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Carl dejó que su mirada se deslizara desde aquellas uñas rayadas de rotulador hasta los puntos a lápiz del mensaje en la botella. Igual iba siendo hora de que fuera al oculista. ¿Cómo podía estar tan segura de que eran dos palabras de cuatro letras? ¿Porque Assad había marcado unos puntos donde antes había manchas? En su opinión, podía haber muchas otras posibilidades.

– Lo he comparado con el original -dijo Rose-. Y he hablado de ello con el perito de Escocia. Estamos de acuerdo. Dos palabras de cuatro letras.

Carl asintió con la cabeza. El perito de Escocia, había dicho. Mira por dónde. Por él, como si hubiera hablado con una gitana echadora de cartas de Reykjavik. En su opinión, la mayor parte del mensaje no eran más que garabatos, dijeran lo que dijesen.

– Estoy convencida de que está escrito por una persona del sexo masculino. Si partimos de la base de que nadie en una situación así firmaría un mensaje como ese con un apodo, no he podido encontrar ningún nombre de chica danés que empiece por P y tenga cuatro letras. Y además los únicos nombres de chica que he podido encontrar han sido Paca, Pala, Papa, Pele, Peta, Piia, Pili, Pina, Ping, Piri, Posy, Pris y Prue.

Recitó los nombres de corrido, sin siquiera consultar sus notas. Aquella Rose era rara de narices.

– Papa suena algo raro como nombre de chica -gruñó Assad.

Rose se alzó de hombros. ¡Vaya con la tía! Así que no había ningún nombre de chica danés con cuatro letras que empezara por P, había dicho. Imposible.

Carl miró a Assad, cuyo rostro era todo interrogantes. Nadie era capaz de pensar de forma tan encantadoramente gráfica como aquel ser orondo.

– Tampoco es nombre musulmán -salió a continuación de su rostro concentrado-. El único nombre que se me ocurre es Pari, y eso, entonces, es iraní.

Carl torció el gesto.

– Ajá. Y de esos iraníes apenas hay en Dinamarca, ¿verdad? Bueno, pues entonces el firmante se llama Paul o Poul, es un alivio saberlo. Pues vamos a encontrarlo en un visto y no visto.

Las arrugas de la frente de Assad se acentuaron.

– ¿Vamos a encontrarlo dónde, dices? ¿Dónde?

Carl hizo una aspiración profunda. Su pequeño ayudante debería conocer a su ex. Con ella sí que aprendería expresiones que iban a hacer que sus ojazos girasen dentro de sus órbitas.

Carl consultó el reloj de pulsera.

– Así que se llama Poul, ¿de acuerdo? Voy a hacer un descanso de un cuarto de hora; seguro que entre tanto habéis encontrado al que escribió el mensaje.

Rose trató de no hacer caso del tono de voz, pero sus fosas nasales se dilataron de forma notable.

– Sí, seguramente Poul es un buen nombre. O Piet, o Peer con dos es, Pehr con hache o Petr. También podría ser Pete, Piet o Phil. Hay muchísimas posibilidades, Carl. Vivimos en una sociedad multiétnica, siempre hay nombres nuevos. Paco, Paki, Pall, Page, Pasi, Pedr, Pepe, Pere, Pero, Perú…

– Joder, Rose, ya vale. Esto no es el registro civil. Además, ¿qué es eso de Perú? Ostras, eso es un país, no un nombre…

– … y Peti, Ping, Pino, Pío…

– ¿Pío? Eso, ahora empieza con los papas; además, tiene tres letras. Mira que…

– Pons, Pran, Ptah, Puck, Pyry.

– ¿Has acabado?

Rose no respondió.

Carl volvió a observar la firma de la pared. Fuera como fuese, lo único que podía afirmarse sin duda alguna era que el mensaje estaba escrito por alguien cuyo nombre empezaba por P. Pero ¿a quién correspondía aquella P? Desde luego, a Papá Noel, no. ¿A quién, entonces?

– También podría ser un nombre de pila compuesto, Rose. ¿Estás segura de que no hay un guión entre las dos palabras? -preguntó, señalando la zona borrada-. Podría poner, por ejemplo, Poul-Erik o Paco-Paki, o Pili-Ping.

