Carl bajó la vista. Después soltó el cuchillo y se agachó sobre el hombre que yacía en el suelo, temblando. Todavía respiraba, pero no iba a durar mucho.
Había sido testigo de una ejecución. Un asesinato premeditado. Porque el hombre estaba reducido. El chico tenía que haberlo visto.
– Tira el martillo, Samuel -ordenó, y miró a Assad.
– Ha sido en defensa propia. ¿De acuerdo, Assad?
Assad echó la cabeza hacia atrás y sacó hacia delante el labio inferior.
Su respuesta llegó a sacudidas, mientras vomitaba.
– Bueno, siempre estamos de acuerdo, Carl. ¿Verdad?
Carl se inclinó sobre el hombre que yacía en las baldosas resbaladizas, con los ojos desmesuradamente abiertos y la boca también abierta.
– Vete al infierno -dijo el hombre entre dientes.
– Tú sí que vas a ir al infierno -replicó Carl.
Entonces oyeron los refuerzos acercándose por el bosque.
– Si reconoces lo que has hecho, la muerte será más benigna -susurró Carl-. ¿A cuántos has matado?
El hombre pestañeó.
– A muchos.
– ¿A cuántos?
– A muchos.
Entonces fue como si su cuerpo se rindiera: la cabeza basculó a un lado y se pudo ver la terrible herida de la nuca. Eso y también la alargada cicatriz rojiza de la parte trasera de la oreja.
Se oyó un burbujeo procedente de su boca.
– ¿Dónde está Benjamin? -se apresuró a preguntar Carl.
Los párpados del hombre se fueron cerrando.
– Está con Eva.
– ¿Quién es Eva?
El hombre volvió a guiñar los ojos entreabiertos, esta vez con mayor lentitud.
– Mi fea hermana.
– Tienes que darme un nombre. Necesito un apellido. ¿Cómo te llamas de verdad?
– ¿Que cómo me llamo?
Entonces sonrió y dijo sus últimas palabras.
– Me llamo Chaplin.
Epílogo
Carl estaba cansado. Hacía cinco minutos que había dejado caer una carpeta sobre el montón de la esquina.
Resuelto, terminado y fuera del sistema.
Desde que Assad derribara al serbio en el sótano había pasado mucha agua bajo aquel puente. Los hombres de Marcus Jacobsen se hicieron cargo de los tres nuevos casos de incendio, pero el viejo caso de 1995 en Rødovre se lo quedó el Departamento Q. La guerra de bandas tenía demasiado ocupados a los del segundo piso.
Encarcelaron a gente tanto en Serbia como en Dinamarca, y solo faltaban un par de confesiones. Como si fueran a conseguirlas, decía siempre Carl. Los serbios que habían detenido preferían pudrirse quince años en una cárcel danesa que enemistarse con quienes habían organizado todo.
El resto dependía del fiscal.
Se desperezó y estuvo pensando en echar unos minutos de siesta a la luz de la pantalla plana en la que el canal de noticias no paraba de soltar disparates acerca de un ministro que no era capaz de montarse en una bici sin caerse y romperse varios huesos.
Entonces sonó el teléfono. Puñetero invento.
– Tenemos visita aquí arriba, Carl -informó Marcus por el auricular-. ¿Podéis subir un momento? ¿Los tres?
Llevaba lloviendo diez días sin parar, y era julio. El sol debía de estar hibernando. ¿Por qué diablos tenían que subir hasta el segundo piso? Allí arriba estaba casi tan oscuro como en el sótano.
Al subir las escaleras no dijo palabra a Rose ni a Assad. Putas vacaciones. Jesper se pasaba todo el día en casa, y su novia también. Morten se había ido de vacaciones en bici con un tal Preben, y no tenía prisa por volver. Mientras tanto, habían contratado a una enfermera para Hardy, y Vigga estaba dando la vuelta a la India con un hombre que ocultaba metro y medio de pelo bajo el turbante.
Y allí estaba él, mientras Mona y su familia se ponían morenos en Grecia. Si al menos Rose y Assad hubieran cogido vacaciones, habría podido poner los pies sobre la mesa y pasar la jornada laboral en compañía del Tour.
Odiaba las vacaciones. Sobre todo cuando no era él quien las cogía.
