó al suelo sintió una quemazón en el brazo y en el hombro con que había protegido su rostro de manera instintiva.
Oyeron gritos de fuera, y luego llegó la espuma.
Todo terminó en cuestión de segundos.
– Hay que abrir las ventanas -dijo entre toses el agente de Roskilde que tenía al lado, y Carl se puso en pie de un salto y buscó a tientas una puerta mientras el agente encontraba otra.
Cuando se desvaneció el humo de la primera planta, Carl pudo ver el cuarto que se había incendiado. En el hueco de la puerta, el joven, de pie sobre el suelo resbaladizo, retiraba impaciente cajas de mudanza hacia el pasillo. Varias de las cajas seguían ardiendo, pero eso no lo hizo desistir.
Justo entonces Carl tropezó con el cuerpo inerte que yacía en el rellano de la escalera.
Era Assad.
– ¡Cuidado! -gritó, y empujó a un lado a un agente.
Saltó al escalón inmediatamente inferior y asió a Assad de una pierna. Lo atrajo hacia sí de un tirón y se lo echó a los hombros.
– Reanimadlo -dijo entre dientes a un par de bomberos que estaban delante de la casa, mientras colocaban a Assad una mascarilla de oxígeno.
Reanimadlo, joder, pensó una y otra vez mientras los gritos del primer piso arreciaban.