Trató de contagiar su sonrisa al rostro de Rose, pero ella estaba por encima de aquellos arrebatos de humor, así que mejor dejarlo.

– Bueno, pues vamos a dejar con mucho cuidado ese enorme mensaje colgado, así podremos seguir con tareas más concretas, y Rose tendrá tiempo para pintarse de negro las uñas estropeadas -concluyó Carl-. Podemos pasar al lado y mirar el papelote de vez en cuando. Puede que así se nos ocurra alguna idea brillante. Como cuando el crucigrama del retrete se queda esperando a la próxima vez.

Rose y Assad lo miraron con el ceño fruncido. ¿Crucigramas en el retrete? Por lo visto, ninguno de los dos pasaba tanto tiempo en el trono.

– Y, por cierto, me parece que no vamos a poder dejarlo ahí, en el tabique de separación, por ahí circula gente. Ya sabéis que parte del archivo está detrás de esa puerta. Casos antiguos, ya habéis oído hablar de eso, ¿verdad?

Se volvió y enfiló hacia su despacho y la cómoda silla que lo esperaba. Había avanzado dos metros cuando la acerada voz de Rose lo apuñaló.

– Vuélvete, Carl.

Este se volvió lentamente y vio que ella señalaba hacia atrás, hacia su obra de arte.

– Si crees que tengo las uñas feas, no pienso hacer nada al respecto, ¿lo pillas? Y aparte de eso, ¿ves esa palabra en la parte de arriba?

– Sí, Rose. De hecho, es una de las pocas cosas que veo con seguridad. Pone bastante claro «socorro».

Entonces ella dirigió su dedo admonitorio decorado de negro hacia él.

– Bien. Esa va a ser precisamente la primera palabra que vas a pensar en chillar como se te ocurra quitar uno solo de esos papeles. ¿Está claro?

Carl pasó de la mirada rebelde de ella e hizo señas a Assad para que lo siguiera.

Ya iba siendo hora de enseñar quién mandaba allí.

Capítulo 7

Cuando se miraba al espejo, le parecía que merecía una vida mejor. Apodos como Piel de Melocotón y La Bella Durmiente de la escuela de Thyregod seguían siendo parte de la imagen que tenía de sí misma. Cuando se desnudaba todavía se quedaba agradablemente sorprendida al ver su cuerpo. Pero no le bastaba con ser la única que tuviera esa impresión, no era suficiente, de ninguna manera.

La distancia entre ellos se había hecho demasiado grande. Él ya no pasaba tiempo con ella.

Cuando llegara a casa iba a decirle que no volviera a abandonarla, y que debía haber otro tipo de trabajos posibles. Quería conocerlo de verdad y saber lo que hacía, e insistir en que deseaba verlo despertar junto a ella todas las mañanas.

Eso iba a decirle.

En otros tiempos solía haber allí un pequeño basurero correspondiente al hospital psiquiátrico de Toftebakken. Ahora habían desaparecido los colchones de virutas podridos y las patas de cama oxidadas, y en su lugar había surgido un oasis con amplias vistas al fiordo y las viviendas señoriales más selectas de la ciudad.

Le encantaba dejar que su mirada se desenfocara más allá del puerto deportivo y los setos hacia la diversidad del fiordo azul.

En un lugar así y en un estado como aquel es fácil sentirse indefensa ante las contingencias de la vida. Seguramente por eso dijo que sí cuando el joven bajó de su bici y propuso que tomaran un café. Vivían en el mismo barrio, y varias veces se habían saludado con la cabeza en el súper. Ahora estaban allí.

Consultó el reloj. No tenía que ir a buscar a su hijo hasta pasadas dos horas, así que tenía tiempo, y tampoco iba a caerse el mundo por tomar un café.

Pero en eso estaba terriblemente equivocada.

Aquella noche estuvo meciéndose en su silla como una anciana. Apretando con los brazos el diafragma y tratando de calmar las contracciones musculares. Lo que había hecho era del todo inconcebible. ¿Tan desesperada estaba? Era como si el atractivo joven la hubiese hipnotizado. A los diez minutos, había apagado el móvil y estaba hablando de sí misma. Y él la escuchaba.

– Mia, qué nombre más bonito -le dijo.

Hacía tanto tiempo que no oía su nombre que le sonó extraño. Su marido no lo empleaba nunca. Jamás lo hizo.