En el segundo piso miró al sitio vacío de Lis. Tal vez estuviera otra vez de vacaciones en la autocaravana con su fogoso marido. Tal vez habría sido más provechoso si se hubiera tratado de la señora Sørensen. Seguro que unos revolcones en la autocaravana podían hacer estremecerse incluso a una momia como ella.
Saludó amable a la bruja con la cabeza, y ella levantó el dedo corazón. Qué sofisticada. Desde luego, aquella arpía avinagrada estaba al día.
Al abrir la puerta del despacho de Marcus Jacobsen, Carl se topó con el rostro de una mujer que no conocía.
– Pasad -invitó Marcus desde su silla-. Mia Larsen ha venido con su marido a daros las gracias.
Carl reparó en el hombre que estaba a un lado. Lo conocía. Era el tipo que estaba frente a la casa en llamas de Roskilde. Kenneth, el que sacó a la mujer. La pobre mujer rígida de aquella vez ¿era realmente la misma que lo miraba ahora con timidez?
Rose y Assad le estrecharon la mano, y Carl hizo lo propio tras una vacilación.
– Perdonen -se disculpó la joven-. Ya sé que tienen trabajo, pero queríamos darles las gracias en persona por haberme salvado la vida.
Se quedaron un rato mirándose. Carl no tenía ni idea de qué decir.
– No puede decirse, o sea, que fuera fácil -indicó Assad.
– Más bien, o sea, lo contrario -añadió Rose.
Los demás rieron.
– ¿Estás bien? -preguntó Carl.
La mujer respiró hondo y se mordió el labio.
– Quería preguntar cómo les va a los dos niños. Se llamaban Samuel y Magdalena, ¿verdad?
Carl alzó un poco las arrugas de la frente.
– Si quieres que sea franco, nunca podremos saberlo. Los dos chicos mayores se han ido de casa, y creo que a Samuel le va bien. En cuanto a Magdalena y sus otros dos hermanos, la comunidad se ha encargado de ellos, por lo que he oído. Puede que sea mejor así, no lo sé. Es muy duro para un niño perder a sus padres.
Ella asintió con la cabeza.
– Sí, lo comprendo. Mi exmarido ha causado mucho mal. Si hay algo que pueda hacer por la niña, espero poder hacerlo.
Después trató de sonreír, pero no lo consiguió hasta que logró decir la siguiente frase.
– Es duro para un niño perder a sus padres, pero también es duro para una madre perder a su hijo.
Marcus Jacobsen le puso la mano en el brazo.
– Seguimos investigando el caso, Mia Larsen. La Policía está trabajando al máximo con la información que has traído. A largo plazo se verá si el esfuerzo es suficiente. En este país no se puede esconder a un niño para siempre.
La mujer dejó caer la cabeza cuando Marcus dijo «para siempre». Seguro que Carl habría empleado otras palabras.
Entonces habló el joven.
– Solo queríamos decirles que estamos agradecidos -explicó con la mirada posada en Carl y Assad-. Otra cosa es que la incertidumbre está a punto de destrozar a Mia.
Pobre pareja. ¿Por qué no hablar con franqueza de aquello? Habían pasado cuatro meses y seguían sin encontrar al niño. No se habían puesto los medios en los diversos departamentos, y ahora sería demasiado tarde.
– Es que no sabemos mucho -reconoció Carl-. La hermana de tu exmarido se llama Eva, eso ya lo sabemos. Pero ¿y el apellido? ¿Cómo se apellidaba tu marido? Puede ser cualquiera. Ni siquiera sabemos su verdadero nombre de pila. De hecho, no sabemos nada sobre su pasado. Solo que el padre de Eva y de tu exmarido era pastor. En cuanto a eso, puede decirse que Eva no es un nombre extraño para hijas de pastores. Bueno, sabemos que ahora debe de tener unos cuarenta años, pero eso es todo. La fotografía de Benjamin está colgada en todas las comisarías, y la última novedad es que mis compañeros han pedido a las autoridades de asuntos sociales que no pierdan de vista el caso. Es lo que tenemos, de momento.
La mujer hizo un gesto afirmativo. Era evidente que no deseaba interpretar el mensaje como algo que fuera a disminuir sus esperanzas. Por supuesto que no lo quería.